viernes, 26 de febrero de 2010

Cirque du Soleil

Maurits Montañez







Teatro MGM Grand
9:30 p.m.

El misterioso ambiente del teatro en penumbras iba revelando el impresionante escenario al ritmo creciente de la música. Elevado al frente del público, una plataforma de dieciocho metros de altura flotaba en medio de la nada y se inclinaba en un ángulo casi vertical, al tiempo que giraba 360° para mostrar la galera de un barco impulsado al unísono de los remos. Se trataba del regreso de los hijos gemelos del rey.

Reunida la familia real, la ocasión era celebrada por un elegante desfile lleno de música, danza y color. De pronto, la suave y delicada armonía del acordeón y flauta fue remplazada por un épico sonido que anunciaba la inminente llegada de un ataque. A lo lejos, cuatro enormes columnas aparecieron, y con las flechas de sus custodios –los mortales arqueros– el caos llegó. Cuando nadie lo esperaba, dos flechas atravesaron los corazones del pueblo: el rey y la reina fueron asesinados.

KÁ es la historia de dos jóvenes gemelos, un príncipe y una princesa, que habían sido separados en la infancia y que ahora ignoraban si el otro aún seguía vivo. Para superar el duelo de perder a su familia, y en última instancia lograr su reencuentro, tendrán que realizar un solitario y peligroso viaje de auto-descubrimiento que los encuentra con KÁ, el fuego con el poder dual de destruir e iluminar.


El Cirque du Soleil

El Cirque du Soleil es más que un circo. Fundado en Québec, Canadá, en 1984 por el ex artista callejero Guy Laliberté, el Cirque du Soleil es una compañía dedicada a más que solo entretener. El Cirque du Soleil diseña y escenifica historias que evocan sentimientos, pensamientos y emociones, que, con frecuencia, cambian la vida de las personas. Cuando alguien presencia un espectáculo del Cirque du Soleil, no vuelve a ser el mismo.

Las acrobacias y actos imposibles, los personajes y sus expresiones corporales, la música y los efectos especiales, los escenarios y las emotivas historias que en él se desarrollan, y todos los demás componentes cognoscitivos y sensoriales involucrados en los espectáculos del Cirque du Soleil, logran sumergirnos en fantásticos y asombrosos mundos que capturan nuestra imaginación, los más atrevidos de nuestros deseos, y los más profundos de nuestros recuerdos; mundos en donde es inevitable maravillarse y soñar, divertirse y reír, conmoverse y llorar.

En el Cirque du Soleil, todos –desde los directores creativos hasta el contador y los guardias de seguridad, pasando por los artistas y equipo de mantenimiento–, comprenden que su trabajo no es entretener, sino capturar y proyectar la esencia más pura de lo que significa ser humano. Eso es el Cirque du Soleil.

LEE EL ARTICULO COMPLETO EN Ideosofía

martes, 23 de febrero de 2010

JUAN MANUEL EN LA JORNADA

Nuestro queridísimo JM escribió artículos memorables en el periodico La Jornada, Michoacán. Una colega nuestra, la Profra. Carmen Fernández me hizo el favor de enviarme la compilación. Aquí los comparto por el valor que tienen. En lo particular, el último: ¨DESCANSA GUERRERO¨ me parece impresionante por muchas razones.

JM. FOTO DE CARLOS BLANCO

Hoy sábado 16 de octubre de 2004

Especies en extinción y agonía de la palabra.

I Parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
La extinción de especies animales y vegetales en nuestro planeta constituye uno de los muchos indicadores del deterioro ambiental provocado por la irresponsabilidad histórica de los seres humanos. Aunque la desaparición de numerosas especies ha venido ocurriendo, en ocasiones de manera catastrófica, desde el origen de los seres vivos en la Tierra hace unos cuatro mil millones de años y forma parte del proceso de evolución biológica, es incuestionable que se ha acelerado desde que los humanos estamos aquí cazando y pescando irresponsablemente, dilapidando combustibles varios, contaminando suelo, agua y aire, utilizando pesticidas a diestra y siniestra, desforestando y abriendo sin planificación nuevos campos a la agricultura, consumiendo sin juicio recursos naturales, estableciendo y desarrollando desmesurados asentamientos humanos.
Las razones para la conservación de la diversidad de los seres vivos que habitan la Tierra son irrefutables y múltiples. Los primeros argumentos en los que se piensa pueden ser simplemente utilitarios, tales como la obtención de los alimentos de que seguimos tan urgidos y de los materiales de construcción y las medicinas que necesitamos y seguiremos necesitando, la polinización por insectos, el combate natural de plagas, el uso de microorganismos en la industria; pero también hay motivos ecológicos en extremo pertinentes (mantener la biosfera y por lo tanto nuestra propia vida funcionando de manera sostenible, asegurar que los procesos evolutivos tengan una base genética suficientemente rica y diversa), y fundamentaciones éticas y estéticas tan poderosas como las anteriores (heredar a nuestros descendientes el planeta que merecen, aceptar que la naturaleza tiene su vida propia y no está allí simplemente para beneficio de los seres humanos, que nosotros pertenecemos a la naturaleza y no al revés, y que la naturaleza misma ha jugado un papel fundamental en el origen y desenvolvimiento del arte, la literatura, la filosofía y la religión).
El asunto del empobrecimiento de la biosfera es real y no se reduce a que el tigre de Bengala ya no esté allí: mientras usted lee este artículo, cada día desaparece una especie animal en este mundo en que vivimos, y cuando menos 60,000 especies de plantas se encuentran en peligro de extinción y desaparecerán durante los próximos 30 años si no hacemos algo por ellas. Como buena estrella amarilla, nuestro Sol seguirá siendo fuente de luz y calor para el planeta por otros cuatro mil millones de años, pero la especie humana podría desaparecer de la faz de la Tierra en unos pocos siglos más, de seguir como vamos.
La perspectiva debería ponernos la carne de gallina, pero otras desapariciones son igualmente empobrecedoras y constituyen pérdidas irreparables. Hoy hemos conversado sobre las especies que se extinguen; mañana lo haremos sobre la agonía de la palabra.
Hoy domingo 17 de octubre de 2004

Especies en extinción y agonía de la palabra 

II y Última
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Ayer hablaba sobre la extinción de las especies; hoy lo haré sobre la agonía de la palabra. ¿Qué sucede cuando una lengua no escrita (y no registrada de otra forma, en videos y cintas magnetofónicas) es hablada solamente por tres o cuatro personas de edad avanzada? Pues simplemente que al morir estas personas, la lengua morirá con ellas.
Incluso si existe registro, dicha lengua no estará ya viva; al no ser utilizada para comunicarse, lo que alguna vez sirvió para expresar y percibir mentes y corazones, para describir seres y aconteceres, habrá quedado convertido en mero archivo; archivo muerto, que nadie consulta.
Al morir, esta lengua se ha llevado consigo una cultura, una manera de ver al mundo, un modo de concebirlo, de expresarlo y de vivirlo. Como lo escribió mi hijo Juan Cristián, en La Jornada, hace ya seis años, a propósito de la desaparición del último cantador kiliwa: con su muerte se fue el canto, se fue la voz, se fue el conocimiento... Aterrador, ¿no es así?
¿De cuántas lenguas estamos hablando? ¿Cuántas lenguas se hablan en el mundo? ¿Cuántas están en peligro de extinción? El asunto no es banal. Sin meternos en las honduras de distinguir con precisión lenguajes de dialectos, los especialistas nos dicen que en el mundo actual se hablan entre 6 mil y 7 mil lenguas, y que de ellas el 90% está en peligro de extinción. Otra vez, mientras usted lee este artículo, una lengua agoniza.
¿Por qué muere una lengua? Lo primero que se nos ocurre, como queda dicho, es que una lengua muere cuando mueren los últimos sobrevivientes que la hablaban; pero el asunto no es tan sencillo (si es que la muerte de nosotros los ancianos es un asunto sencillo), ya que pueden mediar guerras, hambrunas, enfermedades, desastres ecológicos y otras catástrofes. Las migraciones juegan un papel importante: allí a donde fueres, haz lo que vieres (es decir, aprende la lengua nueva y olvida la vieja), o bien quien hablaba la lengua y podía enseñarla se fue, ya no está allí.
La educación es un componente fundamental: si la escuela se desempeña en la lengua de la cultura hegemónica y no en la lengua materna, la lengua materna corre peligro. Lo mismo ocurre con la política y las leyes: si el poder se ejerce, el gobierno se conduce y las leyes se aplican en la lengua dominante y no en la lengua que yo hablo, mi lengua está amenazada de extinción.
La asimilación cultural y la transculturación también constituyen una amenaza para las lenguas minoritarias; algunos niños y jóvenes consideran anticuado o estorboso e incluso de mal gusto hablar la marginada lengua de sus mayores (la lengua muere entonces por una especie de suicidio, aunque eso seguramente ha sido aprendido de la cultura dominante por los jóvenes).
Y hay ignorantes instruidos en posiciones de hacer mucho daño que consideran que las lenguas minoritarias son un peligro potencial para una imaginaria y supuestamente deseable "unidad" cultural. De allí a la muerte de una lengua por asesinato no hay más que un paso. El monolingüismo es matador por naturaleza.
¿Qué podemos hacer ante tamaña desdicha? Para comenzar, fomentar la cultura de la diversidad, de la diversidad lingüística entre otras cosas. Diversidad es riqueza, es posibilidad de aprender unos de otros, de enriquecernos con lo que otros saben, sienten y piensan. Esto tenemos que verlo desde la casa y desde la escuela: la uniformidad empobrece, si todos fuésemos realmente iguales no nos quedaría nada que aprender unos de otros.
También es menester apuntalar el aprecio por las lenguas en peligro de debilitarse: hablar otra lengua es una riqueza y es cosa de prestigio para el hablante mantener viva una lengua que está en peligro. Habrá que promover el desarrollo material, intelectual, social y moral de las comunidades que hablan estas lenguas, un desarrollo genuino, que no sea postizo, que tenga raíces profundas en la comunidad.
Las comunidades deberán tener sus propias estructuras de gobierno, mismas que deberán conducirse en la lengua de la comunidad y tener toda la legitimidad necesaria ante la cultura hegemónica. La educación deberá impartirse en la lengua de la comunidad y ésta deberá contar con las instancias necesarias para que todos, independientemente de su edad, aprendan a escribir su propia lengua (una lengua que se lee y se escribe tiene mejores posibilidades de sobrevivir que una lengua que solamente se habla y se escucha).
Es igualmente deseable capacitar como maestros, instructores, facilitadores y promotores a quienes ya hablan la lengua. Y promover por todos los medios y entre todas las personas la creación y la recreación literaria, oral y escrita, en las lenguas de que se trate.
De no hacerlo así, y no lo estamos haciendo... ¿en qué país estamos, Agripina?

Hoy martes 26 de octubre de 2004

Los pobres van a votar por bush.


I PARTE
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Tanto el Partido Republicano como el Partido Demócrata están dominados en el vecino país del norte por personajes y grupos adinerados, y sus respectivas políticas en cuanto a la protección de los intereses empresariales y financieros no difieren mucho. Sin embargo, es evidente que el énfasis hiperbólico puesto en ello por la administración de George W. Bush se ha destacado de manera escalofriante, por su falta de escrúpulos.
"Ustedes saben cómo son las cosas en el mundo de las corporaciones", ha dicho el presidente a sus seguidores a manera de explicación. Y a Dios rogando y con el mazo dando, ya sea al entregar el poder a los ricos (todo su gabinete está formado por millonarios); al proteger a grandes empresarios en dificultades (por ejemplo, a propósito de la escandalosa quiebra de Enron y otras corporaciones, cuyos directivos vendieron sus propias acciones en cientos de millones de dólares sabiendo que iban a declararse pronto en bancarrota); al redistribuir el ingreso para que los que ya tienen mucho tengan todavía más (215 mil millones de dólares de disminución de impuestos para el 10% más acaudalado de la población, entre otros Bush mismo y su familia, en un país en el que el 1% más pudiente posee ya el 49% de la riqueza nacional); al repartir contratos entre amigos y socios para la "reconstrucción" de lo que ellos mismos se encargan de destruir (en Afganistán y en Iraq no solamente brutales ejercicios del poder imperial de los Estados Unidos, sino negocios redondos para los empresarios cercanos a su gobierno; tan sólo la firma Bechtel Corporation tiene contratos por 3 mil millones de dólares en Irak); en fin, la lista sería interminable.
Es claro, que la mayoría de los ricos van a votar por Bush (aunque no son muchos), y han abierto sus arcas para financiar la campaña de reelección (alrededor de 200 millones de dólares). Pero, a veces se nos olvida, al manejar esas cifras mayúsculas, que en Estados Unidos también hay pobres, que son muchos y que su voto es crucial en las elecciones.
Sabemos que hay aproximadamente 45 millones de estadunidenses sin ninguna cobertura en aspectos de salud (de los cuales 2 millones y medio perdieron seguro médico durante el primer año de la administración de Bush), 35 millones viviendo en condiciones de pobreza e inseguridad alimenticia (esto es que pasan hambre o están subalimentados), que incluso existen 7 millones de pobres entre la población económicamente activa (es decir, que son pobres a pesar de que tienen trabajo remunerado), y que entre las personas de bajos ingresos y los desempleados (más de 9 millones, de los que casi 2 millones y medio quedaron sin empleo durante los tres primeros años del gobierno norteamericano actual) se mueve una underclass o clase infrabaja que ha perdido toda expectativa de tener una vida digna.
Uno puede discutir acerca de si el triunfo de Bush en Florida, en las elecciones presidenciales de 2000, fue legítimo o no, pero es un hecho que en muchos de los lugares más pobres del país el ultraconservador "hijo de papá" ganó de manera aplastante con 80 por ciento de los votos.
¿Cómo puede ser esto?, ¿cómo puede uno votar justo por la persona y el partido que representa y protege los intereses y las fuerzas que lo tienen a uno jodido y que lo van a joder a uno todavía más?, ¿por qué, pues, sectores importantes de las clases populares votan por la derecha? 

Los pobres van a votar por bush 

II Y ÚLTIMA
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
¿Por qué, decíamos ayer, sectores importantes de las clases populares votan por la derecha? ¿Por qué los pobres van a votar por Bush? Por una parte, es obvio que estamos viviendo en un mundo en que la imagen que se proyecte cuenta más que los hechos y que los razonamientos (el Homo videns de Sartori, que pasa horas frente a la pantalla de su televisor y que ya mencionaba Fernanda Navarro en un artículo de hace unos meses en este periódico), y las campañas políticas dedican por lo tanto más tiempo y recursos a producir para el candidato la imagen que puede tener más impacto, la imagen que va a tener más aceptación y apoyo entre los votantes de acuerdo con las sofisticadas investigaciones de mercadotecnia realizadas por encargo de los dirigentes políticos.
Y bastante ayuda que los propios votantes confiesen que "no entienden de política" y que van a votar por el candidato "que les caiga mejor" (el 30% de los votantes estadunidenses han manifestado en las encuestas que la política y los asuntos de gobierno son demasiado complicados como para entenderlos).
Pero hay aspectos más siniestros, y algunos de ellos tienen que ver con lo que baby Bush llama "los valores conservadores", una especie de moralidad con la que por desgracia mucha gente se identifica, sobre todo en los grupos sociales más desprotegidos.
El primero con el que nos topamos es el ultrapatriotismo nacionalista: mi país es el más importante de la tierra, es la mejor de las naciones, pésele a quien le pese e independientemente de lo que opinen todos los demás y del daño que les haga; virtudes, creencias y derechos, tal como se entienden en mi país, son los más civilizados del mundo y deben ser reconocidos y aceptados como tales por todos los demás; nosotros tenemos siempre la razón; como México no hay dos, decimos por acá.
Agréguele a ello un desplante jactancioso y fanfarrón de vaquero tejano, pantalones de mezclilla, las inevitables botas y que el señor dice venir del rancho (¿no le suena esto conocido?) y tiene usted una muy buena receta para ser encomiado y ganar el aplauso de grupos sociales frustrados por la estrechez económica en la que viven.
Otro parecer del aspirante a la reelección en el vecino país del norte con el que se identifican muchos sectores populares (y por supuesto gran parte de la elite económicamente más poderosa) es el antifeminismo y la negación del derecho de las mujeres a hacer con su vida y con su cuerpo lo que cada una de ellas decida sin perjudicar a terceros (derecho que el varón ha ejercido sin impugnación popular y de los poderosos desde que el Homo sapiens camina sobre la tierra, hace más de cien mil años).
Bush está abiertamente contra el aborto, por ejemplo, cualquiera que haya sido la circunstancia del embarazo (incluso la violación) y las condiciones de vida de la interesada; en estos asuntos emocionalmente tan cargados y en los que intervienen prejuicios y costumbres de siglos, amén de fundamentalismos religiosos, la mayoría de los estadunidenses pobres también están de acuerdo con su presidente.
Relacionado con este asunto encontramos también el rechazo de Bush hacia la diversidad en las inclinaciones y preferencias sexuales de las personas, incluyendo las conductas sexuales alternativas (homosexualidad, lesbianismo, bisexualidad, transexualidad); desgraciadamente, muchos sectores populares (y no solamente ellos) comparten la insolente homofobia de Bush.
Y el propio fundamentalismo religioso del presidente es otra de sus cartas fuertes: la recitación dócil y mecánica y por tanto la creencia literal en cuanto afirma la Biblia, no solamente en su lectura comprensiva como una suma o a la comunión con los valores del evangelio en general, sino en todo lo que las sagradas escrituras dicen específica y textualmente, incluso en aspectos históricos y científicos que cualquiera pensaría que caen más justamente dentro del campo de la historia y de la ciencia que de la religión. Pero el 46% de los votantes estadunidenses se identifican vehementemente con la posición religiosa de Bush, sobre todo entre los desheredados.
El culto por la imagen, la identificación con ella aunque haya sido construida artificialmente con miras electorales, el ultrapatriotismo, el antifeminismo y la condenación irrestricta del aborto, la homofobia y el fundamentalismo religioso: siete asuntos profundamente arraigados en nuestra vida de todos los días que por lo general se abordan dentro de una perspectiva poco racional, llena de prejuicios y desconocimiento, turbada por emociones exaltadas, pero que Bush y su séquito de millonarios han venido manejando de manera tan hábil como aviesa. Y allí los tendremos: los pobres votando por los ricos. ¿Y por casa cómo andamos? Bueno, diríamos que cuando menos en México no hay reelección, aunque la derecha está allí, tomándote el pelo y cultivando tu voto.
Hoy lunes 8 de noviembre de 2004

