domingo, 16 de mayo de 2010

A MIS MAESTROS


Juan Manuel Gutiérrez Vázquez se encontraba trabajando en su libro A MIS MAESTROS (Ed. Pelicanus, 1a ed. 2009), cuando la muerte le sorprendió. El libro vió luz gracias a Lucrecia y Juan Cristián Gutiérrez Maupomé, hijos de Juan Manuel. Aquí cito el prólogo que el propio Juan Manuel escribió a manera de introducción. Vaya este homenaje a los maestros del mundo.

A manera de prólogo

Escribir estas notas sobre algunos de mis maestros ha terminado siendo un ejercicio casi arbitrario. Desde el Jardín de Niños al que asistí en 1934, hasta mis estudios de licenciatura que terminé en 1951, he tenido muchos mentores excelentes además de los que quedan aquí consignados, y he aprendido muchísimas cosas de personas que nunca fueron profesores míos. También me formé como persona gracias a la consideración, tan sostenida, penetrante y sensata como fue posible para mis exiguas luces, de la obra de numerosos creadores de otros tiempos, culturas y lugares, a quienes no conocí en persona por insalvables distancias geográficas o históricas, y que de alguna manera fueron mis preceptores a través del registro de sus hazañas. Por otra parte, estoy tan endeudado con los maestros cuyo quehacer comento en estas líneas que no puedo resistir más la tentación de compartir mis notas, con la intención, además del reconocimiento a ellos debido, de destacar aprendizajes que fueron para mí fundamentales y formativos, lo cual podría resultar de interés para docentes en formación o en servicio, siempre en peligro de naufragar en los inclementes piélagos de los contenidos curriculares y de desordenadas formas de expresión discursiva, o de pasar por alto la consideración de árboles señeros justo por encontrarse extraviados a la mitad del tupido bosque que constituye el programa de su grado o de su asignatura.

¿Por qué estos maestros permanecen tan cerca de mí a mis 80 años y sus enseñanzas me han acompañado de manera tan provechosa y benéfica durante toda la vida? Pues porque contribuyeron a formarme como persona, como ser humano, esto es, no solamente para cursar con éxito razonable los grados o ciclos educativos subsiguientes o para desempeñarme con dignidad en el trabajo, sino para vivir la vida, para entender y enriquecerme al considerar el pasado, para hacer fructificar de la mejor manera el presente, para tomar decisiones oportunas con respecto al porvenir, todo ello tanto en soledad como al cumplir con mis responsabilidades hacia mis semejantes y hacia el medio social y natural, así en asuntos intelectuales como en cuestiones afectivas, sociales, morales y materiales. Por supuesto que a su lado desarrollé mis conocimientos en el sentido epistemológico ortodoxo o tradicional, no faltaba más, pero muy lejos estuvieron ellos de circunscribirse a una finalidad tan magra: a su lado aprendí a ver las cosas de otra manera (ojo, pero no de su manera, pues ellos me educaron, nunca me indoctrinaron: me auxiliaron para que yo desarrollara mi propia mirada, no para que reprodujera la suya); aprendí a hacer mis atisbos más incisivos y mi pensamiento más despabilado, ya se tratase de considerar asuntos de la materia o del espíritu; cultivé la valoración de sentimientos y actitudes de manera cualitativa y me fui afirmando en la práctica de la bondad, en la búsqueda de la verdad y de la belleza y en el ejercicio de la libertad, gozando con todo ello. Gentiles, animosos y positivos, ellas y ellos, los recordaré siempre también por su calidad humana y por la convicción y a menudo la pasión con la que ejercieron su magisterio.

Los recordaré también no solamente por lo que me enseñaron sino por la manera en que lo hicieron, pues el cómo se hacen las cosas también es asunto de peso en el aprendizaje. Ellos sabían mucho sobre el contenido de la asignatura que tenían a su cargo, esto es, sobre lo que se sabe; pero también entendían bien cómo averiguar sobre lo que no se sabe, en su disciplina o en otras avenidas del quehacer humano, asunto fundamental en todos los niveles educativos aunque tienda a ser considerado condición sine quanon solamente para los estudios superiores (yo de hecho comencé a sufrir de mis achaques de investigador durante mi educación primaria). Con frecuencia las asignaturas se ven privadas de todos los aspectos inquisitivos de la disciplina que representan en las escuelas y se convierten en cosa inocua; toda disciplina es esencialmente creativa, pero por desgracia, en la escuela, las asignaturas respectivas resultan estériles e inofensivas. Ese no fue el caso de mis maestros cuya memoria aquí recojo. Hacedores de alguna manera originales, su vida y sus trayectorias personales y profesionales fueron por diversas razones ejemplares tanto para sus colegas como para sus venturosos alumnos.

Otro asunto sobre el que estas consideraciones también nos ofrecen la oportunidad de meditar es cómo es que dos personas tan distintas como por ejemplo el Maestro Radvanyi y el Maestro López Bayghén fueron tan buenos maestros. Me refiero concretamente a su talento, a lo pulido de su capacidad intelectual, a su posición en el mundo del saber. El Maestro Radvanyi poseía una inteligencia excepcional y cultivada a los grados académicos más altos en instituciones europeas de prestigio internacional; era conocido y reconocido en todo el mundo. A 50 años de su muerte se sigue hablando de él, y las entradas respectivas en internet, referidas a su persona y a su obra, suman decenas de millares. El Maestro Bayghén, con el debido respeto, tenía un talento moderado, su preparación, de alguna manera un tanto rudimentaria, no pasó de la Escuela Normal Superior de México, su desempeño fue conocido por unos cuantos centenares de personas, colegas y alumnos, y eso en dos o tres instituciones de nuestro país, hay una sola referencia a su nombre en internet, por cierto muy elogiosa, relacionada a su desempeño como educador en municipios rurales del Estado de Sinaloa cuando contaba solamente con 25 años de edad. Pero los dos fueron excelentes maestros, enseñaran la materia que enseñaran y en la circunstancia en que estuvieran. Estamos pues obligados a seguir explorando hasta identificar con una mínima puntualidad operacional lo que convierte a una persona común y corriente en un buen maestro. De no hacerlo, la futilidad de las escuelas formadoras del profesorado en todo el mundo seguirá enseñoreada de tales instituciones.

Estas notas son, pues, un reconocimiento y un homenaje para mis maestros y para todos los maestros, pero también una invitación para que todos sigamos pensando en el arte y la ciencia que nos convierte de seres comunes y corrientes en buenos educadores.

Juan Manuel Gutiíerrz Vázquez

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