Educación superior y fuerzas del mercado 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Son muchos los factores que deben tomarse en cuenta en la planificación de la Educación Superior, entre otros el avance y desarrollo de las diferentes disciplinas y campos del conocimiento y quehacer humanos, las tendencias y necesidades nacionales e internacionales pertinentes, la redefinición de los campos profesionales, el desarrollo de las normas y leyes en vigor y el mercado de trabajo.
Ninguno de estos aspectos es suficiente para hacer una planificación realista, oportuna y plausible y ninguno de ellos nos dirá por sí mismo lo que tenemos que hacer. Todo habrá que considerarlo críticamente, con creatividad, visión y bien asentados en nuestro juicio, experiencia y criterio de educadores. Uncir la Educación Superior a los supuestos dictados del mercado de trabajo, por ejemplo, resultaría suicida: el mercado habrá cambiado para cuando comencemos a producir los primeros egresados, importantes centros de trabajo se habrán mudado de lugar e incluso de país, nuevas tecnologías habrán sido generadas o importadas.
Recientemente comienza a consolidarse otra tendencia en los sistemas de Educación Superior de diversos países, con distintas manifestaciones en sociedades postindustriales y en naciones tercermundistas: planificar la educación superior (o dejarla al garete, que es la idea de planificación que parecen tener algunos funcionarios), de acuerdo con la demanda de ingreso de los estudiantes. Éstas, también son fuerzas del mercado, aunque por lo general los estudiantes aborrezcan el neoliberalismo. Como los magros, pero indispensables fondos gubernamentales dependen en muchos países del número de estudiantes inscritos, el corolario es simple: si la demanda de ingreso a tales o cuales carreras baja de manera crítica, las tales carreras y los departamentos, escuelas o facultades en donde se estudian, simplemente se cierran.
Para citar un ejemplo concreto, solamente en Inglaterra se han cerrado 30 por ciento de los departamentos de física de nivel universitario en los últimos 10 años, y ahora comienzan a cerrarse los de química, también por la disminución de la demanda de ingreso. Con ello, la capacidad de investigación y desarrollo en física y química está disminuyendo de manera sensible en las universidades, por lo tanto en el país y las industrias afectadas han externado su preocupación ante la posibilidad de tener que reclutar al personal respectivo en el extranjero, (quizá algunas personas consideren esto parte del proceso globalizador y, por lo tanto, saludable).
Por el contrario, en otros casos, sobre todo en países como el nuestro, la presión estudiantil demanda inscripciones en carreras que están sobresaturadas de profesionistas en ejercicio desde hace años; a ciencia y paciencia de todos, las universidades abren los lugares demandados deteriorando de manera sensible el servicio educativo que ofrecen.
Lo que aterra es la miopía de algunos funcionarios que simplemente consideran, que lo que una institución de Educación Superior enseña, siempre está cambiando bajo los embates de la marea de la oferta y la demanda, que unos cursos son más populares que otros y unas carreras vienen y otras se van, que las universidades deben responder diligentemente las demandas de ingreso de los estudiantes, que si la investigación y desarrollo institucionales y aún nacionales se ve afectada al cerrar tales o cuales departamentos o escuelas, las labores respectivas pueden ser tomadas por otras instituciones en otras regiones y países e incluso, por industrias y compañías privadas.
Y no deja de chocar que la toma de decisiones en estos asuntos se transfiera, para todo efecto práctico del juicio crítico y la necesaria sabiduría de la academia y del claustro universitarios a la demanda de ingreso de los estudiantes, esto es, a las fuerzas del mercado, a las que no quiero calificar de ciegas, pero que evidentemente son menos ilustradas. Universidad no es mercadotecnia, por mucho que se empeñen en demostrar lo contrario algunas instituciones de Educación Superior privadas.
Por supuesto, que una universidad no puede concretarse a ofrecer cursos que nadie quiera tomar o carreras que nadie quiera cursar, así como tampoco a impartir solamente las carreras más demandadas. Como lugares por excelencia en los que el conocimiento florece, las instituciones de educación superior tienen la obligación de ver anticipadamente, por dónde tienen que ir; están obligadas a construir una perspectiva en la que se sepan los campos y disciplinas que deben ser cultivados para que se siga siendo una universidad fuerte y sana; requieren mantener vigentes ciencias, artes, métodos y doctrinas indispensables no solamente para el desarrollo material o económico de la sociedad, sino para su salud intelectual, moral y cultural, que a menudo no se considera y que es tan importante como la otra.
En este sentido, la universidad tiene una gran responsabilidad como centinela y guardián de la lozanía del saber y del saber hacer de la sociedad de la que forma parte, y no puede ceñirse mecánicamente a las presiones ejercidas por la demanda de ingreso o por el mercado de trabajo.
La universidad debe señalar rumbos, no acatar pasivamente los que le marquen. 


Hoy domingo 21 de noviembre de 2004

PRIMERA PARTE

Anhelo y aprendizaje

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ
Escuelas y aulas son por lo general lugares conservadores, y en ellas la enseñanza es igualmente una actividad que tiende a hacer lo mismo que viene haciendo desde siempre: los maestros hablan y los alumnos escuchan, aquéllos ordenan y éstos obedecen, los primeros dictan y los segundos escriben.
Aulas y escuelas imaginan (en el mejor de los casos) que su misión es la transferencia de la herencia cultural de la humanidad a las nuevas generaciones, aunque casi de paso se propongan, quizá no abiertamente, la reproducción de la injusticia social y del status quo y la diseminación de los valores vigentes o hegemónicos.
La generalidad de los docentes tienden a preferir las maneras familiares de hacer las cosas, a aceptar nuevas ideas y procedimientos solamente cuando encajan bien en lo establecido y a sentirse más seguros en territorios que conocen bien.
Cuando digo escuela y aula me estoy refiriendo a la educación formal en general, del jardín de niños a la universidad, incluyendo postgrados y todo. Entonces no debe sorprendernos el corroborar, una y otra vez, el énfasis que pone la educación escolarizada de todos los niveles en la llamada transmisión de conocimientos a pesar de que hace tiempo sabemos que los conocimientos no se transmiten, y que quien desea aprenderlos tiene, en primer lugar, que desearlo realmente, yo diría fervientemente, y en segundo lugar debe analizar con perspicacia lo que se le presenta, descomponerlo con la incisividad del bisturí de su juicio y su criterio personales, reconstruir e incorporar laboriosamente en sus propias estructuras y quehaceres mentales todo lo que se ha propuesto aprender.
De manera que el que no quiere, por supuesto que no puede, y los maestros deberíamos saber que lo primero que tenemos que hacer al trabajar con nuestros alumnos y estudiantes es lograr en ellos ese afán, ese deseo, esa pasión que es el querer aprender. Lo primero es lo afectivo, lo cognitivo viene después; esto no se da sin aquello y bien sabemos que a fuerza ni los zapatos entran.
Es un comentario generalizado entre los adultos que nuestras niñas y niños son cada vez más inteligentes, y que los chicos de ahora son más listos y perspicaces de lo que fuimos nosotros cuando teníamos su edad, lo cual es generalmente cierto. A nadie sorprende que, gracias a una alimentación más razonable y balanceada y a sistemas sociales de salud más eficaces, la estatura media de los ciudadanos de diversos países ha subido en varios centímetros en los últimos cien años.
Pues si a eso agregamos que quizás, al disminuir la cantidad de hijos por familia, nuestras niñas y niños reciben una mejor atención de sus padres, amén de una estimulación más rica y diversa del medio social en que se mueven, tampoco debería sorprendernos que los chicos de ahora no solamente logren mayor estatura, sino que sean más inteligentes que los de antes.
Esto incluso está documentado por estudios del coeficiente intelectual (lo que eso quiera decir no lo voy a discutir ahora) que se realizan sistemáticamente en diferentes lugares del mundo desde hace unos 70 años: el IQ de la población infantil en los países postindustriales aumenta cada decenio en alrededor de tres puntos, lo cual no tendría por qué no estar ocurriendo cuando menos en algunos sectores sociales de los países en vías de desarrollo.
Pero tanto la escuela como la familia parecen estar desperdiciando esta oportunidad, al seguir insistiendo en que lo que nuestros hijos y nuestros alumnos deben hacer es esforzarse por adquirir conocimientos, como si éstos fueran una mercancía que pasara de unas manos a otras (o de unas mentes a otras).
Por supuesto que el aprendizaje visto como desarrollo y reconstrucción del conocimiento es muy importante: saber, saber por qué, saber para qué, saber hacer y saber cuándo hacerlo es fundamental en la vida, no solamente en nuestro trabajo.
Pero otras cosas que también debemos aprender y apuntalar son igualmente valiosas: el deseo infatigable de aprender, la tenacidad y la perseverancia, la curiosidad, el gusto y satisfacción por hacer las cosas bien, el respeto por las evidencias y por el pensamiento de los demás. Y todas ellas tienen un componente afectivo primordial. 

Hoy lunes 22 de noviembre de 2004

ÚLTIMA PARTE

Anhelo y aprendizaje

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ
Decía ayer que el aprendizaje tiene componentes cognitivos y afectivos esenciales, y que por lo general la escuela tiende a privilegiar los primeros en detrimento de los segundos (en el mejor de los casos, pues no es infrecuente que ambos aspectos se encuentren lamentablemente atendidos). Saber algo, saber el porqué de lo que sé, saber su para qué, saber hacer y saber el cuándo hacerlo y el cuándo no, es muy importante, y aprender todo ello implica procesos evidentemente cognitivos.
Pero el deseo de aprender, la tenacidad y la perseverancia que despleguemos durante el aprendizaje (esto es, toda la vida), la curiosidad insaciable, el placer y la satisfacción de hacer las cosas bien hechas, la consideración de que todas las evidencias y pruebas estén a favor o en contra de lo que pensamos (lo cual nos obliga a modificar nuestro pensamiento), el gozo ante un logro auténtico y el respeto por los logros ajenos y por el pensamiento de los demás, son todos ellos componentes inalienables del aprendizaje y caen más dentro de lo emocional que en lo intelectual, aunque lo uno afecte lo otro y aún lo determine.
De manera que el sentir tiene mucho que ver con el conocer y no es posible pintar una raya entre lo afectivo y lo cognitivo, entre lo que se siente y lo que se sabe: nuestros sentimientos nos hacen aprender o no aprender, favorecen o entorpecen el aprendizaje, así como nuestro conocimiento afecta lo que sentimos.
En todo caso es claro que nuestra competencia, nuestro talento para aprender, depende tanto de nuestra inteligencia como de nuestra motivación, y que al decir ayer que tanto la escuela como la familia están desperdiciando la oportunidad de tener hijos y estudiantes cada vez más inteligentes, me refería a que los niveles de motivación han ido descendiendo en lo general de manera notable: nuestros chicos podrían aprender, ahora más que nunca, pero no quieren.
La falta de motivación en nuestras muchachas y muchachos es responsabilidad tanto de la familia como de la escuela, y de la sociedad en un sentido más amplio. En casa los presionamos, en ocasiones de manera irreflexiva y contraproducente, para que logren buenos resultados en la escuela y en la universidad, a la vez que les ofrecemos muy malos ejemplos al interesarnos nosotros mismos más por los bienes materiales que por los dones intelectuales, culturales y morales; muchachos y muchachas ven que sus propios padres, sus maestros y funcionarios de toda laya, decimos una cosa pero hacemos otra, como el cura de Jalatlaco, que predica pero no practica; en las aulas los atosigamos con la memorización de datos e informaciones irrelevantes o en todo caso carentes de sentido, olvidando actitudes, valores y competencias culturales y profesionales básicas; la sociedad derrama bienes y reconocimientos entre negociantes poco escrupulosos, políticos con fuerte olor a podrido, farandulescas estrellitas del momento y atletas futboleros que parecen tener más talento en los pies que en la cabeza.
¿Qué podríamos hacer para incrementar la motivación en nuestra niñez y nuestra juventud? En casa, padre y madre deberíamos ser buenos ejemplos de los valores que intentamos promover en nuestros hijos; deberíamos estimular, promover, apoyar y proveer de los medios necesarios en lugar de limitarnos a exigir y presionar.
¿Cómo queremos que nuestros hijos sean buenos lectores si nunca ven a sus padres con un buen libro en las manos?
En el aula deberíamos balancear conocimientos significativos con competencias, actitudes y valores relevantes, todo lo cual se aprende haciendo, no escuchando (y comprobando que el maestro mismo y la institución educativa practican lo que predican, y no que dicen una cosa pero hacen otra); deberíamos ser más selectivos y tratar de enseñar menos, pero de mejor manera y con mayor profundidad (es sencillamente idiota estar enseñando cosas que sabemos que nuestros alumnos no van a aprender o que pronto van a olvidar), y también sería deseable ajustar cuidadosa y oportunamente el nivel de exigencia con nuestros alumnos (les exijo porque los amo, decía Makarenko a sus estudiantes), pues está bien demostrado que nuestros estudiantes se aburren ante el deplorable nivel de lo que hacemos sus profesores.
Y en la sociedad... bueno, pues en la sociedad es muchísimo lo que resta por hacer para que ofrezca a nuestra juventud buenos ejemplos de lo que es deseable y posible. Pero esa es otra historia y será narrada en otro momento.

Hoy sábado 27 de noviembre de 2004


De música, política y educación 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ
PRIMERA PARTE
Al finalizar el concierto me decidí a pasear algunos minutos por el parque vecino, para orear un poco piensos y pasiones: tan intensa había sido, como siempre, la experiencia de escuchar música viva bien ejecutada. Encontrarse en un concierto es una ocasión única, que nunca se vuelve a dar. Oír una buena grabación, como ver una buena película, lo puedo hacer cuantas veces quiera: el disco y la película siempre estarán allí; pero arrebatarse y gozar con una obra en el teatro o con la música de un concierto, es irrepetible; nunca habrá dos representaciones o dos ejecuciones iguales.
Aparte del gozo despejado e infinito, que no termina al acabar la audición y por supuesto del genio de los compositores respectivos, muchísimas son las lecciones que nos deja un buen concierto. El director ha compartido con los ejecutantes y con el público su visión de las obras, su manera de entenderlas y sentirlas, y sobre todo su manera de expresarlas, de darles vida, de comunicarlas; en todo ello entran no solamente razones del corazón, sino aspectos conceptuales, filosóficos, históricos y técnicos, sí señor, técnicos (para todos aquellos que se arrugan apenas oyen la palabra), de gran complejidad. Pero, el director también ha percibido las concepciones, la mirada, la alucinación y las potencialidades de cada uno de los miembros de la orquesta, ha asimilado todas ellas y las ha incorporado con discernimiento a su propio ensueño compartido.
Cada uno de los instrumentistas posee y es capaz de poner en juego talentos y competencias varios, no solamente en cuanto a que ejecutan diferentes partes y tocan diferentes instrumentos, sino a que son personas, son individuos sensibles, y por lo tanto se desempeñan en la vida con una pluralidad de sentidos, con percepciones diversas. El director ha concertado todo ello para que la obra ejecutada se desarrolle dentro de una comprensión sólida, consistente, bien estructurada, sin grietas ni huecos ni lagunas.
Para ello, es necesario que la relación entre el director y la orquesta se establezca y madure con el tiempo. Nunca se va a lograr un resultado de calidad comparable, cuando una orquesta toca con su titular, que cuando lo hace con un director invitado, aunque ambas cosas sean necesarias para el buen desarrollo del conjunto.
Otro resultado de una relación sostenida es que la orquesta va consolidando su propio sonido. Afortunadamente estamos presenciando una vuelta a los tiempos en que una gran orquesta se distinguía de otra y podía ser reconocida por la manera en que sonaba.
A mediados del siglo pasado uno sabía al cabo de unos cuantos compases, si se trataba de la orquesta de la Ópera de Budapest, dirigida por Klemperer poco después de la guerra; la de Praga, por Talich; la Hallé de Manchester, con Barbirolli; la Filarmónica de Leningrado, con Mravisnky; la Sinfónica de Pittsburg, con Reiner; la de la NBC, con Toscanini; la de Filadelfia, con Stokowski o la de Boston, con Koussevitsky, por mencionar unas cuantas.
Todas tenían un sonido que les era característico. Esto se perdió bastante en los setenta y ochenta, cuando a las compañías más poderosas en el mercado de la música grabada, de manera artificial y de acuerdo con sus propios intereses, les dio por establecer como estándares las grabaciones de Von Karajan (él mismo un gran director y buen vendedor), al frente de la Filarmónica de Berlín.
La manera en que sonaban las orquestas comenzó a tender hacia una perniciosa homogeneidad, que afortunadamente, como llevo dicho, se ha venido revirtiendo; lo cual requiere, como también se dijo, de una relación de largo alcance entre director y ejecutantes.
El director de orquesta es un líder: organiza, encauza, orienta, señala, coordina, corrige, forma, conduce. Para poder decir, sin embargo, primero tiene que escuchar, desde su posición de persona versada y competente, pero primero tiene que dar oídos; tiene que sentir a sus músicos. Y el diálogo tiene que permanecer, creativo y enriquecedor para todos.
No resisto la tentación de extrapolar estas cualidades y competencias a las de un líder en otras avenidas del quehacer humano, ya sea el coordinador de un grupo de trabajo, un jefe de departamento, un director de escuela, un rector universitario, un dirigente gremial, un funcionario subalterno, un gobernador o un Presidente de la República. Pero sobre esto hablaremos mañana.
Hoy domingo 28 de noviembre de 2004

SEGUNDA Y ÚLTIMA PARTE 

De música, política y educación 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ
Un líder es (o debe ser) una persona de experiencia, que conoce y entiende la realidad, que tiene una visión de ella, que sabe a dónde quiere llegar y cómo llegar hasta allí, pero que comparte todo esto no sólo con sus colaboradores más cercanos, sino con las personas que de una manera u otra resultarían afectadas por sus acciones.
Para todo ello tiene que escuchar y asimilar con discernimiento lo que oye, pues no se trata sólo de compartir lo que se piensa, sino de aprender de la experiencia de los demás. Un buen líder es capaz de comunicarse (y ojo, no solamente de dialogar, pues la comunicación va más allá e implica la modificación de los dialogantes) y de establecer consensos en virtud de los cuales todos saben qué hacer, cómo hacerlo, para qué hacerlo, por qué hacerlo y cuándo hacerlo.
El líder sabe que hoy es demasiado pronto para hacer esto, pero mañana es demasiado tarde para hacer esto otro. Conoce las potencialidades de quienes van a intervenir (no solamente las de sus colaboradores) y genera actividades para todos en función de las competencias de cada uno. Integra el desempeño de los participantes, incluso el de aquellos que no comparten totalmente su visión, para producir el resultado deseado.
Y es capaz, con todo ello, de generar resultados de significación que son apreciados favorablemente por quienes ven que su vida ha sido modificada favorablemente por esos resultados.
De muchas maneras, el educador, el maestro es también un líder. Tiene a su cargo un grupo, una escuela, una institución más amplia, incluso poblaciones mucho más vastas cuando produce obras y materiales educativos o genera proyectos que incidirán en dilatados sectores de participantes.
Su quehacer incurrirá en la vida y milagros de sus alumnos y colegas, de las familias respectivas, de la comunidad, quizá de la sociedad entera. Para lograrlo de manera positiva, como el director de orquesta, el maestro cuenta con su sólida formación, con su experiencia crítica, con la agudeza de su pensamiento y la firmeza de sus convicciones educativas, y con su principal pasión, que es su propio trabajo. Por eso nos llamamos profesores, porque profesamos.
El profesionalismo y la creatividad del educador le permiten buscar y encontrar caminos nuevos, y nunca se limita a ser un estrecho y diligente seguidor de instrucciones, circulares, planes, programas o libros elaborados por otros.
El educador forma para la diversidad, no para la homogeneidad; como el director de orquesta, el educador sabe que no hay dos grupos que "suenen" igual, que no hay dos alumnos en el mundo que hayan "sonado" igual, ni siquiera dos hermanos gemelos, a quienes su historia de vida, por corta que haya sido, los ha convertido en dos personas diferentes.
El verdadero educador conoce bien a sus pupilos, gracias a que los escucha antes de hablar él y de todos ellos aprovecha lo mejor, para organizar y encauzar una comunidad de aprendizaje eficaz, en la que todos aprenden unos de otros y en la que se genera una visión rica, diversa y ancha de lo que es la vida.
Muchas cosas se aprenden cuando asistimos a un buen concierto, no me cabe la menor duda. Ojalá que los políticos, los directivos y los maestros fuesen más seguido a los conciertos. Algo podrían aprender haciéndolo.
Los minutos de mi paseo por el parque fueron cayendo unos sobre otros, se fueron sumando hasta perderse en la noche. 

Hoy miércoles 27 de octubre de 2004

Hoy martes 14 de diciembre de 2004

¿Piensan los animales? 

I Parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ
Mucho debaten los especialistas, y también lo hacemos nosotros las gentes comunes y corrientes, sobre si los animales son capaces de pensar o no.
Muchos se conforman con la propuesta de que la capacidad de razonamiento le ha sido otorgada solamente al hombre (como nos denominan los textos tradicionales, aunque es mejor hablar de los seres humanos para incluir explícitamente a ambos géneros); pero legos observadores y personas de saber, en sus laboratorios y en la vida diaria, no pueden menos de atisbar momentos, acciones y reacciones, que muestran a las claras que tal o cual animal está pensando, toma una decisión, y actúa consecuentemente.
Es claro que no nos estamos refiriendo a las reacciones automáticas que se dan en animales a los que nos seguimos refiriendo como "inferiores" (protozoarios, esponjas y medusas, gusanos varios, artrópodos, moluscos, erizos, en fin), y para tal caso a las plantas, que reaccionan ante la luz, la gravedad, el contacto y diversas sustancias químicas.
Pero cuando hablamos de los vertebrados, y sobre todo de algunos mamíferos (ratas y ratones, conejos y ardillas, perros y gatos, vacas y caballos, delfines, gorilas, orangutanes y chimpancés, y los parientes de todos ellos), la capacidad para pensar, para aprender propositivamente e incluso para enseñar con éxito a las crías es, en diversos grados y por decir lo menos, evidente.
Lo más probable es que un perro callejero (o para el caso da igual un perro que tenga hogar y cuidados) no maneje el concepto de número.
Pero si en sus andanzas se viene a topar con un congénere de pocas pulgas y talla similar, lo enfrenta; si son dos o tres, probablemente se decida a hacer lo mismo; pero si son ocho o diez, en verdad que si no es un perro bruto rehuirá el certamen. ¿Lo pensó y lo decidió el perro o su respuesta fue automática? ¿Qué piensa usted de ello, lector amable?
Algún psicólogo de renombre dijo hace poco que los animales no son capaces de pensar, o cuando menos de pensar como nosotros lo hacemos. Pero, ¿por qué tendría un tlacuache o un gorila que pensar como nosotros? Para cualquiera debería estar claro que un tlacuache piensa como tlacuache y un gorila como gorila. Bastante malo es ya que algunos seres humanos, incluso en posiciones de muy alta responsabilidad, piensen como caninos o, peor aún, como póngidos.
Hace unas semanas, Juan, un oso sudamericano mantenido en cautiverio en el Zoológico de Berlín, después de cavilar mucho, decidió que su vida de recluso ya lo tenía hasta la madre. Se las ingenió para ir arrastrando hacia la cerca un tronco de árbol que se encontraba próximo a él, lo acomodó para que quedara bien recargado en ella, formando un plano inclinado (una de las máquinas simples que, junto con la palanca, la cuña, el tornillo y la polea, habrá usted estudiado en la secundaria).
Subió por él con cuidado, y pronto se vio caminando libremente por una de las avenidas del establecimiento, ante el susto respetuoso de los presentes. Juan se dirigió a un área de juegos infantiles vecina, se deslizó varias veces por la resbaladilla (otro plano inclinado que muy probablemente había ya visto desde su encierro) y dio varias vueltas en un tiovivo, encaminándose después hacia una bicicleta (colocada allí por un diligente empleado del Zoológico en un intento por atraer su curiosidad, quizá sabedor de cómo llamaban la atención de Juan los juguetes mecánicos), cuyos engranes y cadenas procedió el oso a examinar con atención. Y en eso estaba embebido el pobre cuando un dardo cargado de narcóticos puso fin a su aventura.
El interés de Juan por dispositivos hechos por los humanos es evidente, aunque es posible que Juan mismo no piense como lo hacemos nosotros.
Y qué bueno, porque si los osos pensaran como los hombres (y aquí sí pongo los hombres), ya habrían construido zoológicos para encerrarnos a nosotros y poder observarnos a su antojo.
Vamos a dejarlo aquí para continuar mañana, pero confío en que el apercibido lector seguirá pensando en la cuestión.
Hoy miércoles 15 de diciembre de 2004

¿Piensan los animales?

Última Parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ
Una cosa que se viene a la cabeza con las consideraciones hechas ayer, con respecto del pensamiento en los animales, es cómo es entonces que pensamos los humanos. En lenguaje coloquial llamamos pensamiento a muchas cosas, desde el recordar a una persona, una imagen, un objeto o una experiencia anterior (estaba yo pensando en ti, decimos), hasta una serie compleja de razonamientos que nos permiten llegar a una conclusión, resolver un problema o tomar una decisión.
El aprendizaje cae más dentro del razonamiento que del recuerdo, ya que implica la construcción de conocimientos, el dominio de los procedimientos y el desarrollo de competencias, actitudes y valores. Durante el proceso de aprendizaje razonamos, llegamos a conclusiones, resolvemos problemas y tomamos decisiones. Si no lo hacemos, no aprendemos.
Los humanos, por lo general reflexionamos y nos movemos de acuerdo con las metas que nos hemos trazado, con lo que nos proponemos lograr, ya sea en el terreno intelectual o del conocimiento y las habilidades especulativas, en el afectivo o de los sentimientos y las disposiciones e intenciones, en la esfera social o de nuestro trato con los demás, en lo moral o de los valores que dan cimiento a todo lo que hacemos y en los aspectos materiales en cuanto al bienestar que queramos conseguir para nosotros, nuestra familia, nuestros semejantes y el medio en el cual vivimos.
Por esto es que el razonar es siempre propositivo, contempla una finalidad, es intencional, y cuando es exitoso nos permite llegar a conclusiones que utilizaremos para resolver los problemas que enfrentamos en cualquiera de los terrenos mencionados y tomar las decisiones que sea menester para actuar en consecuencia. A menudo el razonamiento toma la estructura de una red o trama muy compleja en la que las conclusiones parciales sirven de base para llegar eventualmente a conclusiones más comprehensivas con las cuales resolver problemas intricados o tomar decisiones de mayor fuste. Pero, de todas maneras hay idas, venidas, atajos, interconexiones, falsos contactos y rompimientos, aciertos, errores, avances y retrocesos, certidumbres y reconsideraciones.
Para que el producto de nuestro razonamiento tenga la bondad que le pedimos es indispensable fundamentarlo en conocimientos que se correspondan tanto como sea posible con la realidad: si las premisas son buenas, por lo general las conclusiones son buenas. Es más que difícil razonar eficazmente desde la ignorancia y quizá se deba a esto que el razonamiento en los animales sea muy rudimentario. Y por esto, también debe insistirse en que el papel de la familia, de la escuela y de la sociedad es crucial en asuntos del razonamiento, porque para poder razonar cabalmente es mucho lo que tenemos que aprender, entre otras cosas las maneras de seguir aprendiendo por nosotros mismos a lo largo de toda la vida.
Nuestro cerebro razona como nuestros pulmones respiran o el estómago digiere las proteínas; el pensamiento es su principal función natural. Pero, aunque el asiento material del pensar sea el cerebro, nuestra mente no es el cerebro, éste es sólo su sostén. El cerebro es algo material, ya está allí, nacemos con él, y se desarrolla con nosotros a condición de que llevemos una vida sana. Por otra parte, nuestra mente es lo que sabemos, los razonamientos que somos capaces de elaborar con base en nuestros saberes y las conclusiones a las que nuestra sabiduría nos permita llegar.
Para desarrollar la mente tenemos que ejercitarla mucho, pensar siempre bien y a fondo, razonar acuciosamente, nutrirla con conocimientos derivados de buenas y bien vividas experiencias, de buenas lecturas y de buenas interacciones con personas y obras de calidad. El rodearnos de superficialidades nos hace superficiales, eso no es ninguna novedad: interactuar con idioteces nos idiotiza.
Sin razonar bien, no podemos aprender, criticar, analizar, juzgar, inferir, evaluar, mejorar lo que hacemos, o aplicar lo que sabemos; razonamos necesariamente cuando interactuamos con los demás y con el medio natural, cuando descubrimos algo que no sabíamos, cuando imaginamos algo, cuando diseñamos una nueva manera de hacer las cosas o una cosa que necesitamos y que no existe, cuando creamos algo, cuando ejecutamos una obra buena y bien hecha, algo que no estaba antes de hacerla nosotros, cuando leemos un buen libro, cuando escuchamos buena música, cuando admiramos un buen cuadro. Necesitamos razonar bien, como necesitamos respirar bien o digerir bien las proteínas.
Reconocer que los animales piensan, aunque de manera un tanto primitiva, es importante; pero es trascendental que nosotros no pensemos como animales.
Hoy jueves 23 de diciembre de 2004

Información, conocimiento, sabiduría y comunicación

PRIMERA PARTE
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Se afirma que estamos en la era del conocimiento y de la información, gracias tanto al avance vertiginoso de las ciencias y otras disciplinas y campos, que producen nuevos conocimientos, como de la tecnología, que también produce nuevos conocimientos y permite además la diseminación del conocimiento producido.
Gracias a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, cualquier cantidad de cifras, mensajes, avisos y noticias pueden ser transmitidos de un lugar a otro en fracciones de segundo (eso si no le informan a usted, después de un tiempo más que razonable de estar formado en la cola del banco, que "se cayó el sistema" y debe seguir esperando o volver más tarde).
Lo que nadie podría afirmar, a pesar de todo ello, es que estamos en la era de la sabiduría, pues esto es cosa muy distinta. Información, conocimiento, sabiduría, comunicación...
Quizá valdría la pena detenernos un poco para reflexionar sobre estos cuatro vocablos, que representan nociones y conceptos distintos.
La información está constituida básicamente por datos, expresiones frecuentemente numéricas o cuantitativas, hechos reales o supuestos, índices que nos señalan modificaciones en los procesos o eventos que ocurren a nuestro alrededor, noticias y descripciones sucintas o no de lo que sucede en nuestro país, en el mundo o en el universo.
Pero la información no necesariamente constituye conocimiento. Para que éste lo sea debe cumplir con los criterios de verdad (esto es, corresponderse razonablemente con la realidad de acuerdo con el avance del conocimiento mismo en el momento de que se trate), de evidencia (esto es que debo tener suficientes pruebas y evidencias comprobables de dicha correspondencia) y de convencimiento o creencia (esto es que, cumplidos los dos criterios anteriores, debo estar convencido de que tal conocimiento es válido por lo menos en el momento que se considere, dado que el conocimiento avanza y por lo tanto va cambiando).
Muchas personas, entre ellos no pocos de nuestros estudiantes y estudiosos, nos presentan como conocimientos las informaciones que "acaban de bajar de internet", cuando a nadie le consta ni la veracidad ni las evidencias que sostengan lo que afirma el documento de marras. Insisto, pues, en que información no conlleva necesariamente conocimiento y que para saber no basta con creer.
Y menos aún la información es sabiduría, ya que son personas sabias quienes actúan sabiamente, esto es, que toman las decisiones correctas y actúan en consecuencia. Sabiduría implica cordura, sensatez, buen juicio, prudencia, cultura, maestría, educación, experiencia, pericia, dominio de sí mismo.
Distinguimos a una persona sabia de una que no lo es por lo que hace, por como se comporta, por como vive su vida, por como se desempeña en su trabajo, y no solamente por lo que dice.
Un erudito no es necesariamente un sabio, y todos conocemos ignorantes ilustrados y doctores necios, por un lado, y campesinos analfabetas que conducen su vida con sabiduría.
Ejemplos dramáticos de lo que llevo dicho serían el señor Bush o nuestro pequeño Fox, de quienes no dudo que estén bien informados, aunque es evidente que son personas de magros conocimientos, como ellos mismos se empeñan en demostrar, y de los que nadie en su sano juicio podría afirmar que son hombres sabios.
Consideremos ahora el concepto de comunicación y algunas de sus implicaciones. Para muchas personas el asunto se reduce a compartir información, de manera que se dice que cuando una persona (o para ello un soporte cualquiera, esto es un libro, un documento, un diskette, un CD, un video, un disco duro de computadora, una cinta magnetofónica, una película, etc) que posee determinada información la pone en un mensaje, la envía, y el tal mensaje es recibido por el receptor o destinatario, la comunicación ha sido establecida.
Esto es que bastaría que yo leyera un libro o una carta, que escuchara un aviso en la radio o lo viera y oyera en la televisión, que diera oídos a un recado telefónico o que "bajara" un correo electrónico para poder afirmar que se ha establecido comunicación entre quienes generaron el mensaje y el de la voz.
Podemos ubicarnos en un terreno más sofisticado y agregar que no solamente debo recibir la información, sino que debo incorporarla a la colección o suma de informaciones que poseo, y que es muy deseable que la registre, clasifique y almacene de manera conveniente para una ágil recuperación ulterior.
Pero, ¿es realmente así? Si al lector le interesa el asunto, podríamos seguir en comunicación mañana.

Hoy viernes 24 de diciembre de 2004

Información, conocimiento, sabiduría y comunicación 

ULTIMA PARTE
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
La noción de comunicación considerada ayer, en el sentido de simple envío y recepción de información, se ha seguido enriqueciendo. Ahora se considera que para que haya verdadera comunicación ésta debe darse en dos sentidos y no solamente del emisor al receptor.
Si el receptor no emite respuesta alguna, nunca podremos saber si hubo comunicación o no, de manera que en respuesta a la información recibida, el receptor debe convertirse en emisor, responder con la información que considere adecuada y enviarla al emisor original, que ahora queda convertido en receptor.
Esto, se dice, es evidencia de que ha habido comunicación entre ambos. Pero yo me permito invitar al lector a considerar la situación siguiente: dos personas dialogan animadamente pero ninguna de las dos modifica un ápice sus puntos de vista; es más, los argumentos que una y otra esgrimen son calificados de irrelevantes por el interlocutor respectivo y, en efecto, parece ser así, ya que cuando uno afirma que ya es tarde y comienza a hacer frío, el otro contesta diciendo que por su parte no encuentra ninguna diferencia entre un mapache y el binomio de Newton; el típico diálogo de sordos, que tan frecuentemente escuchamos en las cámaras de diputados, en las mesas de negociación entre funcionarios gubernamentales y líderes gremiales y en las alegatas de amantes desavenidos.
¿Se está estableciendo una verdadera comunicación en estos casos? ¿Bastará el flujo de mensajes en uno y otro sentido para afirmar que existe comunicación? Parece claro que no, pues para que haya comunicación sería indispensable que las percepciones y el entendimiento de los dialogantes se fuera desarrollando, se fuera enriqueciendo de manera progresiva, de tal modo que eventualmente, en un plazo razonable, se llegase, si no a un acuerdo, cuando menos a un consenso para resolver la cuestión de que se trate. Esto es, que la comunicación implica necesariamente modificación, cambio, desenvolvimiento de los dialogantes, y no simplemente que se hablen el uno al otro como pericos.
La comunicación, entonces, implica modificación y no solamente el intercambio de información. Incluso llega a afirmarse que la modificación debe darse en el sentido deseado, y esto confirma para la comunicación su naturaleza propositiva, es decir, que nos comunicamos para algo, nos comunicamos porque nos proponemos algo, porque queremos lograr o llegar a algo.
Por eso decimos ahora que la comunicación involucra necesariamente el establecimiento de una especie de red o trama funcional o de comportamiento entre partes, órganos, organismos, personas, comunidades o sistemas informáticos, establecimiento que necesariamente involucra el intercambio de información, pero durante el cual los participantes modifican su comportamiento y son capaces de dar nuevas respuestas que implican discriminación y discernimiento.
De manera que hay buena comunicación cuando nuestra mano se retira al recibir un estímulo doloroso aún antes de que nosotros mismos sintamos el dolor, cuando nuestro cuerpo responde produciendo suficientes anticuerpos ante la invasión de un microbio extraño, cuando el ferrocarril subterráneo se detiene al recibir aviso oportuno sobre algún accidente ocurrido dos estaciones por delante, cuando el cosmonauta modifica convenientemente la trayectoria de su nave al recibir un mensaje del centro espacial que le ayuda a controlar su viaje, cuando modificamos nuestra estrategia verbal en virtud de las expresiones de nuestro interlocutor, o cuando un estudiante aprende algo nuevo y modifica su quehacer en virtud de una clase en la que ha participado.
Malamente podríamos hablar de una buena comunicación en el sistema respectivo si nuestra mano se sigue quemando hasta achicharrarse, si nuestro cuerpo sucumbe ante una enfermedad infecciosa sin producir anticuerpos, si el metro se estrella con el siguiente tren que se ha descompuesto dos estaciones más adelante, si el cosmonauta y su nave se estampan contra la Luna a pesar del mensaje recibido, si seguimos empleando una estrategia verbal ineficiente durante una discusión, o si nuestros estudiantes no aprenden nada por más atención que pongan en clase.
Es evidente que no solamente el intercambio de información por correo, por teléfono o por telégrafo pueden constituir casos de comunicación (a condición de que los participantes modifiquen su manera de ver o de hacer las cosas en virtud de ello); también lo constituyen el uso de periódicos y revistas, la radio, la televisión, el radar, los robots y servomecanismos diversos.
Podría extenderse, si se hace de manera inteligente y creativa, al teatro, a la literatura, a la poesía, a la música, a las artes plásticas. Y también los educadores somos (o debemos ser) comunicadores, puesto que modificamos nuestro quehacer en la diaria comunicación con nuestros pupilos y pretendemos modificar su manera de ver la vida, de sentirla y de vivirla durante su diario trabajo con nosotros.
Debemos aceptar, sin embargo, que necesitamos prepararnos más asiduamente: ¿cómo es posible que un anuncio de 20 segundos en la televisión modifique los hábitos de consumo de millones de televidentes (ejemplo de buena comunicación, desde el punto de vista de productores y vendedores) y un maestro no logre el aprendizaje esperado en sus alumnos, no ya digamos después de una hora de clase o de un día de escuela, pero ni siquiera después de un año de trabajo sostenido? 

Hoy jueves 20 de enero de 2005

Ser adolescente hoy 

PRIMERA PARTE
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ
Las familias, los maestros y la sociedad en general, se quejan de que los problemas que confrontan los jóvenes (o que son provocados por ellos), son cada vez más frecuentes y graves. El adolescente problemático es cada vez más, el tema de las conversaciones entre vecinos, en las reuniones de padres de familia, en las escuelas y en las noticias de los periódicos, la radio y la televisión.
Los asuntos más comentados son la rebeldía en contra de la autoridad familiar, el bajo rendimiento en la escuela, el comportamiento antisocial, la ingestión inmoderada de bebidas alcohólicas, el consumo de drogas "blandas" y "duras" y la agresión en contra de sí mismos, incluyendo el suicidio.
La adolescencia ha sido siempre una etapa problemática del desarrollo, caracterizada por la enorme cantidad de cambios físicos, intelectuales, afectivos, de valores y sociales que ocurren durante ella, de suyo difíciles de sobrellevar y resolver satisfactoriamente, pero en realidad, no sabemos si los problemas mencionados en el párrafo anterior están aumentando entre nosotros o simplemente, ahora les dedicamos más atención.
Aunque, en México no contamos con suficiente información al respecto, en otros países sí se han hecho estudios sistemáticos a lo largo de 30 años, que muestran que los problemas referidos han aumentado de manera significativa, tanto en los aspectos emocionales, (que son más frecuentes entre las muchachas: impaciencia exagerada, aflicciones y preocupación excesivas, miedo a situaciones desconocidas o nuevas), como en los de comportamiento (que ocurren más entre los muchachos: participar en pleitos y peleas, molestar físicamente a los más débiles, robar, mentir, desobedecer).
En Inglaterra, por ejemplo, el porcentaje de adolescentes varones con problemas de comportamiento ha pasado de 7.6 por ciento en 1974 a 16.7 por ciento en 1999, mientras que el de adolescentes mujeres con dificultades emocionales, en el mismo lapso, ha subido de 2.8 por ciento a 20.4.
La pregunta que surge apenas se considera, el asunto es: ¿a qué se debe este incremento? A primera vista resultaría inexplicable: nuestras muchachas y muchachos tienen cada vez más acceso a la educación formal o escolarizada, son más inteligentes de lo que fuimos nosotros a su edad e incluso son más altos y fuertes que las generaciones que los precedieron. ¿Entonces?
Por una parte, el futuro no se les presenta muy atractivo a los adolescentes y ellos son conscientes de esto. Aunque, las perspectivas de un holocausto nuclear son menos tangibles desde el final de la "guerra fría", las guerras imperiales desencadenadas por gorilas de nacionalidades diversas para conquistar energéticos, materias primas y mercados, despiadadamente hegemónicas, aunque se disfracen con supuestos fundamentalismos morales y religiosos, inundan de angustia e incertidumbre la percepción que los jóvenes construyen de su propio porvenir.
Las expectativas con respecto del empleo son muy inciertas, a pesar de lo que digan los señores Fox y Abascal, incluso para los afortunados jóvenes que terminan sus estudios superiores, muchos de los cuales deberán conformarse con el subempleo, con las actividades informales o de plano con el desempleo abierto. Como padres y maestros, hablamos mucho a muchachas y muchachos sobre lo que esperamos de ellos, en términos del éxito académico en sus estudios y sobre la responsabilidad, madurez e independencia que deben ir desarrollando a medida que crecen; pero, en contraparte, no les estamos proporcionando los medios ni los fines para que lo logren.
Nuestros programas de empleo para los jóvenes, se reducen a ofrecer unas cuantas plazas eventuales de meseros y lavaplatos. Y la contingencia de alistarse en el ejército, en la inmensa mayoría de los países, resulta atractiva sólo para jóvenes en marginalidad extrema.
Muchas familias y en particular, muchos padres tienen todavía expectativas tradicionales sobre el curso que habrá de tomar la vida de sus hijos a partir de la adolescencia. Por lo general, los padres todavía esperan que los hijos hagan su vida como ellos la hicieron treinta años antes, cuando las condiciones sociales, culturales, económicas y políticas en el país y el mundo eran completamente diferentes.
Creen que sus hijos van a terminar sus estudios, a conseguir pronto un empleo y a comenzar a contribuir al sostenimiento del hogar apenas alcancen la mayoría de edad, justo cuando hay tan pocas oportunidades de empleo para ese grupo.
La transición de la adolescencia a la edad adulta, no sólo toma ahora más tiempo por razones económicas, sino que en nuestros días se muestra a menudo reversible: el muchacho o la muchacha salen del hogar porque han conseguido un empleo, pero el asunto no resulta, el empleo no se mantiene y el hijo pródigo vuelve a los pocos meses provocando la turbulencia respectiva en la vida familiar y en su vida interior.
Hoy viernes 21 de enero de 2005

Ser adolescente hoy 

II Y ULTIMA
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ
Si bien en el aspecto económico los adolescentes confrontan una perspectiva de dependencia más prolongada con respecto a sus padres, lo cual ya de por sí provoca tensiones indudables en ambas partes, en otros caminos de la vida nuestros hijos y nuestros alumnos han logrado una independencia y una autonomía sin precedentes. Este es el caso de su vida sexual. Aunque en principio esto es muy sano, no cabe duda que la situación añade tensiones e incertidumbres a la vida familiar y a la de los jóvenes mismos.
Ser sexualmente independiente pero económicamente dependiente da lugar a circunstancias en las que ni los jóvenes ni sus padres sabemos cómo maniobrar. ¿Cómo van a manejar muchachas y muchachos esta contradicción, ya en términos de la vida real? ¿Cuándo y cómo padres y madres vamos a ejercer nuestra supuesta autoridad?
También en este aspecto la transición de la adolescencia a la vida adulta se muestra reversible: hijas e hijos que hacen abuelos a sus padres vuelven parcial o totalmente al seno de una u otra familia al no poder resolver el resultado de la contradicción entre su independencia sexual y su dependencia económica.
¿Qué ayuda estamos recibiendo de los medios de comunicación social con respecto a la mejor comprensión y manejo de estos problemas? Salvo contadísimas excepciones, en el caso de algunos diarios, por lo general los medios caen en el sensacionalismo, la ignorancia, la nota roja, e incluso en "el entretenimiento", que no hace más que buscar mejores "ratings", y por lo tanto patrocinio para sus programas.
Resulta evidente, en este caso como en todos lo demás, que los medios no han asumido el papel de educadores que la sociedad les tiene encomendado, y que su participación viene a resultar contraproducente.
¿Y qué está haciendo la educación formal, en particular en las escuelas secundarias, preparatorias y superiores, con respecto a estos problemas? Pues nada, nuestras escuelas están muy ocupadas enseñando el gerundio y la ortografía, el álgebra y los quebrados, la geografía física y la historia del artículo 123, en lo cual agotan los tiempos que tienen asignados y los esfuerzos que se esperan de ellas.
No hay tiempo (y parece que tampoco imaginación) como para incluir en el currículo, de manera significativa y relevante, actividades en las que los jóvenes hablen de sus problemas, los discutan y los analicen con tutores maduros, preparados y sensibles que se hayan ganado su confianza, y tracen rutas realistas y satisfactorias para encaminar sus propias vidas de una manera más sana y productiva para ellos mismos y para la sociedad.
Como educador he propuesto en diversos ámbitos programas de acompañamiento para nuestras muchachas y muchachos desde la secundaria, programas que por lo demás deberían actuar concertadamente con otros programas de gobierno de atención a los jóvenes y que son inexistentes o se reducen a una especie de terapia ocupacional (poner a los jóvenes a practicar algún deporte para "que no piensen en otra cosa"). ¿Cómo puede ser posible que justo en la edad en que nuestros jóvenes confrontan tan gran cantidad de problemas existenciales de fondo, la escuela a la que asisten se concrete a pretender enseñarles el manejo de los logaritmos, el uso del pretérito pluscuamperfecto, los afluentes del Mississippi y las articulaciones fijas del esfenoides, o a ponerlos a jugar un partido de volibol?
Pero los educadores somos tercos y seguimos empeñados en hacer lo mismo de siempre (pretender enseñar lo que creemos saber) en lugar de aprender a hacer cosas nuevas.
Es evidente el detrimento que se sufre al pasar de la escuela primaria a la secundaria, y de un currículo medianamente integrado a uno atomizado en asignaturas a cargo de diferentes profesores. La escuela secundaria atiende a los contenidos y se desentiende de las personas justo en el momento en que alumnas y alumnos están más urgidos de atención.
Nuestros adolescentes precisan de la claridad, entre otras cosas, que les permita distinguir entre lo que necesitan, lo que quieren y lo que les interesa. Para ponerlo en términos muy simples, necesito comer y tomar agua, quiera o no quiera, me interese o no; puedo querer o desear la posesión o el uso de alguna cosa, la necesite o no, incluso me haga daño o no; me interesa el rock o la música clásica o la literatura contemporánea, aunque no la necesite o la desee.
Esto no es más que un ejemplo muy simplón, pero nuestros adolescentes están pidiendo a gritos orientación y apoyo para dilucidar necesidades, deseos e intereses en todos los ámbitos de su vida, y esta dilucidación no se da sin la interacción social con personas maduras, preparadas y sensibles, que podrían ser los padres, aunque todos sabemos que ellos se encuentran en una posición muy débil para hacerlo.
Los programas de acompañamiento a nuestros jóvenes son una necesidad que, salvo excepciones (en la Universidad de la ciudad de México, por ejemplo), nuestro sistema educativo no está atendiendo.
¿Tiene usted un adolescente problemático en casa, desaliñado lector? Pues prepárese, porque habrá de enfrentar el problema sin apoyo ni orientación de nadie, a menos de que pague por ello, y eso quién sabe... 

Hoy domingo 20 de febrero de 2005

Los preadolescentes 

I parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ-VAZQUEZ
Cuando se habla de problemas relacionados con la edad durante el desarrollo de la persona, es indudable que la etapa a la que con más frecuencia se refieren nuestros comentarios es la adolescencia, para no hablar de la senectud, también tema favorito. Sin embargo, los especialistas cada vez más a menudo nos llaman la atención a los padres y a los maestros, y al público en general, sobre otra edad que consideran crucial en el desenvolvimiento de nuestros hijos y alumnos: aquella que va de los ocho a los doce años, esto es, a la preadolescencia.
Y esto se refleja cada vez más en los medios de comunicación social: hoy en día abundan noticias, artículos y programas de radio y televisión sobre la precocidad (para bien o para mal) de nuestros preadolescentes, sobre si tratan de llamar nuestra atención de manera impertinente o, por el contrario, si se aíslan dentro de sí mismos o con su grupo de amigos y dejan de comunicarse con nosotros como lo hacían antes, sobre si son demasiado egoístas y poco cooperativos en las labores del hogar o de la escuela, incluyendo el cumplir con las tareas que la maestra les deja para hacer en casa o sobre si muestran una tendencia excesiva a andar por las calles con su pandillita.
Y para remate, los gurús de la mercadotecnia, siempre alertas en contra nuestra, vienen a empeorar las cosas al dirigir sus baterías a este grupo de edad, de manera que el preadolescente mismo se ve en periódicos, revistas y pantallas de televisión como persona que adquiere o a la que se le intenta vender algo, ya sean juguetes, ropa, artefactos electrónicos, golosinas y chatarras de lo más diverso.
Consumo, luego existo, diría cualquier Descartes de nuestros días, y el preadolescente comprende que existe socialmente al verse en los medios. En el pasado reciente nos preocupábamos cuando nuestros hijos o nuestros alumnos se aproximaban a la adolescencia, pero ahora lo hacemos cada vez más apenas están por rebasar los límites de la primera infancia.
A nuestros preadolescentes ya les anda por llegar a la adolescencia, y mimetizan comportamientos que ven característicos de esa edad en que sus hermanos y compañeros de la escuela consiguen llamar tanto la atención de los adultos.
Y esto en cierta medida es típico de la preadolescencia: niños y niñas empiezan a darse cuenta de que hay algo a lo que llamamos identidad y algo más a lo que llamamos independencia, y entran en un proceso consciente en el que comienzan a tomar distancia de los que le rodean, ensayan modos diversos de pensar por sí mismos, de encontrar por sí mismos respuestas a los problemas que la vida les va planteando.
Los adolescentes se angustian por lo que llegarán a ser cuando sean grandes, mientras a los preadolescentes les inquieta lo que quieren ser aquí y ahora (identidad, justamente); por eso las amistades con niñas y niños de su grupo de edad (por lo general con personas de su mismo sexo) son tan importantes para ellos.
Y en la vertiente afectiva esto también tiene su contraparte: niñas y niños, poco antes o poco después de los ocho años, principian a moverse en un proceso de distanciamiento y separación emocional con respecto a los adultos de casa y de fuera de casa, proceso que se va consolidando conforme el preadolescente logra más madurez.
Maestras y maestros ayudan mucho desde la escuela en este proceso, aunque podrían ayudar más si se lo propusiesen, pero la verdad es que la escuela como institución, y el sistema educativo como sistema, ayudan muy poco.
El tener dividida la educación escolarizada en preescolar, primaria y secundaria, niveles que se imparten en diferentes instituciones, con diferentes modelos educativos, con aproximaciones radicalmente distintas hacia el alumnado, plantea a nuestras niñas y niños un tránsito difícil y azaroso de un ciclo a otro, que en nada apoya ni favorece el desarrollo social, afectivo e intelectual de nuestros chicos.
La separación e incluso el distanciamiento entre la escuela y los padres de familia, tan promovidos por algunos directivos y sectores gremiales con una torpeza inaudita, tampoco ayuda a la seguridad y madurez de nuestros hijos y nuestros alumnos; por ejemplo, se les dice a madres y padres que deben apoyar a sus hijos en las tareas escolares, pero no se les dice cómo, con lo cual los chicos se confunden y sienten que los padres, más que ayudarles, les estorban.
Irse al otro extremo y apersonarse los padres de manera inoportuna en el plantel tampoco es recomendable: los chicos consideran a la escuela como "su espacio" y los padres de familia debemos intervenir con tacto, con sabiduría, para que nuestras hijas e hijos no sientan que estamos interfiriendo, que estamos invadiendo su territorio.
Hoy lunes 21 de febrero de 2005

Los preadolescentes

II y última parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ-VAZQUEZ
Continuando con nuestras observaciones de ayer, los preadolescentes comienzan a ser muy susceptibles, incluso antes de los ocho años de edad, a lo que llamamos la presión de grupos o personas de referencia, esto es, que si alguno de los preadolescentes del grupo escolar o del grupo de amigos hace algo, dice algo, usa determinada prenda de vestir, se presenta con un juego electrónico nuevo, los demás sienten la presión y quieren hacer, decir, usar o comprar (o que se les compre) lo mismo.
Esto lo saben muy bien los psicólogos sociales que trabajan para las compañías expertas en mercadotecnia, desencadenando modas que, gracias a la globalización de ese tipo de información promovida por los medios, se convierten en mundiales.
Lo sabemos bien los padres, que a veces pasamos las de Caín para poder comprarles a los hijos lo que con tanta insistencia nos piden. Y los que no lo saben desde un punto de vista cognitivo o consciente, pero lo sufren afectivamente cuando no es posible acceder a sus deseos, son los preadolescentes de las clases menos favorecidas, cuyas familias no tienen los medios para acceder a los deseos de sus chicos, que lo único que quieren, con toda vehemencia (el juguete o la prenda de ropa misma no son lo más importante), es encajar bien en el grupo de amigos en el que el niño o la niña más admirados por sus pares han traído a la escuela el oscuro objeto del deseo de todos.
Madres y padres también tendemos a desayudar bastante a nuestros preadolescentes. Preocupados por la competitividad en el mercado de trabajo y en la vida misma, queremos que nuestros hijos se distingan cuanto antes en la escuela y les exigimos lo indecible, en ocasiones brutalmente, para que obtengan las mejores calificaciones; pero a la vez que les ofrecemos poco apoyo efectivo, tanto intelectual como actitudinal, lo cual no es poca contradicción, que por supuesto ellos perciben.
Si tenemos los medios económicos para hacerlo, les atiborramos su tiempo libre con actividades y cursos extras, que en ellos pueden provocar confusión al no estar ciertos de que están aprendiendo o haciendo algo que vale la pena o que ellos realmente desean, y de paso provocamos el resentimiento de los amigos de nuestros hijos cuyas familias no pueden afrontar tales excesos.
Una de las cosas más importantes que madres y padres y maestros debemos hacer es establecer una buena relación con nuestros hijos y alumnos, una relación cordial (cordial, esto es, del corazón) en la que ellos se sientan apoyados, apreciados y queridos; una relación en la que a los chicos se les provea de lo que necesitan para desarrollarse, afecto, sí, pero también los útiles, materiales y libros necesarios y el ambiente y el clima familiar y escolar indispensables para hacerlo.
Una relación en la que madre y padre, maestras y maestros, provean el mejor ejemplo para la familia y para la escuela: si los padres y los maestros leen de manera regular y sistemática, y gozan con la lectura, nuestros hijos y alumnos lo harán; si los padres y los maestros estudian, esto es, que leen no solamente por placer sino para aprender cosas que no saben, nuestros chicos lo harán; si los padres y los maestros cumplimos con nuestras obligaciones dentro y fuera de la casa y de la escuela, los chicos cumplirán con las suyas (¿qué respeto va a desarrollar por el trabajo el alumno de un maestro faltista?).
Si los padres y los maestros comprendemos la fase de desarrollo por la que están atravesando nuestros preadolescentes, con sus temores y sus inseguridades que los hacen tan vulnerables, entonces podremos ayudarles a desarrollar la autoestima y la confianza en sí mismos de que están tan urgidos y que les resulta indispensable para llegar con bien a la adolescencia. Esta no es una tarea sencilla y requiere de nuestro criterio y de nuestra experiencia y buen juicio. No se les puede decir que no a todo, pero tampoco que sí a todo. Tenemos que escucharlos, que dialogar con ellos (esto es, tenemos que dejarlos a ellos hablar para después hablar nosotros). Sus puntos de vista tienen que ser escuchados y tomados en cuenta, y siempre debemos seguir hablando con ellos, manteniendo abiertos todos los canales de comunicación, no solamente los del lenguaje hablado.
Tenemos que estar cerca de ellos, pero a la vez "dejarlos ir" poco a poco, y esta tendencia hacia mayor libertad y mayor autonomía y autosuficiencia debe ser cuidadosa y gradual (es muy difícil desandar el camino cuando se han otorgado demasiadas libertades). Nuestros preadolescentes pueden aparentar que nos necesitan menos de lo que creíamos, pero usted puede estar seguro de que ellos aprecian, desde lo más profundo de su persona, el estar seguros de que sus padres y sus maestros los quieren y se preocupan y se ocupan de ellos con lealtad y con aprecio. 

Hoy martes 1 de marzo de 2005

Saber leer 

I parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Saber leer... se dice fácil, pero ¿qué es realmente saber leer? Si le pedimos a una niña que finaliza su primer grado de primaria que nos lea lo que está escrito en el pizarrón y ella, en voz alta, nos dice: México, Distrito Federal, a once de febrero de dos mil cinco, ¿qué quiere decir México para ella? ¿Qué quiere decir Distrito Federal? ¿Y qué quiere decir realmente ese dos mil cinco? Y si le pedimos a un adulto que está por cumplir con los objetivos de un programa de alfabetización que nos lea lo que dice su libro o su cartilla, ¿realmente nos podrá explicar lo que dice allí o simplemente producirá los sonidos correspondientes a los caracteres que ve en el texto impreso? Y no vayamos más lejos, espabilado lector, si a nosotros mismos nos piden que expliquemos el contenido de un documento legal de cierta complejidad, o simple y llanamente lo que quieren decir los contratos bancarios en las partes impresas en "letra chica", estoy seguro que nos veremos en dificultades si no somos juristas o vendedores del banco en cuestión.
¿Qué es entonces saber leer? La consideración no es banal, y no solamente por los diversos programas de alfabetización en boga, cuyos resultados a menudo se malinterpretan por propios y extraños, sino porque estoy convencido de que existen problemas serios de lectura en sectores amplios de la población, incluyendo estudiantes y maestros en todos los niveles educativos, de la primaria al postgrado.
No me puedo resistir a comenzar estas notas con la imparable frase del educador brasileño Paulo Freire, cuando dijo que saber leer es leer el mundo, esto es comprender el mundo, en el texto que uno lee. No basta entonces con producir los sonidos respectivos, si se lee en voz alta, o con imaginárselos, si se lee en silencio. Sabemos leer cuando conocemos y entendemos mejor el mundo que nos rodea, la vida que vivimos nosotros y la que viven los demás, cuando nos comprendemos mejor a nosotros mismos y a los otros en virtud de lo que estamos leyendo. Claro que hay una gran diversidad de textos y que algunos nos permiten leer al mundo mejor que otros, pero el saber leer también implica el ser capaces de distinguir a éstos de aquéllos para escoger unos y rechazar otros. Así pues el aprender a leer no es un evento, ni siquiera es un proceso más o menos rápido en virtud de que se utilice uno u otro "método". Aprender a ser un buen lector toma años, no semanas ni meses; de hecho seguimos aprendiendo a leer textos cada vez más complejos, seguimos desarrollando nuestra sagacidad, nuestra perspicacia y nuestra incisividad como lectores a lo largo de toda la vida.
Leemos para comunicarnos, unos con otros y con el texto mismo; pero comunicación implica la modificación de quien lee. La modificación puede ser puramente mental, o afectiva, o incluso material (hacemos algo o dejamos de hacerlo, comprendemos algo que antes no comprendíamos, elaboramos respuestas o explicaciones con respecto a lo que el texto nos plantea, cambiamos nuestra actitud con respecto a algo, nos ponemos alegres o tristes, insumisos o resignados, nos llenamos de gozo, o cuando menos nos damos cuenta de si el texto vale la pena de ser leído o no y lo dejamos por la paz). Pero es claro que si no cambia algo en nosotros es que no sabemos leer bien: al leer nos desarrollamos como personas en lo que pensamos, en lo que sentimos, en lo que hacemos, en lo que somos. Y a esto habrá que agregar que cada quien lee desde su propia historia personal, desde su propio contexto social, desde sus propias ideas y sus propias creencias, desde su propia cultura entendiendo por cultura su modo de vida. Por eso es que no hay dos lecturas iguales aunque el texto sea el mismo, y por eso es que decimos que el saber leer no es solamente un asunto de la persona, del individuo, es un asunto social: leemos como seres sociales, puesto que nuestra cultura personal ha sido construida merced a interacciones sociales.
Bueno, pero si hablamos de una sola persona en un determinado momento, esa sí lee todo igual, de la misma manera ¿o no? Pues tampoco. No leemos igual cuando leemos un poema, esto es, por puro gozo, que cuando leemos la lista del supermercado al hacer nuestras compras en tan horrible lugar; cuando leemos una novela sentados en un sillón de nuestra casa, que cuando leemos un manual de instrucciones para operar una pieza de maquinaria sentados en un banco del taller en que trabajamos; cuando leo por encimita el periódico para tener una idea general de lo que está pasando en el mundo, que cuando leo el capítulo tres de mi libro de historia porque mañana presento el examen respectivo en la preparatoria; cuando hojeo (y ojeo) un libro para tener una visión rápida de lo que contiene (incluyendo fotos, ilustraciones, gráficas, tablas) y decidir si lo compro o no, que cuando consulto diversos libros a profundidad para la conferencia que tengo que dar la semana próxima; cuando busco un dato en una enciclopedia, que cuando tengo que preparar una crítica que me ha pedido una revista especializada sobre la obra que estoy leyendo. Y no leemos igual un libro de rezos que un cancionero con los boleros de moda, como tampoco leemos igual la carta que nos ha llegado del hijo lejano que cuando la policía nos presenta una orden de aprehensión en contra nuestra. ¿Y qué piensa usted, caviloso lector, de cuando uno lee por segunda y por tercera vez un poema, un cuento, una novela, incluso un texto científico o filosófico? Indudablemente que el gozo, la comprensión y el encantamiento son diferentes y cada vez mayores. De manera que para uno mismo no es igual leer que releer, ¿verdad? Una misma persona tiene entonces muchas y muy diversas maneras de leer, muchas estrategias como lector, porque leemos con nuestra mente, con nuestro corazón, con nuestra cultura, con nuestra propia historia, no con nuestros ojos. Digo, si realmente sabemos leer. 

Hoy miércoles 2 de marzo de 2005

Saber leer 

II y Última Parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
La lectura no es un quehacer mecánico, no se trata de saberse los caracteres impresos o manuscritos y los sonidos correspondientes. Tampoco es un asunto pasivo, en que el activo fue quién escribió el texto en cuestión y al lector sólo le queda "leer" sentadito en su silla.
Al leer, uno interactúa con el texto, le hace uno preguntas, le plantea cuestiones, lee uno entre líneas, distingue el lenguaje figurado del fáctico, hace uno inferencias, compara uno el texto con lecturas anteriores similares o no, relaciona lo nuevo con lo que ya sabía uno antes de esa lectura.
De hecho, el lector recrea el texto (un especialista amigo mío dice que el lector es siempre coautor del texto que lee) y hasta se imagina cómo era o cómo es la persona que lo escribió, porqué y para qué lo escribió, qué opiniones puede tener además de las que estamos leyendo, qué estilo de vida lleva, cuál es su carácter y su temperamento, en qué contextos se mueve, y hasta asuntos de qué creencias tendrá, cuál podrá ser su ideología.
Al leer me doy cuenta de que ese texto, así sea tan sencillo como un anuncio en el periódico o un cartel en la calle o una pancarta en una manifestación, se inserta en un contexto social, en el que tienen relación el tiempo como el espacio; un texto tiene siempre un propósito social, cultural, estético, político, económico o ideológico cuyo valor y significado no son necesariamente universales, ya que el texto de que se trate se inserta en prácticas situadas en la cultura en la que se dio.
Y por ello podemos hablar también de textos clásicos, cuando por su forma o su contenido o ambos, y no necesariamente por la época o la cultura en que se produjeron, tal o cual texto trasciende su lugar y su momento.
Si hablamos de teatro, por supuesto que las obras de Eurípides, el griego son clásicas, pero también lo son las de Cervantes y las de Shakespeare, que escribieron en el siglo XVI, o las de Ibsen y de Chéjov, que lo hicieron en el XIX. Y también es un clásico Arthur Miller, quien acaba de morir hace unos días.
Me detendré brevemente en un asunto que, como maestro, me preocupa: la competencia lectora de mis alumnos universitarios. ¿Pueden leer un texto extrayendo de él las ideas principales?, ¿perciben con claridad las relaciones que el autor establece para las ideas principales entre sí y las que existen entre las ideas principales y las secundarias?, ¿pueden construir a partir de ello la estructura conceptual del trozo o capítulo que están estudiando?, ¿pueden redactar un buen resumen, bien construido y dispuesto, en un máximo de un par de páginas, que cubra las 25 o 30 planas del capítulo estudiado?
Pues no, por lo general no pueden; para hacerlo se necesita saber leer bien y nadie les enseñó eso en la escuela, posiblemente porque muchos de sus profesores tampoco eran buenos lectores.
Un buen lector desarrolla el hábito de la lectura, está pronto para leer gustoso a todas horas todos los días, diversifica sus lecturas de manera que no todos los textos leídos sean instrumentales; un buen lector lee bien (en el sentido hablado en este artículo), una gran diversidad de géneros textuales, incluyendo lecturas placenteras, esto es lecturas que no sólo contribuyan al desarrollo de la persona como seguidor de instrucciones sino como ente social independiente y autónomo que se educa, se ilustra, crece, desarrolla su sabiduría y no sólo su erudición, que fortalece su comprensión del mundo (el que nos rodea y el que no nos rodea) y que aprende a gozar con la lectura de textos bien escritos.
Como puede verse, no es el paso del analfabetismo al alfabetismo, ni el simple y puro "saber leer" tradicional de las campañas y del primer grado de nuestras primarias, lo que nos cambia como personas, es lo que hagamos con ese saber leer lo que nos permitirá desarrollarnos como seres humanos. Por supuesto que, alfabetizarse es el arranque ineludible, pero es eso: sólo el arranque, el comienzo del viaje, no el viaje.
Y ahora, dígame, a estas alturas desasosegado lector... ¿de veras sabe usted leer?, ¿está usted seguro?, porque yo, a mis 76 años sigo aprendiendo a leer todos los días. 

Hoy domingo 6 de marzo de 2005

Competencias y educación 

I PARTE
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VÁZQUEZ
La nueva moda con respecto de la educación en nuestro país es hablar de competencias. Insisto en lo de moda ya que, por desgracia toda nueva tendencia educativa llega (tarde) entre nosotros, se examina con relativa superficialidad y se adopta (cuando menos en el discurso, aunque no necesariamente en el quehacer) durante algunos años, para después sustituirse por alguna proclividad ya en boga en otras latitudes.
El caso es que, esta discusión sobre las competencias se ha venido dando en otros lugares desde hace varios años. No es asunto banal que la educación, en la modernidad, avance dando tumbos y bandazos a diestra y siniestra (más a menudo del lado siniestro que del diestro), de lo cual es ejemplo paradigmático lo realizado y lo que intenta hacer la Secretaría de Educación Pública del gobierno federal durante el sexenio que padecemos. Pero, en fin, entremos en materia.
Dejando aparte las otras acepciones del término "competencia", esto es la atribución legítima de un juez o alguna autoridad para intervenir, conocer y resolver un asunto determinado (porque es, decimos, de su competencia), o la que se refiere al evento o situación en que algunas personas o grupos contienden entre sí aspirando a la misma cosa (premios, reconocimientos, contratos o de plano ventas), el hecho es que la noción que manejamos de competencia en el lenguaje de todos los días no es lejana de la que manejamos en educación.
En nuestra vida diaria decimos que alguien tiene competencia cuando muestra la pericia, la aptitud y de hecho la idoneidad para hacer algo, y lo calificamos de competente en su quehacer o su oficio porque hace las cosas, las hace bien y nos consta porque lo hemos visto hacerlo.
¿Qué es una competencia para el educador? Llamamos competencia a una actuación o desempeño eficaz (esto es, que logra lo que se propone) y eficiente (esto es, que lo logra con el mínimo de recursos, incluyendo entre ellos tiempo e información), merced a lo cual se realiza con éxito una tarea concreta (tarea que puede ser mental o motora o, más a menudo, una combinación de ambas), en cuya ejecución quien realiza la tarea pone en práctica conocimientos, actitudes, procedimientos, valores, sentimientos, destrezas y habilidades mentales y motoras; tal actuación o desempeño es evaluable y es transferible a otras personas.
Destaquemos pues que la competencia incluye valores, actitudes y sentimientos, esto es, que no basta con la capacidad que se tenga de hacer las cosas, sino que involucra la disposición para hacerlas y para hacerlas bien, de manera que una competencia implica la realización cierta, efectiva, evaluable y transferible de una tarea en cuya ejecución se ponen en juego los conocimientos, actitudes, valores, habilidades y destrezas que se posean. Competencia es la expresión concreta de todos los recursos que pone en juego una persona al desempeñar o realizar exitosamente una actividad, sea teórica, práctica o teórico-práctica. ¿Incorporaría usted a su equipo de trabajo a una persona que en principio es capaz de realizar la tarea que se le va a encomendar, pero a la que sencillamente no se le da la gana hacerla o no le importa hacerla mal o bien? Cuando decimos competencia nos referimos al manejo efectivo que hace la persona de lo que sabe en las condiciones reales en las que la competencia tiene sentido, por lo tanto las competencias favorecen y consolidan la autonomía de cada quién. La competencia no es entonces una suma, es una convergencia, una integración de saberes, sentires y creeres.
Es cierto que la atención original por las competencias se dio en el mundo del trabajo, dado su interés desde hace lustros, por definir con claridad las competencias necesarias para ocupar tal o cual puesto; de manera que tanto empleadores como aspirantes al empleo, como de hecho las instituciones educativas de nivel medio, subprofesional o de capacitación para el trabajo que los preparaban, supieran con cierta precisión de qué se estaba hablando, en qué estaban metidos todos, ofertantes, postulantes y educadores. Pero la noción se ha desarrollado y enriquecido y ahora engloba no solamente las competencias para desempeñar puestos laborales en el campo, en fábricas y talleres o en oficinas y lugares en los que se prestan servicios varios; ahora incluimos entre las competencias la capacidad real (no sólo potencial) de ejecutar exitosamente tareas de lo más diverso: leer, comunicarse, observar, resolver problemas teóricos o prácticos, establecer diagnósticos, diseñar programas, dirigir equipos de trabajo, planificar operaciones, tocar un instrumento, moderar discusiones, crear prototipos, en fin. Personas no avispadas, incluyendo con frecuencia a funcionarios en posiciones clave de cualquier nivel, aún andan por allí pensando que el asunto de las competencias es problema de los centros de capacitación para el trabajo industrial pero no de la educación básica o de la universidad. Y en esto andan muy errados. Mañana veremos algunos ejemplos. 

Hoy lunes 7 de marzo de 2005

ULTIMA PARTE 

Competencias y educación 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VÁZQUEZ
Un ejemplo de competencia general tan importante que a menudo nos referimos a ella como una competencia cultural básica, es la de comunicación (y no me voy a referir a la tecnología de las comunicaciones). Por supuesto que cuando decimos que una persona se comunica de manera competente nos estamos refiriendo a quien habla, escucha, lee y escribe con soltura y aptitud, pero estos cuatro aspectos requieren de diversas competencias menos generales, ya que encontramos personas que se comunican eficazmente al hablar pero que no saben leer ni escribir, y a otras que saben leer y escribir pero no saben escuchar.
Y a su vez cada una de estas últimas categorías involucran distintas competencias; quienes hayan leído mis entregas sobre el saber leer, escribir, hablar y escuchar sabrán a qué me estoy refiriendo. Pero la competencia cultural básica de saber comunicarse no se detiene allí: ¿Sé utilizar diversas y adecuadas estrategias verbales para lo que digo, lo que escucho, lo que leo y lo que escribo? ¿Sé hacer una eficaz presentación oral en público? ¿Sé discutir y conducir una discusión? ¿Manejo adecuadamente tanto los lenguajes verbales como los no verbales? ¿Sé hacer buenos registros de lo que hago, lo que leo, lo que escucho? ¿Sé hacer o seleccionar dibujos, esquemas, diagramas y gráficas efectivos en mis registros o para mis presentaciones? ¿Sé preparar tablas con mis resultados? ¿Puedo redactar un buen informe por escrito? ¿Puedo preparar un buen resumen de una plana a partir de un documento de diez? ¿Puedo resumir de manera eficaz en dos planas una conferencia de hora y media? ¿Soy capaz de poner en práctica una buena estrategia comunicativa de acuerdo con lo que voy a tratar, con las personas a las que me dirijo, con su estado de ánimo, con su cultura y con el medio o soporte que voy a emplear, ya sea éste oral, escrito, verbal, visual, digital, presencial o a distancia? Y, si somos ambiciosos, ¿puedo hacer todo eso en una o dos lenguas además de mi lengua materna?
De esta manera podríamos seguir desmenuzando unas cosas y otras, hasta llegar a exquisiteces tales como la de poseer un buen estilo para hablar por teléfono (podrá parecer una nimiedad, pero una gran empresa editorial que hace por vía telefónica los arreglos necesarios para presentar sus libros en eventos y exposiciones en todo el país acaba de contratar a una amiga mía justamente por tener esa competencia). Bueno, pues todas esas son competencias particulares o específicas dentro de la competencia general a la que llamamos comunicación, todas ellas son competencias comunicativas.
Otro ejemplo muy diferente, aunque vayamos sobre él con un poco más de ligereza: la resolución de problemas. Esta es otra vez una competencia general, en la que convergen competencias más particulares como las de ordenar (esto es, poner orden), numerar, contar, sumar, restar, multiplicar, dividir, calcular, identificar, definir, estimar, conjeturar, suponer, observar, registrar, hipotetizar, proyectar, extrapolar, diseñar estrategias y alternativas, medir, agregar, unir, igualar, quitar, buscar un faltante, analizar el problema y su entorno, considerar las interacciones personales, agrupar, clasificar, visualizar, imaginar, interpretar, inferir, comparar, aplicar, trazar, construir, relacionar, confrontar, comprobar, organizar la información, tomar decisiones, evaluar, concluir y otras.
¿Y por qué nos interesa de manera fundamental todo esto de las competencias a los educadores? Pues porque ya deberíamos dejar de identificar el saber con una noción restringidísima de lo que es el conocimiento. Por desgracia enseñamos para que nuestros alumnos recuerden en desorden datos, clasificaciones y nomenclaturas; describan hechos, eventos y estructuras sin organización ni concierto y que a nuestra vez nosotros hemos descrito ya para ellos; reciten de memoria trozos incoherentes de información que mal comprenden.
Esto ni siquiera es el saber qué de la epistemología, puesto que el tal saber qué está organizado, estructurado, ordenado alrededor de los conceptos y nociones fundamentales de la disciplina o campo de que se trate, adquiriendo un sentido total, holístico (con lo que no se pretende afirmar que campos y disciplinas no tengan conflictos epistemológicos). Sobre el saber cómo, el saber por qué, el saber para qué y el saber cuándo, es poco lo que aprenden nuestros alumnos, en cualquiera de los niveles educativos que se considere. Deberíamos estar ya cansados de que muchos de nuestros pupilos, en el mejor de los casos, sepan dar las respuestas correctas, pero no sepan hacer nada con sus conocimientos, y sobre todo que no sepan hacer nada bien, no sólo porque el aprendizaje de los conceptos y los procedimientos ha sido defectuoso, sino porque el desarrollo de actitudes y de valores ha estado ausente en nuestras aulas. Como bien dijo el poeta T.S. Eliot: ¡cuánta sabiduría hemos perdido como conocimiento, cuánto conocimiento hemos perdido como información!
Hoy domingo 20 de marzo de 2005

Saber escribir

PRIMERA PARTE

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VÁZQUEZ
Comienzo las consideraciones sobre saber escribir de una manera similar a como lo hice en mi entrega anterior sobre saber leer. Que un alumno de los primeros grados de educación primaria sea capaz de copiar lo que dice el pizarrón, ¿es prueba de que sabe escribir?, ¿comprende cabalmente lo que ha escrito o sólo ha copiado de manera automática e irreflexiva?
Y si le dictamos un texto sencillo a un adulto que está por terminar sus cursos de alfabetización y lo escribe diligentemente en su cuaderno, ¿podríamos decir que éste "ya sabe escribir", que se encuentra inmerso en el mundo de la cultura escrita?
Y, sin ir más lejos, paciente lector, cuando nosotros los profesores tenemos que escribir un ensayo, o los investigadores un trabajo para su publicación, o los funcionarios un documento sobre la política gubernamental respectiva, o los estudiantes universitarios un tema de examen, o los ediles del Ayuntamiento un acta de la reciente asamblea, o las secretarias un simple oficio, o cualquier padre de familia una carta para el hijo lejano, ¿no nos vemos acaso, quién más, quién menos, en penosas dificultades? ¿No es desalentador constatar, un día y otro, los ingentes problemas que tienen para expresarse por escrito cientos de miles de personas a quienes los censos han registrado como que "saben leer y escribir"?
Si Freire dijo que, saber leer es ser capaz de leer el mundo y comprenderlo mediante el texto que se lee, su felicísima sentencia podría extenderse para decir que saber escribir es ser capaz de describir el mundo, y en el mundo a uno, a lo que uno hace, ve, piensa, siente y quiere, de tal manera que sea comprensible para la persona que nos lee. No basta, con saber escribir las grafías respectivas en correcta letra palmer, script o de imprenta.
Sabemos escribir cuando somos capaces de expresarnos y comunicar por escrito a los demás, de manera efectiva, nuestro pensar, hacer y sentir; nuestras necesidades y expectativas; las cosas que sabemos y los ideales en los cuales creemos; nuestros sueños y fantasías; la visión que hemos construido del mundo que nos rodea, y otras cosas; esto es que sabemos escribir cuando con lo que escribimos estamos participando en el mundo social en el que nos movemos. Como el aprender a leer, el aprender a escribir no es un proceso rápido, toma años más que semanas o meses, y de hecho seguimos desarrollando nuestras competencias como escritores eficaces, eficientes, incisivos, venturosos y convincentes a lo largo de la vida.
Para escribir bien lo primero que tengo que hacer es tener claridad sobre el tipo de texto que quiero escribir y lo que quiero decir.
Con respecto de lo primero, no es lo mismo escribir una carta que un relato, un cuento, un informe, un artículo, un trabajo académico, un recado, una orden, un poema, un telegrama, una novela, una tarjeta onomástica, un libro de texto, un anuncio, un ensayo, una lista de lo que me falta por hacer, un aviso para el periódico, en fin.
Como para el caso de la lectura, para escribir también hay una infinidad de estrategias y estilos. Esto parecería obvio, pero, ¿no nos topamos acaso con textos que podrían haber sido escritos en menos de la mitad del espacio que ocupan, simplemente porque el autor no tenía claridad en la naturaleza de lo que quería escribir o con textos que no se comprenden o que no se sabe a quién se dirigen?, ¿o con instrucciones que no pueden seguirse?, ¿o con una tirada de párrafos que no dicen absolutamente nada? Y sobre lo segundo, tener claridad de lo que se quiere decir, recordemos que el hablar es como poner en limpio lo que pensamos, ya que cuando comunicamos en forma oral a otros nuestro pensamiento procuramos ordenarlo y pulirlo antes de hablar, y cuando escribimos tratamos de dar mayor vigor, claridad y orden a lo que hemos dicho, puesto que quedará de alguna manera registrado; esto es que lo ponemos en limpio tres veces: al pensarlo, hablarlo y escribirlo.
Al escribir pensamos a fondo en lo que escribimos, en lo que estamos escribiendo, y tachamos y borramos y volvemos a escribir hasta dar con la forma que nos parece más comunicativa, lúcida, sobria y precisa. Digo, si sabemos escribir.
Así que, tener que decir y que escribir las cosas, nos hace pensarlas bien para decirlas y escribirlas bien, pero el haberlas dicho o escrito nos hace volver a pensarlas una y otra vez. Poetas amigos, me confiesan que hay líneas que han tenido que trabajar durante semanas para dejarlas como quedaron en la versión que dan a la imprenta. Ojalá que no nos tome tanto tiempo escribir bien la lista para el mercado, porque nos moriríamos de hambre.
Afortunadamente, la naturaleza de los dos textos, poema y lista de compras, es distinta, como lo son las estrategias para escribirlos.
Hoy lunes 21 de marzo de 2005

Saber escribir 

II y última
J. M. GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Pensar en lo que se va a escribir o se está escribiendo incluye asegurarse que lo que se escribe es relevante, tiene importancia, implicaciones de fuste para el asunto de que se trate (desde el recado al amigo hasta la carta al funcionario, el ensayo filosófico o el desplegado para el periódico), y que su desarrollo en el escrito sea ordenado y razonable, gracias a que las ideas o los hechos de que se trate se sucedan en un encadenamiento lógico que facilite su lectura comprensiva.
Por lo tanto, ordeno bien mis ideas, dedico un párrafo o una serie de ellos a cada idea o hecho importante, y dentro de cada párrafo utilizo la puntuación para ayudar a la lectura de mi discurso: la coma para hacer pausas breves en el aspecto que estoy tratando, el punto y coma para pausas más importantes, ya que paso a otro cariz del asunto, el punto cuando abordo aspectos diferentes en la cuestión. Y si voy a tratar una idea, concepto o noción diferentes, o voy a cambiar de asunto, pues punto y aparte y comienzo un párrafo nuevo. No voy a tratar aquí de la sintaxis y ortografía, pero evidentemente todo ello es de importancia.
Además de la estructura y organización de mi texto, debo cuidar su dirección. Mi discurso, ya sea un artículo, un comunicado, el desarrollo de un tema de examen, un ensayo, una narración, en fin un documento cualquiera, debe marchar hacia un cierto fin, progresa en una determinada dirección. Por supuesto que, hay muchas maneras de hacerlo. En los textos llamados deductivos comienzo por la idea general, por el planteamiento más amplio y, de allí paso analizo sus consecuencias, derivaciones y los casos concretos en que se aplica. En los textos inductivos lo hago al revés: comienzo por la consideración de hechos o ideas parciales, fragmentarios o aparentemente aislados, para después armar la trama y rematar con la conclusión o la idea general que organiza y relaciona lo que he escrito. Pero, pocas cosas molestan tanto al lector como un texto que va y viene, que zigzaguea sin ir en forma clara a ningún lado, que divaga y agrega una disquisición a otra perdiendo el rumbo, que da una vuelta y otra a izquierdas y derechas como los meandros de un joven río que incluso llegan a confluir y van dejando aisladas mejanas (busque en un diccionario, acucioso lector, lo que quiere decir mejana; ir al diccionario es una práctica saludable de quien lee y escribe bien y lo quiere hacer mejor). Quien redacta un texto no debe olvidar que se dirige a otros, que su escrito nace para que otros lo lean, y puede resultar ineficaz si sus lectores no lo comprenden o ni siquiera lo siguen. Y es claro que nuestra estrategia al escribir un texto dependerá, en gran medida, de las personas a las cuales nos dirigimos.
Otra manera de organizar mi texto (si éste va más allá de un recado a mi comadre o un aviso para el periódico) es comenzar por plantear en forma clara el problema que voy a tratar, su importancia, el contexto en el que se da, el estado de cosas al que ha dado lugar. De allí, paso a analizar el problema, a examinar ordenadamente cada una de sus facetas, incluyendo, si es menester, el peso y consecuencia de cada una de ellas. En esta parte intento ofrecer explicaciones sobre el origen, las causas del problema. Si el talento me alcanza, continúo mi texto ofreciendo posibles soluciones al problema o cuando menos sugiriendo posibles rutas que conduzcan a su solución. Puedo finalizar atisbando las consecuencias que traería la solución del problema que he abordado y remato con las conclusiones a las que mi análisis me ha llevado.
Todo texto requiere revisión, ni al más inspirado escritor o poeta las cosas le salen a la primera. ¿Es mi texto convincente?, ¿suena convincente?, ¿está bien escrito?, ¿uso un vocabulario rico y diverso?, ¿no cometí ninguna falta?, ¿logré la estructura, organización y secuencia que me propuse?, ¿mi discurso fluye consistentemente en la dirección deseada?, ¿relacioné las ideas y nociones más generales con ideas y casos más específicos o concretos?, ¿usé buenos y suficientes ejemplos?, ¿analizo, critico, explico, describo, defino, aclaro e interpreto cuando tengo que hacerlo? Si tengo dudas puedo solicitar a amigos o colegas que revisen mi texto. Y si es necesario, lo rescribo. A menudo redacto un primer borrador como si lo escribiera para mí, dejando claras mis ideas y argumentos, pero debo asegurarme que mi versión final esté escrita para exponer mis ideas a los demás, a quienes mi escrito está dirigido.
La palabra escrita es un instrumento formidable. Con ella podemos llenar de alegría y deleite a nuestro lector, elevarlo a alturas insospechadas de espiritualidad o de gozo estético, podemos enseñarle infinidad de conceptos y nociones nuevas, darle instrucciones y preceptos de la mayor utilidad; pero también provocar sobrecogimiento, turbación, nostalgia, estupor, odio, miedo, pena o dolor. El poder de la palabra es tremendo, con ella podemos despertar a los muertos y condenar a los vivos. Quien sabe escribir está consciente de ese poder.
Hoy sábado 26 de marzo de 2005

Saber hablar 

I PARTE
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Cualquiera diría que sabemos hablar, puesto que lo venimos haciendo desde que éramos infantes. Por cierto que bastante nos estorbó, en aquellos días, que los adultos nos hablaran intentando hacerlo como si ellos fueran niños menores (hablar "chiquiado", decimos en México), convirtiéndose en modelos malísimos que uno seguía al aprender a hablar (y luego lo regañaban a uno por no hablar bien); también entorpeció nuestro aprendizaje el que los adultos nos dijeran, antes de que pudiésemos pronunciar palabra, lo que nosotros teníamos que decir, estorbando el desarrollo de estrategias verbales propias. Pero, bueno, ya superamos todo aquello y ahora, tengamos 10 años o 95, lo importante es que ya sabemos hablar bien. ¿O no?
Mucho de lo que dije en mi entrega anterior para el saber escribir puede transferirse al saber hablar. Encontramos una enorme diversidad de expresiones, mensajes, discursos, relatos, charlas, conferencias, declaraciones y asertos hablados, desde el saludo al amigo con el que nos topamos en la calle o la interjección cuando nos apachurramos un dedo con el martillo, hasta la disertación del profesor universitario, la arenga del político o la prédica del sacerdote.
A cada uno de estos géneros corresponde una estrategia verbal distinta, claro, y es mejor dar con ella y "tenerla puesta" antes de comenzar a hablar, ya que no es lo mismo intentar describir un hecho, un evento, un objeto o incluso una persona, que narrar una sucesión de acontecimientos, expresar un sentimiento o una idea, o argumentar utilizando datos y razonamientos para llegar a una conclusión o a una propuesta; la naturaleza de todas estas alocuciones es distinta.
Y aunque el discurso hablado se beneficia también muchísimo de las consideraciones sobre su claridad y precisión, su estructura, su organización alrededor de los puntos principales que han de tratarse, su secuencia y encadenamiento y su direccionalidad, para todos es evidente que el lenguaje hablado tiene sus propias características y que es muy diferente del lenguaje escrito (cosa que constatamos dramáticamente cuando se nos proporciona la versión escrita tomada textualmente de la cinta grabada durante nuestra última clase o conferencia).
Cuando escribimos algo, nuestro discurso queda allí para ser leído y releído, para atrás y para adelante, pero cuando hablamos, nuestro discurso transcurre en el tiempo, comienza, se desarrolla y termina, se va.
Esto nos obliga, cuando hablamos, a utilizar recursos que no son tan necesarios cuando escribimos. Por ejemplo, si al hablar vamos a tocar tres puntos importantes, comenzamos por introducir todo el asunto; luego desarrollamos el primer punto, y acto seguido lo reafirmamos; pasamos después a desarrollar el segundo punto, y al terminar éste reafirmamos tanto el primero como el segundo, relacionando ambos; luego desarrollamos el tercer punto, para pasar a reafirmar y relacionar los tres puntos, resumiendo al acabar todo lo tratado y rematando con las conclusiones. En todo caso, se dice que sabemos hablar cuando hacemos uso acertado y congruente de todos los recursos que llevo hasta aquí mencionados.
Cabe mencionar que entre las competencias del buen presentador se incluye la de apoyar su discurso hablado con una diversidad de recursos audiovisuales. Debo, sin embargo, advertir a mis lectores en contra de dos circunstancias en extremo inconvenientes. Una de ellas es muy frecuente, y consiste en que el recurso audiovisual de marras ni se ve ni se oye, esto es, que la tecnología disponible no funciona, que por la razón que sea no se ve bien lo proyectado en la pantalla, que las bocinas emiten gruñidos profundos o ensordecedores silbidos, en fin.
Y la otra es que el conferencista atiborra de texto sus proyecciones y luego, en vez de dirigirse a su auditorio de frente, se concreta a leer lo que dice la pantalla (y se dirige a ella), como si los escuchas no pudieran leer los mensajes por sí mismos.
En cuanto a la secuencia, Manuel Pérez Rocha, rector fundador de la Universidad de la Ciudad de México y educador de toda la vida, sugiere dos buenos modelos prácticos. El primero puede utilizarse cuando vamos a hablar de algo que tenga historia (y como él mismo dice, hasta las piedras tienen historia), y es dable comenzar hablando del pasado, después del presente y luego del futuro, terminando con nuestras propuestas para lograr un porvenir al que se aspira o para evitar uno ingrato.
Pero también es posible lograr un discurso exitoso hablando primero del futuro que queremos, luego de los antecedentes o premisas del pasado que hacen ese futuro posible y deseable, para terminar con lo que hay que hacer en el presente para lograr el futuro que nos proponemos.
El segundo modelo de Manuel parecería un poco más complejo, y tiene que ver con la organización psicológica de nuestra alocución, que depende mucho de la naturaleza y estado de ánimo de la persona o grupo de personas con quienes estamos hablando. Si nuestros interlocutores están muy exaltados e incluso enojados, quizá sería aconsejable comenzar con algo que aprovechara tal enardecimiento, o por el contrario, que los serenara.
Pero lo más frecuente es que nuestro auditorio no esté muy entusiasmado ante la perspectiva de escucharnos, ya sea esto en una clase, un mitin o una reunión familiar. Entonces se recomendaría comenzar con algo que llame su atención, alguna anécdota, incluso alguna gracejada o algún chiste (que lo sea para todos, no solamente para uno).
Pasamos a decir lo que tengamos que decir de manera clara y concisa, tratando de relacionar nuestros dichos con las necesidades, los intereses y los problemas de quienes nos escuchan.
Una vez que logremos captar la inclinación y el empeño de nuestros interlocutores, podemos plantearles el asunto central de nuestra exposición, esto es, lo que queremos que se lleven al terminar, enriqueciendo nuestra presentación con las razones y la argumentación que nos llevaron a los planteamientos que estamos haciendo. Aquí son muy útiles los ejemplos bien escogidos y bien narrados. Podemos rematar todo el asunto con las conclusiones a las que puede llegarse.


Hoy domingo 27 de marzo de 2005

Saber hablar 

Segunda y Última
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Continuando con el saber hablar, diremos que en toda exposición es útil, si nos encontramos en la ocasión propicia, fomentar el intercambio de ideas sobre el asunto que estemos tratando. La retroalimentación puede orientarnos para modificar el rumbo de nuestra perorata, además de que hacer participar al auditorio siempre fortalece su interés y su atención.
Aunque la lengua escrita cuenta con muchas formas para orientar a quien lee, ya lo haga en silencio o en voz alta, sobre asuntos de entonación, para todos es evidente la enorme riqueza del lenguaje hablado en cuanto a matices, relieves, inflexiones, énfasis y modulaciones que podemos imprimir a lo que decimos.
Bien decía el gran poeta (y de paso buen funcionario) mexicano, José Gorostiza, el de la Muerte sin fin, cuando señalaba que algunos colegas decían sus versos, otros los recitaban, otros los declamaban, aún otros los peroraban y otros más los musitaban, los rezaban, los cantaban o los balbucían.
Y si a esto le agregamos todos los trucos y recursos del lenguaje no verbal, esto es la mirada (incluyendo el llamado contacto visual), la expresión facial, el gesto, el movimiento de manos y brazos y de hecho de todo nuestro cuerpo, tendremos que convenir en que el lenguaje hablado tiene potencialidades y expedientes disponibles que le son propios y que hacen del discurso oral la forma elegida para muchos tipos de comunicación. Y también aquí podemos decir que sabemos hablar cuando utilizamos de manera oportuna y satisfactoria todo este caudal de medios y posibilidades.
Algunas llamadas de atención para terminar. No hable cuando no tenga nada que decir; esto es una obviedad a la que pocos hablantes le hacen caso. Hablar por hablar aburre a todo el mundo, incluido el que habla. ¿Por qué entonces habla quien no tiene nada que decir?
Pues por llamar la atención, simple y llanamente, aunque el hablante no perciba que llama la atención de una manera totalmente equívoca, ya que su auditorio está hasta el gorro con su intervención y evitará su trato (a menos que todos ellos sean militantes de algún grupo extraviado y extraviante, llámese sindicato, partido político, frente único, antorcha, cerillo o tea). Ahora, si tiene algo que decir, dígalo tan inteligente y tan concisamente como le sea posible sin perder claridad. Si tiene tres minutos (que son muy buenos), hable tres minutos; si tiene diez, hable diez; y mida su tiempo mientras habla.
La brevedad es el alma del ingenio, decía Shakespeare a principios del siglo XVII; y Goethe, al otro lado de Europa y 200 años más tarde, remataba afirmando que se tiende a poner muchas palabras allí donde faltan las ideas. Para cumplir con ambos preceptos es indispensable que planifique su intervención, aunque sea unos minutos antes de hacerla. No emplee vocablos que su auditorio no va a comprender; esto es, evite términos técnicos o académicos o palabras poco usuales.
Si es indispensable utilizar tecnicismos o el lenguaje de los especialistas, explique suficiente las locuciones utilizadas. Bien decía Brunner, uno de los pilares para reformar la enseñanza de las ciencias en la segunda mitad del siglo XX, que el razonamiento científico más complejo siempre puede ser explicado en términos simples, pero valederos ante un grupo de niños de primaria.
Por lo general, y a menos que se encuentre ante un auditorio bien versado en la cuestión, procure no hacer discursos teóricos; no es que no se pueda hacer teoría, pero siempre hay que relacionarla con la vida diaria, con aspectos prácticos de todos conocidos.
Y ¿qué hacer cuando hablamos con nosotros? Este no es asunto trivial, de ninguna manera. Pepe Revueltas me decía, siendo yo adolescente y estando nuestro grande escritor en su edad madura, que él todavía se hablaba "de usted". Pero esta es otra historia, y la abordaremos en distinta ocasión

Hoy viernes 6 de mayo de 2005

Las competencias del egresado universitario 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Primera parte
Hablaba hace poco sobre el énfasis que en la actualidad ponemos en el desarrollo de las competencias que nuestros alumnos deben lograr durante el proceso de su formación, cualquiera que sea el nivel educativo de que se trate. Aunque la noción llamada "fuerte" del conocimiento incluye por supuesto habilidades y destrezas, nuestras escuelas y universidades a menudo manejan una noción mutilada del saber, y por lo general lo restringen al saber qué.
Los docentes lo llaman "tener conocimientos" (recordar datos y términos, describir morfologías y estructuras, narrar eventos y sucesos, repetir conceptos y nociones, enunciar principios y leyes, y cosas por el estilo), aunque el alumno no sepa qué hacer con ellos, dejando fuera el saber cómo, el saber por qué, el saber para qué y el saber cuándo.
Quizá el aprendizaje de la matemática, y alguna parte de la física y de la química, de la medicina, la administración y el derecho, y por supuesto de la ingeniería y de las artes, escapen a esta pobreza, ya que en estos asuntos nuestros pupilos aprenden a hacer algo con sus conocimientos, a resolver cuando menos algunos problemas concretos, sean teóricos o prácticos.
En este artículo me voy a referir a las competencias generales que debe manejar con holgura todo egresado universitario (entiéndase con ello todo egresado de una institución de educación superior), para lo cual sería conveniente recordar a qué le estamos llamando competencia. ¿Qué es una competencia para el educador?
Una competencia es un desempeño eficaz y eficiente merced al cual se realiza con éxito una tarea concreta (misma que puede ser mental, motora o una combinación de ambas), en cuya ejecución quien realiza la tarea pone en práctica conocimientos, actitudes, procedimientos, valores, sentimientos, destrezas y habilidades mentales y motoras; tal desempeño es evaluable y puede ser aprendido por otras personas.
Así pues una competencia incluye no solamente los saberes mencionados arriba, sino también los valores, actitudes y sentimientos necesarios para hacer las cosas y hacerlas bien.
¿Qué debe saber y qué debe saber hacer una persona egresada de una institución de educación superior? ¿Qué competencias debe dominar? No es posible describir en este espacio las competencias particulares de un egresado universitario para cada una de las disciplinas y campos profesionales que la casa de altos estudios cultive (esto es, medicina, ingeniería, leyes, ciencias naturales y sociales, humanidades, matemática, artes, educación, administración, etc), de manera que he de concretarme a trazar un borrador de las competencias generales que todos ellos deben haber desarrollado, redactadas en términos que las hagan comunes a diversas disciplinas y campos, y de las que surgen y forman parte, por supuesto, las competencias específicas de cada carrera.
Tampoco voy a tratar de las competencias culturales básicas que deberían ser dominadas por todas las personas, independientemente del país en el que se encuentren o de la cultura a la que pertenezcan, y que por lo tanto son asunto prioritario para la educación básica, aunque dada la pobreza de este nivel no pueden ser ignoradas tampoco por la educación superior, que enfrenta la obligación de fortalecer y apuntalar su desarrollo.
Me refiero a las competencias para la comunicación, la participación, el pensamiento crítico, la resolución de problemas y el autoaprendizaje, que deben ser potestad de cualquier individuo, mujer u hombre, joven o anciano.
Hoy sábado 7 de mayo de 2005

Las competencias del egresado universitario 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Segunda y última Parte
Entremos en materia describiendo las competencias generales del egresado universitario. En cualquiera de sus especialidades, el profesional egresado de la universidad debería ser una persona capaz de identificar las cuestiones y problemas teóricos y prácticos relevantes dentro de la disciplina o campo de trabajo en que se ha formado.
Así que lo primero es ser capaz de señalar los problemas, identificar las cuestiones importantes, sean de índole material (natural o artificial), conceptual, afectiva, metodológica, procedimental, estética, social o moral, dentro del campo en que se trabaja. Ningún egresado va a ser capaz de abordar un problema, y mucho menos de resolverlo, si ni siquiera lo detecta. Como llevo dicho, puede tratarse de un asunto teórico o de un aspecto práctico.
Alerto al lector para que no asocie necesariamente lo teórico con lo extenso y prolongado y lo práctico con lo breve, ya que hay problemas especulativos que pueden ser resueltos en minutos y asuntos prácticos que toman años; ello depende de la complejidad de la cuestión de que se trate y no de su naturaleza especulativa o aplicada. Por lo demás, no hay asunto teórico que eventualmente no encuentre aplicación ni asunto práctico que no requiera de razonamiento.
Una vez identificados los problemas y cuestiones que deben ser abordados, el egresado debe ser capaz de analizar críticamente el asunto, de tal manera que quede suficientemente definido, caracterizado y explicado tanto dentro del contexto de la problemática de la comunidad en la que labora como de otros contextos sociales, incluyendo por supuesto la problemática individual de la persona que emplea o consulta al egresado.
Ni los problemas ni las cuestiones se dan aislados o vienen solos: se insertan en una estructura (y con esto quiero decir no una serie lineal sino una trama multidimensional), forman parte de ella, interactúan con otras cuestiones y problemas. Gracias al análisis crítico de todo ello, el egresado universitario debe ser capaz de definir, caracterizar y explicar el problema o cuestión que va a ser abordado, de tal manera que todo ello le permita visualizar la manera, la aproximación que adoptará para su estudio y eventual resolución.
Después de haber identificado y definido el problema o cuestión de que se trate, nuestro egresado debe ser capaz de proponer maneras de abordar el estudio y eventual solución de los asuntos que enfrenta. ¿Terminan allí las competencias de nuestro joven egresado? No señor, aun dentro de su incipiente madurez, el egresado de una institución de educación superior debe ser capaz de llevar a efecto las propuestas de estudio y solución elaboradas por él mismo o por otros grupos y personas, con respeto y consideración de la integridad social, cultural y material del medio en el que se desempeñe y de las personas con las que trate, para lo cual debe poseer y dominar las herramientas conceptuales, procedimentales y actitudinales necesarias.
Así que un buen egresado universitario, ya se trate de un médico, un filósofo, un historiador, un músico, un actuario, un pintor, un arquitecto, un biólogo, un economista, un abogado, un antropólogo, un ingeniero, un psicólogo o un administrador, debe ser capaz de identificar los problemas teóricos y prácticos que se le presenten en su quehacer, debe ser capaz de definir y explicar tales problemas, de someterlos a estudio, de hacer propuestas para resolverlos y de ejecutar él mismo o lograr que se ejecuten bajo su supervisión las soluciones respectivas.
Por supuesto que en todo lo anterior el peso relativo de lo teórico y lo práctico dependerá en cada caso del punto en cuestión; de la disciplina, campo o área de que se trate; del ciclo de estudios que se haya completado (licenciatura, diplomado, especialidad, maestría o doctorado, residencia posdoctoral, en fin); y de la disposición intelectual, afectiva y social del egresado, de su propia inclinación profesional y académica.
Quizá algún ejemplo cercano y concreto aporte mayor claridad al asunto. Un buen médico clínico posee, por supuesto, muchísimos conocimientos sobre cómo es y cómo funciona el cuerpo humano, sobre los procesos que desencadenan la enfermedad en las personas y en las comunidades, sus síntomas y signos más importantes y significativos y las bondades y efectos secundarios de los tratamientos que se encuentran a su disposición, pero no se detiene allí; domina, además, las competencias que lo hacen ser un buen observador (con la vista, el oído, el tacto, el olfato y, sobre todo, con el pensamiento), un buen interrogador que sabe escuchar y un explorador meticuloso que palpa, percute y ausculta a su paciente; pondera y relaciona lo biológico con lo emocional y lo social; capta los mensajes no verbales que su paciente está enviando (el gesto, el tono de voz, la mirada, lo que el paciente no dice); analiza, integra e interpreta todos los datos obtenidos por él y los que ha pedido al laboratorio o al gabinete; establece en base a todo ello el diagnóstico de lo que le sucede a la persona que lo consulta y prescribe el tratamiento respectivo que va a curarlo, mejorarlo o rehabilitarlo; y a propósito de todo ello, se educa, educa al paciente y educa a los que le rodean profesionalmente.
Así que el médico competente, como todo buen egresado universitario, no solamente es una persona erudita: es una persona de acción que identifica problemas, los define, los explica y los resuelve. Transfiera usted todo esto, minucioso lector, al caso del ingeniero, del abogado, del biólogo, del pintor, del músico y del poeta, y verá que, en términos generales, la propuesta funciona.
Aunque no es sencillo, quisiera terminar hablando de las competencias generales que el futuro exigirá del egresado universitario, quien para tener éxito deberá tener imaginación, creatividad, adaptabilidad, flexibilidad, versatilidad, perseverancia, precisión, claridad, confiabilidad y rigor para hacer las cosas bien; deberá ser competente tanto en el trabajo y el estudio individual e independiente como en el trabajo en equipo; y deberá tener la disposición necesaria para recapacitarse y emprender cosas nuevas. En todo caso, el egresado deberá ser capaz de establecer un compromiso firme con el desarrollo material, intelectual, afectivo, moral y social de las personas, las familias y las comunidades de nuestro país y del mundo.
Y ahora, dígame, compañero universitario: en su escuela o facultad, ¿está usted aprendiendo a dominar las competencias que el presente y el futuro esperan de la profesión que ha elegido? 

Hoy sábado 14 de mayo de 2005

Competencias y empleo 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Primera parte
Me encontraba en la capital de un país sudamericano, nada menos que en una reunión del consejo directivo de una poderosa compañía de seguros, interesada en desarrollar entre sus empleados un programa educativo. La secretaria del director entró casi al final de la junta, aún inconclusa, para avisarle que esperaba en la antesala el representante de una firma distribuidora de equipos audiovisuales que a la compañía le interesaba adquirir y a quien se le había dado cita a esa hora. Molesto por su descuido, el director preguntó al consejo si estaba dispuesto a escuchar por un máximo de 20 minutos al representante en cuestión; como estábamos fatigados después de dos horas de trabajo, aceptamos, con lo que el director dijo a la secretaria que comunicara al representante que contaba estrictamente con un cuarto de hora para hacer la presentación respectiva.
Entró entonces un joven bien dispuesto y arreglado, instaló sus equipos en menos de lo que canta un gallo, expuso con enorme confianza y de manera clara, ordenada y concisa las bondades y limitaciones de cada uno de los aparatos, mirando siempre de frente a su inesperado auditorio y poniendo a la vista ejemplos concretos de todo lo que decía, terminando con tres o cuatro minutos de preguntas y respuestas y cerrando con un brevísimo resumen en el que supo acomodar en orden de importancia las conclusiones relevantes a que se llegaba con su exposición.
Todos quedamos encantados con el desempeño del joven. El director general le dijo que al día siguiente le entregarían un pedido de fuste, pero que eso era lo de menos, lo que quería decirle era que en ese momento le estaba ofreciendo empleo en la compañía mejorándole todas sus condiciones de trabajo; el joven se turbó un poco y comentó que él no sabía nada de seguros, a lo que el director contestó diciendo que no se preocupara, pues lo de los seguros lo aprendería en un par de meses dentro de la compañía; pero usted, le dijo, fue capaz de enfrentarse con un auditorio del más alto nivel y que no tenía previsto; ajustó su tiempo de exposición al límite que se le dio sin perder un segundo de su tiempo y del de los demás; hizo una presentación clara, ordenada, tranquila, eficaz y eficiente; dio ejemplos concretos que los aquí presentes pudimos apreciar y entender; y en un cuarto de hora convenció nada menos que a todo el consejo directivo de la compañía.
Personas como usted, eso es lo que necesito en esta institución, concluyó. Años después, al volver en otra misión al país de referencia, se me ocurrió preguntar qué había sucedido con el joven de la historia, y fui informado de que en ese momento era subdirector general de la compañía.
La historia narrada nos muestra algo que a menudo se nos escapa a quienes elaboramos y aplicamos los llamados planes de estudio (hoy denominados pomposamente currículos, incorrectamente llamados por muchos la currícula) en nuestras instituciones educativas, en particular las de educación superior: obsesionados con los conocimientos (los que son identificados solamente como datos, definiciones, principios, nociones, términos, descripciones, leyes, etcétera), y dejando en segundo término procedimientos y quehaceres, maestros y educadores descuidamos casi totalmente el desarrollo de competencias, criterios, juicios, actitudes, intenciones, propósitos y valores, todos ellos básicos para desempeñarse en el trabajo y en la vida.
En nuestras instituciones educativas seguimos pensando que los seres humanos actuamos sólo con base en lo que sabemos, ignorando que también actuamos basados en lo que creemos. Por lo demás, no es difícil percibir que todavía existe una fuerte corriente de opinión que subestima a la educación para el trabajo, a pesar de que nuestras instituciones de educación superior están por desgracia dedicadas casi exclusivamente a la formación de personas que de una manera o de otra se preparan justamente para incorporarse al mercado de trabajo.
Soy partidario de superar la lógica de la empleabilidad en nuestras universidades, pero por supuesto no de ignorarla totalmente: si una institución se dedica a la preparación de profesionistas, lo menos que puede hacer es garantizar a sus estudiantes el desarrollo de las competencias profesionales, generales y específicas, de las que va a depender su empleabilidad.
Una institución, ya sea gubernamental, independiente o privada, ya sea una secretaría de estado, una escuela, un organismo descentralizado, un hospital, una industria manufacturera, una empresa constructora, un banco o una asociación civil, busca profesionistas con iniciativa, capaces de seguir aprendiendo y desarrollarse pronto en el empleo, personas que con su trabajo hagan mejores y más valiosos los bienes que se produzcan o los servicios que se presten en la institución, personas de las que pueda decirse que, gracias a ellas, esta escuela, oficina, empresa, hospital, en fin, la organización de que se trate, es mejor de lo que era antes
Hoy domingo 15 de mayo de 2005

Competencias y empleo 

Segunda y Última Parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Como decíamos ayer, todo establecimiento está urgido de profesionistas que comiencen a trabajar duro desde el momento en que se incorporan al empleo y que lo sigan haciendo mientras presten allí sus servicios; que estén convencidos de que en este mundo hay que correr si queremos permanecer en el mismo sitio y hay que correr más aprisa si queremos avanzar hacia mejores posiciones; que en todo ello hay que ir desarrollando nuestra capacidad de liderazgo y hay que estar dispuestos a capacitarnos constantemente (lo cual no es lo mismo que simplemente tomar cursos, asistir a talleres y acreditar diplomados) y a reorientar nuestra capacitación de acuerdo con las necesidades del empleo y atendiendo a nuestras propias inclinaciones y preferencias. Un profesionista debería entender que sus estudios universitarios fueron un buen principio, pero fueron solamente eso, el principio.
Un buen profesional no sólo genera buenas ideas, sino que es capaz de articularlas a su propia labor y a la de los demás compañeros de trabajo; diseña innovaciones en su quehacer y aprovecha los cambios a que tales innovaciones dan lugar; genera cambios positivos, no solamente se adapta a los cambios generados por sus colegas o por los directivos de la institución. Un buen profesionista no solamente plantea problemas: ofrece soluciones. En nuestro trabajo, como en la vida, queremos dejar nuestra propia huella, no solamente seguir la huella que dejaron los demás.
¿Estamos hablando de trabajar más de lo que nos pagan? Pues sí, en cierto sentido sí, y nada deprime más que encontrarse con personas como una maestra que, en la mitad de una discusión con sus colegas, quienes hablaban del gusto por hacer las cosas bien, de la satisfacción que deja el haber cumplido con responsabilidad una tarea, sobre todo en la educación de niñas y niños, dijo que tales satisfacciones no le iban a dar de comer mejor o comprarse una mejor casa.
A leguas se notaba que esta persona no iba a mejorar su desempeño aunque le duplicaran su salario. Ya sé que como estoy hablando de trabajar duro, algunos de mis lectores me van a tachar de "neoliberal", pues para ellos lo verdaderamente revolucionario es no trabajar (con tal de tener el empleo y el sueldo, claro).
En algunos países se han hecho encuestas entre empleadores y educadores con respecto al problema que estoy tratando, y los resultados muestran que la mitad de los empleadores piensan que el sistema educativo no está desarrollando en los alumnos las competencias necesarias en los lugares de trabajo, que hay un mutuo desconocimiento, y de hecho un divorcio, entre las instituciones en que nos educamos y las instituciones en las que trabajamos. Muchos educadores pensamos lo mismo.
Para todos es evidente que nos hace falta una mejor comunicación entre los dos ámbitos. De ninguna manera es deseable que los empresarios se hagan cargo de las instituciones educativas (como por desgracia ya sucede en algunas instituciones privadas de educación superior); lo que estoy proponiendo es que se establecieran mecanismos para que unos y otros conozcamos mejor nuestras necesidades. Independientemente de todo ello, es evidente que planes y programas necesitan modificarse, y ciertamente no en el sentido en que lo viene haciendo la Secretaría de Educación Pública del gobierno federal, que parece preocupada simplemente con disminuir las horas de clase a algunas asignaturas para aumentarlas en otras.
Desde la educación básica, y por supuesto en la educación media superior y en la superior, necesitamos fortalecer el desarrollo de competencias para la vida y el trabajo, incluyendo competencias culturales básicas, competencias para el liderazgo y competencias básicas en ciencia y tecnología (hasta los filósofos y los historiadores de nuestros días requieren del dominio de las tecnologías de la información y la comunicación, pues pocas cosas han cambiado tanto como los procedimientos para la investigación documental).
Y con todo ello queremos decir el fortalecimiento y desarrollo no sólo de conocimientos sino también de habilidades y destrezas, de valores y actitudes, de la capacidad de resolver problemas, de pensar y participar críticamente de manera individual y colectiva, de desarrollar relaciones interpersonales sanas y productivas, de comunicarnos eficaz y eficientemente, de manejar bien las nuevas tecnologías para el acopio y la recuperación de información, de operar materiales y equipos diversos, de generar e implementar eficientemente procesos de gestión efectivos y de seguir aprendiendo a lo largo de toda la vida. Eso es lo que nos va a dar empleo, no solamente el tener conocimientos de anatomía, de contabilidad, de mecánica o de jurisprudencia.
Si no modificamos lo que estamos haciendo en nuestras escuelas y universidades, el aumentar uno o dos años más de escolaridad, o dos o tres horas más a la jornada escolar, esto es, concretarnos a dar más de lo mismo, es a todas luces insuficiente y representa una engañosa inversión educativa. 

Hoy miércoles 1 de junio de 2005

Comida que se va a la basura 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Es ya un lugar común hablar de la "comida chatarra", esto es, comida que no alimenta, que incluso puede hacernos daño, y que por lo general es cara, cuando menos con respecto al dinero invertido por las compañías que la producen, que hacen pingües ganancias gracias a ventas exageradas de golosinas producidas a muy bajo costo.
Dorados y sofritos de lo más diverso, refrescos varios, diferentes golosinas e incluso productos de carne de muy baja calidad, para colmo, cocinados en aceites y grasas de calidad todavía peor, entran todos ellos dentro de esta categoría de "comida chatarra", que a ultranza deberíamos evitar.
¡Cómo duele ver a familias de nuestras comunidades más pobres saliendo de los mercados, con rumbo a sus hogares, cargados de frituras y refrescos de cola! ¡Y cómo exaspera comprobar que estos productos se expenden en nuestras escuelas!
¡Valiente educación que estamos impartiendo! Pero en este artículo me voy a referir a otro fenómeno que debería producirnos todavía más bochorno: el de tirar a la basura verdadera comida, comida que aún podría alimentarnos a nosotros mismos o a personas más urgidas de ella.
En cocinas y restaurantes, cuando no en nuestra propia casa o en las de los amigos, ¿cuántas veces no hemos visto enviar al bote de la basura restos de comida de buena calidad nutritiva? ¿Cuántas veces al día alguna cocinera no desecha una papa que muestra algún "ojo" que apenas inicia su descomposición o una manzana con alguna mancha sospechosa? Y nosotros mismos, ¿cuánta comida no dejamos en el plato después de habernos servido con excesiva generosidad una cantidad con la cual bien deberíamos haber sabido que no podríamos terminar?
Por supuesto que la cosa no para ahí. ¿Qué hacen los supermercados con los alimentos elaborados que se acercan a su fecha de vencimiento? Es cierto que todos hemos visto comercios en los que un empleado está borrando tales fechas y poniendo etiquetas con fechas nuevas más generosas para los dueños del establecimiento; pero, por lo general, los grandes supermercados se deshacen de los alimentos a partir de los plazos a que me vengo refiriendo.
¿Y qué se hace con esos alimentos, que todavía son buenos y no representan ningún peligro por varios días más si se conservan adecuadamente? Pues sí, atento lector, tiene usted razón: se tiran a la basura.
Y ya que fuimos desde nuestros hogares a los supermercados, ¿por qué no continuamos nuestro paseo y visitamos algún país del llamado primer mundo? Ahí todo es a lo grande, de manera que no se sorprenderá usted al enterarse que, de acuerdo con los estudios realizados por los propios gobiernos, se tira a la basura entre 30 y 40 por ciento de la comida producida.
Tan sólo en el Reino Unido (lo que nosotros acostumbramos llamar Inglaterra, aunque galeses, escoceses e irlandeses del norte, súbditos de su majestad británica, se ofenderían si les llamamos ingleses), tan sólo en el Reino Unido, digo, cada año se tira a la basura comida por un valor de 400 mil millones de pesos mexicanos, y eso tomando en cuenta solamente lo que se desperdicia antes de que la comida llegue a su refrigerador, a lo que habría que agregar la comida que se desperdicia en los hogares mismos y en los restaurantes y similares.
Una cantidad importante de comida es tirada a la basura por los productores mismos, agricultores y ganaderos, porque no "cumple" con las normas de los supermercados a los que por desgracia todos nos encontramos subyugados. La comida que se tira en Inglaterra sería suficiente para sacar de la hambruna y la desnutrición a 150 millones de personas en otras regiones del planeta. En Estados Unidos el desperdicio es todavía mayor, ya que se tira a la basura entre 40 y 50 por ciento de la comida producida, esto es, alrededor de 10 por ciento por arriba de Inglaterra.
Si cuando menos una parte importante de este desperdicio se reciclara para convertirlo en abonos orgánicos y compostas, el asunto sería menos grave; pero no, esta comida simplemente se tira a la basura en rellenos sanitarios. Por cierto que, en cuanto al reciclado de estos desperdicios en los hogares mismos, los países escandinavos van como siempre a la cabeza y seguramente lograrán la meta que se han trazado para 2020: reciclar en los hogares casi la mitad de sus desperdicios orgánicos.
En muchos países, entre otros en el nuestro, algunas organizaciones de la sociedad civil se han constituido para distribuir entre familias necesitadas lo que de otra manera los supermercados enviarían al bote de la basura: alimentos en perfecto estado que acaban de cumplir con su fecha de caducidad. Tarea encomiable, sin lugar a dudas.
Pero lo que necesitamos, por una parte, es concientizarnos todos nosotros para no desperdiciar comida de ninguna manera y para reciclar eficazmente toda la basura orgánica que produzcamos y, por la otra, comenzar a ver el modo de sacudirnos, tanto los consumidores como los productores, de la dictadura casi inimaginable que ya ejercen sobre nuestras vidas los supermercados. 

Hoy jueves 9 de junio de 2005

El jefe se ha vuelto loco... ¿o ya lo estaba desde antes? 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Primera parte
A muchos nos ha tocado padecer, sobre todo al principio de nuestras carreras, las arbitrariedades, inconsistencias y devaneos del jefe o la jefa (más de aquellos que de éstas, debemos reconocer) bajo cuya dirección trabajábamos.
Alguno gritaba a sus empleados, dependiendo de la categoría del puesto que ocupaban éstos, y elevando el volumen de los aullidos en proporción inversa a la jerarquía del desafortunado; otro arrojaba sobre la mesa, con violento desprecio y diciéndole que era una porquería, el reporte que el infeliz subalterno acababa de entregar y que el jefazo o la jefaza apenas había hojeado (y ojeado).
El de más allá prolongaba las juntas y reuniones más de lo necesario simplemente para mostrar su resistencia y supuesta superioridad (necesitamos una junta larga, me decía una jefaza argentina para la que trabajé en Buenos Aires hace muchos años).
Aquél movía a sus empleados de un puesto a otro de manera arbitraria, separándolos incluso del cargo, simplemente para exhibir su poder y aquél otro hacía esperar larga e innecesariamente a quien tenía que verlo para asuntos de trabajo, otra vez sencillamente para hacerle ver lo importante y omnímodo que era. Creo que todos hemos conocido estos pobres diablos y diablas, porque no son otra cosa. ¿Y no serán otra cosa, además de pobres diablos?
Uno siempre tiende a considerar a los locos (vamos mejor a llamarlos psicópatas o individuos con trastornos de la personalidad, ya que la palabra "loco" es demasiado noble para ser aplicada a estos jefazos) como discapacitados, como personas que de alguna manera sufren de trabas, impedimentos e inhabilidades mentales o emocionales diversas y graves.
Pero estudios psicológicos recientes muestran que los psicópatas exitosos también existen, andan sueltos y ocupan puestos y posiciones de mando. Por lo general, en la gama de trastornos que padecen, muchos de ellos y ellas tienden a mostrar gran capacidad para mantenerse emocionalmente al margen de los acontecimientos, para tomar decisiones frías sin prestar atención a las consecuencias que les resultan a las personas involucradas, así como para utilizar a quienes les rodean como si fueran piezas de ajedrez; a esto habría que agregar, en muchos casos, un cierto encanto personal, que puede ser sólo superficial, pero que le da un toque maestro a estas complejas personalidades.
Parecería que la única diferencia que existe entre un psicópata exitoso y un psicópata criminal es que aquél es menos impulsivo que éste, un poco más cerebral y trata de conducirse siempre que puede dentro de lo que marcan las leyes (aunque quizá no preste el mismo cuidado a los reglamentos).
De manera reciente tuve oportunidad de tratar a uno de estos psicópatas exitosos elevados a la categoría de "gran jefe". Vociferaba de tal manera en la oficina que hasta las familias de las casas vecinas se quejaron; nunca estuvo cabalmente convencido de las bondades de la telefonía y cuando se ponía al aparato gritaba como si estuviera utilizando un "teléfono de bote" para llamadas de larga distancia; trataba a todos los empleados estrictamente de acuerdo con su jerarquía, los choferes ni siquiera podían entrar a su despacho.
No toleraba sugerencias y mucho menos críticas; separaba de sus puestos a especialistas prestigiados apenas percibía que se ganaban la confianza y simpatía de sus subalternos; justificaba sus decisiones mintiendo a diestra y siniestra y faltando a la competencia e integridad profesional de sus subordinados.
Prolongaba innecesariamente las juntas y reuniones con alocuciones interminables; saboteaba el trabajo de los subordinados que eran más brillantes que él; dividía a sus empleados generando hábilmente rumores que los involucraban; aseguraba de una manera u otra un puesto junto a "los grandes" en ceremonias y actos públicos, recurriendo a verdaderas triquiñuelas propias de un galopín.
No se presentaba en los actos en los que no podía asegurar una participación destacada para sí. En fin, una chulada de egocentrismo, grandiosidad, narcisismo, insinceridad, capacidad manipuladora y mal uso del poder. Era un "gran jefe", pues. En todo caso, evidentemente también era un psicópata con el que no valía la pena cruzar las armas.

Hoy viernes 10 de junio de 2005

El jefe se ha vuelto loco... ¿o ya lo estaba desde antes? 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Segunda y última
Aunque frecuentes, no son las conductas mencionadas en mi entrega del día de ayer los únicos trastornos de la personalidad que muestran muchos de nuestros jefazos y jefazas. Algunos son más sutiles: un supuesto o real perfeccionismo que se utiliza para acosar a los subordinados, la rigidez en el mando o coordinación (los típicos jefes autocráticos y burocráticos), la excesiva devoción por las formalidades del trabajo que se utiliza también para señalar a colaboradores supuestamente menos cumplidos, la terquedad e inflexibilidad, la proclividad dictatorial. ¿No ha encontrado en su jefe, esmerado lector, éstos y otros trastornos de la personalidad?
El problema es que muchas de las psicopatías mencionadas a lo largo de esta colaboración son consideradas en nuestro país y en muchos otros como características propias y distintivas de un buen jefe. Es notable que, por ejemplo, la capacidad intelectual de una persona no la lleva necesariamente a escalar al puesto de "gran jefe".
Para todos es claro que el talento intelectual debe combinarse con buenas competencias sociales y de liderazgo, pero no deja de sorprender que de tales competencias las que los jefazos y jefazas muestran más a las claras son el camaleonismo (cambiar de color de acuerdo con el lugar en que se encuentran y con base en la propia conveniencia) y el maquiavelismo (proceder con astucia, doblez y perfidia), ambas no necesariamente deseables para una persona honrada y que en casos relativamente extremos constituyen evidentes trastornos de la personalidad.
Diversos estudios recientes han mostrado que muchas personas que alcanzan el rango de "gran jefe" narran infancias de una u otra manera adversas o insatisfactorias. Algunos perdieron a su papá, a su mamá o a ambos durante la adolescencia temprana o antes; otros fueron maltratados por sus padres o por las personas mayores con las que convivían.
En todo caso es claro que la carencia de amor y de cariño durante la niñez es un precedente que se recrudece cuando se sufren agravios, abusos y abandono en la segunda infancia y en la adolescencia. La búsqueda patológica de reconocimiento puede ser un intento de compensar los sentimientos de inutilidad y de falta de mérito provocados por las condiciones de una u otra manera adversas de la niñez; quizá el "gran jefe" desea vehementemente ser reconocido por extraños porque durante su niñez ni su propia familia le reconoció sus necesidades, sus virtudes ni sus ilusiones; esta jefa déspota e injusta se solaza ejerciendo un control enfermizo en sus empleados quizá porque cuando niña fue impotente ante las arbitrariedades manipuladoras de los mayores; aquél quiere ser rico y poderoso cuando adulto porque fue emocionalmente muy pobre cuando niño.
Habrá que acotar, en cuanto a lo mencionado en este párrafo, que no siempre la percepción del niño o de la niña se corresponde con la realidad pero, de una manera u otra, su apreciación y sus impresiones profundas fueron de infortunio y de carencia, de insatisfacción y menosprecio.
Pero lo que es claro de tales estudios es que las psicopatías que venimos considerando no tienen un origen mecánico. Aunque muchos de los componentes de nuestro temperamento son hereditarios, es claro que los del carácter son casi todos adquiridos. Y en todo caso, en esta tensión entre cultura y natura sabemos bien que incluso las manifestaciones de nuestras características hereditarias son modificadas por el medio en el que vivimos (fenotipo modifica a genotipo, decían mis sabios maestros de biología desde la secundaria).
Y si ni siquiera lo genético es mecánico, ¿por qué habría de serlo lo vivencial? Infancia es destino, decía nuestro gran psiquiatra De la Fuente, pero así y todo podemos autoexaminarnos, cultivarnos, estudiar lo suficiente como para tomar libre e informadamente nuestras decisiones, intentar cuando menos regir nuestro destino. La introspección es arma poderosa, pregúntenselo a San Agustín.
Además, hay innumerables servicios de consejería y tratamiento psicológico (aseguro el éxito profesional a un buen psicólogo que ponga un consultorio o despacho que se llame "Cómo ser un buen jefe sin tener que ser un psicópata").
Y dado el caso, las demandas de la base por una dirección democrática y colegiada en nuestro centro de trabajo son y deben ser absolutamente legítimas. Valiente democracia ésta en la que puedo votar por los candidatos que se me presentan (y que quizá obtuvieron la nominación de su partido por los procedimientos menos democráticos del mundo) para diputaciones, senadurías, gobernaciones y presidencias rangos varios, pero en la que tengo que soportar la dictadura de los diputados, senadores, gobernadores y presidentes una vez electos, y con ellos, para remate, la tiranía absoluta del gran jefe en mi propio centro de trabajo.
Un país es democrático cuando se vive un clima de libertad, de autodeterminación, de dirección colegiada, de respeto y responsabilidad y de trabajo cooperativo en todos los sitios y en todos los niveles, y no solamente cuando celebra elecciones periódicas, por eficientes que sean éstas.
¡Muerte a los jefazos psicópatas! Pero... ¿no se quedarán desiertas nuestras oficinas, nuestras instituciones? 

Hoy miércoles 22 de junio de 2005

El papel del estudiante en el quehacer universitario 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Primera parte
No es por descuido que en el título de esta colaboración he puesto estudiante en singular y no en plural. Mucho se ha dicho, y aquí volveremos a basarnos en tal noción, que el aprendizaje es un proceso social, colectivo, en el que para tener éxito (esto es, para aprender realmente) deben darse muchas interacciones entre numerosas personas, tanto de manera presencial (maestros y estudiantes, aquí y ahora) como a distancias espaciales y temporales diversas (esto es con los resultados y productos del trabajo de personas que se encuentran en otros lugares y/o que vivieron en otros tiempos).
Pero aunque en el proceso de aprendizaje se dan abundantes participaciones, quienes aprenden son las personas en tanto individuos. Es obvio que yo no puedo aprender por otros, ni otros lo pueden hacer por mí. De la misma manera, la decisión de participar en los procesos de aprendizaje y en los quehaceres de la Universidad es una decisión personal que por supuesto requiere de la intervención directa del interesado. Para todos es evidente que quien no quiere aprender no va a aprender, asunto que ya desarrollé en mi artículo Anhelo y aprendizaje, publicado en dos entregas (21 y 22.11.04).
Entendemos, pues, por estudiante, esto es por alumno (del latín alumnus, de alere, alimentar), a la persona que se alimenta, que se educa, que busca y encuentra su camino interactuando con personas de más experiencia que, cuando menos en principio, ya han encontrado el suyo. Pero está claro que estas personas sabias, sus profesores, no van a darle al alumno el aprendizaje a cucharadas, trátese de conocimientos, valores o actitudes, como por desgracia tantos docentes pretenden dando clase lunes, miércoles y viernes de cuatro a seis de la tarde en el salón R-01; son ellos, muchachas y muchachos universitarios quienes tienen que aprender, que educarse, que desentrañar su laberinto, por cierto diferente de un estudiante a otro y muy distinto a su vez al laberinto de cada uno de sus maestros.
En la Universidad no debemos proponernos simplemente dominar una disciplina o área del conocimiento; lo que nos proponemos es el dominio de nuestra persona y de nuestro quehacer en función de los conocimientos, valores y actitudes que hemos logrado aprender, esto es, construir. Y esto tenemos que hacerlo nosotros, nadie va a hacerlo en lugar nuestro. Recordemos aquí que sabiduría no es lo mismo que erudición: al erudito lo identificamos por la cantidad de información de que hace gala, al sabio lo distinguimos porque sabe lo que hace, cómo lo hace, porqué lo hace, para qué lo hace y cuándo lo hace, esto es, porque actúa sabiamente.
En nuestras universidades estamos urgidos en extremo de profesores y alumnos que obren sabiamente, aunque uno que otro erudito tampoco salga sobrando. He aquí una tarea no menor de los estudiantes dentro del quehacer universitario: actuar sabiamente en beneficio de su aprendizaje.
Una universidad está al servicio de sus estudiantes y de la comunidad que le dio origen y la sostiene. Para ello tiene que constituirse en una verdadera comunidad de aprendizaje, en la que todos aprenden y en la que todos participan de una manera u otra en la enseñanza, ya que bien sabemos que sin participación no hay aprendizaje posible, y sin aprendizaje no hay enseñanza imaginable (un maestro que afirme que él enseña, pero sus estudiantes no aprenden, sería como un médico que dijese que cura a sus pacientes, pero ellos se mueren). A menudo se dice que la categoría y el lustre de una universidad dependen de la calidad de sus profesores e investigadores.
Creo que esta es una verdad a medias, porque deja de lado a la inmensa mayoría de quienes participan en la vida universitaria: las alumnas y alumnos. Estoy convencido que el linaje de una institución de educación superior depende tanto de la calidad de los estudiantes como de la sabiduría de sus maestros. Por calidad de los estudiantes quiero decir la índole, carácter y nobleza de su dedicación perseverante y de sus aportes al proceso de aprendizaje. La participación incisiva, creadora, perspicaz, paciente e infatigable de los estudiantes en este proceso es uno de los aspectos principalísimos del papel que deben jugar muchachas y muchachos en el quehacer universitario y no olvidemos que la calidad de los productos (esto es, de los aprendizajes logrados) depende de la calidad de los procesos (esto es, de los procesos por los cuales aprendemos).
La mayoría de las personas, y por desgracia no pocos profesores y estudiantes universitarios, piensan que se aprende asistiendo a clases, tomando notas, estudiando libros y logrando buenas calificaciones en pruebas y exámenes y no es que esto constituya una falacia completa, pero debe quedar claro que de ninguna manera es el todo.
Una verdadera universidad debe ofrecer, y los estudiantes participar en una gran diversidad de actividades de aprendizaje: conferencias, pláticas, seminarios, coloquios y discusiones; trabajos de laboratorio, taller y de campo; mucho estudio y trabajo independiente y colaborador, presencial y a distancia; funciones de teatro y cine, conciertos y recitales varios, con discusión de las obras respectivas; establecimiento de propuestas e interpretaciones; identificación y estructuración de los conceptos y nociones más importantes en discursos orales, escritos e icónicos; organización de los contenidos de tales discursos alrededor de tales conceptos y nociones; recuperación de información y establecimiento de saberes a partir de la realidad natural y social, así como de libros, revistas, documentos, diskettes, CDs, cintas magnetofónicas, videos, películas e Internet; establecimiento de intercambios por correo electrónico; consideración de conflictos y disidencias; construcción y manipulación de modelos; diseño de conclusiones; estudio de casos; en fin, tantas otras.
Es evidente que esto no puede darse sin la participación (y la simple asistencia no es suficiente) de los estudiantes, quienes deberían involucrarse desde la planificación de todo ello hasta su realización. 

Hoy jueves 23 de junio de 2005

El papel del estudiante en el quehacer universitario 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VELAZQUEZ
Segunda y última
Continuando con mi entrega de ayer sobre el papel de los estudiantes en la universidad, quiero insistir en que los educadores distinguimos entre diseño curricular y desarrollo curricular. El diseño es la construcción del currículo teórico de la asignatura, de la carrera o del postgrado: los propósitos, todos ellos realistas y alcanzables, están allí, bien expresados y estructurados; los contenidos están claramente definidos, estructurados y justificados (recordemos que todo currículo es una selección: incluyo esto, pero dejo fuera aquello otro, y esto debo justificarlo); las actividades de aprendizaje están consideradas y claramente descritas; los procedimientos para la evaluación (diagnóstica, formativa y acumulativa) se relatan de manera convincente; la bibliografía básica y la bibliografía general han sido incluidas; y todo ello constituye un conjunto sólido y consistente.
Pero así y todo, a pesar de haber sido diseñado correctamente (y la mayoría de nuestros curículos universitarios no lo están, se reducen a una lista de temas o a una tira de materias), el currículo teórico es un pedazo de papel. Para los educadores el verdadero currículo está hecho por el quehacer de las personas, no es un trozo de papel.
Y por eso preferimos la noción de desarrollo curricular, proceso que va desde que se tiene una idea en relación con el currículo (un propósito que no se había considerado, un contenido nuevo, actividades de aprendizaje diferentes, distintas formas de evaluación, nuevas obras de estudio o de consulta), pasando por el diseño y llegando hasta su puesta en práctica, la evaluación de sus resultados y su ulterior modificación. La noción de desarrollo curricular, está conformada por personas y lo que las personas hacen, y no es una simple hoja de papel que se reparte.
Decimos entonces que nuestras universidades deberían poner en práctica procesos de desarrollo curricular flexibles, consistentes y eficaces y para ello, evidentemente, el concurso de los estudiantes es indispensable; puede darse el caso (y de hecho se da a menudo) que el diseño curricular no los tome en cuenta, pero el desarrollo curricular necesariamente debe hacerlo. Y este es otro de los roles que los estudiantes deben jugar en el quehacer de la universidad: sin ellos simplemente no hay desarrollo curricular.
Se supone que una universidad constituye una comunidad que con su quehacer va consolidando una posición crítica, reflexiva e independiente, tanto en las personas que la forman (profesores, investigadores, estudiantes, empleados, autoridades) como en la institución.
Una buena universidad constituye siempre un punto de referencia para la sociedad y sus instituciones, sean gubernamentales, independientes o privadas. La gente siempre pregunta: Bueno, y la Universidad, ¿qué opina de esto?, ¿qué tiene que decir al respecto? y todos sabemos que la Universidad no va a decir necesariamente lo que el gobierno dice (no porque el gobierno la sostiene va a opinar de la misma manera), o lo que opinan los sindicatos, o aquello por lo que se inclinan las compañías privadas.
La Universidad va a externar su propio decir inteligente, crítico, reflexivo e independiente. Bueno, en ese decir los estudiantes, los buenos estudiantes, los estudiantes dedicados y tenaces, los creativos, aquellos a los que devora la angustia por saber y averiguar, esas muchachas y muchachos que son el alma de la Universidad, esos tienen una participación crucial: no podría concebirse una buena universidad que exprese juicios, opiniones y dictámenes sin la participación de sus buenos estudiantes.
Bueno, y ahora díganme, queridas amigas y amigos estudiantes universitarios: ¿Son realmente ustedes parte de la Universidad?, ¿están participando activamente, comprometidos con la mente y con el corazón, en todos los aspectos mencionados de la vida de su casa de estudios?, ¿o están simplemente asistiendo a clases, tomando notas, estudiando libros y presentando exámenes?

Hoy sábado 16 de julio de 2005

Una vez más: en contra de la educación bancaria 

Primera parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Una y otra vez visitamos escuelas y universidades, una y otra vez asistimos a clases en instituciones de educación básica, media superior y superior, y una vez más se nos va el alma al suelo: el profesor, sobre el estrado o dando calmosos pasos sobre el suelo, con mesa o escritorio al lado o sin ellos, pero siempre frente al grupo, dicta, esto es, dice su clase, como se hacía y se viene haciendo desde hace más de 600 años.
Los alumnos escuchan o no, ponen atención o no; como visitante, uno percibe que aquí y allá algunos procuran seguir al maestro mientras otros ni siquiera lo intentan: están en la luna de Valencia o de plano están haciendo otra cosa. Pero el mentor no se da cuenta o prefiere o finge no darse cuenta, y sigue sus decires con flema o con entusiasmo, con monótono acento o con ocasionales fuegos de elocuencia, pero dentro del mismo esquema o patrón: quien da la clase habla, quien la toma escucha.
Con insistencia se ha dicho y escrito, y yo comparto esa convicción, que el conocimiento no se transmite, que el estudiante, que se está formando a nuestro lado y no frente a nosotros, debe reconstruir los saberes de manera creativa y participativa; que para ello debe aportar su propia experiencia cognitiva escogiendo, dialogando, argumentando y haciendo con sus tutores y con sus compañeros; que es indispensable que reelabore lo que escucha, lo que lee, lo que observa y lo que hace para asumirlo de manera crítica y selectiva como cosa propia en la estructura de su discernimiento y de sus competencias personales, que le son característicos y exclusivos; que un alumno, para aprender, debe ver con sus propios ojos, pensar con su propia cabeza y hacer con sus propias manos.
Freire se lanzó hace ya muchos años, y todos nosotros con él, en contra del modelo de educación bancaria, en el cual el maestro habla y los alumnos escuchan sentaditos en sus bancos, el maestro dicta y los alumnos escriben, el maestro hace preguntas y pone pruebas y exámenes para ver "quién entendió y quién no"; esto es, en el fondo, un modelo que supone que el maestro sabe y los alumnos no, el maestro instruye y manda y los alumnos ponen atención y obedecen si quieren "aprender". Alumnas y alumnos son considerados tabula rasa, cestos vacíos, mentes en blanco. No voy a insistir en las relaciones obvias que este modelo guarda con la injusta realidad social en que vivimos, en la que quien tiene el poder es el que "sabe" y manda y el ciudadano es quien ignora y por tanto debe obedecer; y quien no obedece es porque "no entiende", "no sabe", y por lo tanto queda descalificado.
Que ocurra esto en las instituciones de educación superior es inconcebible, pues alumnas y alumnos tienen detrás 12 o 14 años de escolaridad. Pero tampoco tiene que suceder en los niveles educativos precedentes, ya que incluso al jardín de niños el párvulo llega con una enorme gama de conocimientos, de actitudes y de experiencias que deben ser consideradas y puestas en juego por la educadora para hacer participar a los infantes de manera imaginativa y creadora en el diario quehacer escolar. Y, de hecho, es el de educación preescolar el único nivel educativo en el que se trabaja sistemáticamente de esta manera. A partir del primer grado de primaria, niñas y niños se ven obligados a "tomar clases", poco a poco para empezar, pero avanzando con paso firme del segundo al sexto grados, ya que debemos preparar a chicas y chicos para la secundaria, en la que los preceptores, por lo regular, "dictan" cátedra. Y por eso es que muchos de nuestros jóvenes no saben escribir lo que piensan o lo que sienten: los hemos entrenado para escribir solamente lo que se les dice.
Volviendo al nivel de la educación superior, insistiré una vez más en que una universidad es una comunidad de estudio y aprendizaje en la que se promueve a un nivel avanzado la construcción colectiva de saberes, valores y actitudes así como el desarrollo físico, intelectual, afectivo, moral, cultural, social y profesional de todos sus miembros, sean autoridades, profesores, estudiantes o empleados.
Para apuntalar y robustecer dicho desarrollo, y para asegurar la construcción colectiva de saberes, valores y actitudes, la universidad de nuestros días debe llevar a buen fin una gran pluralidad de actividades de aprendizaje tales como clases, sí, pero también, como ya dije en mi entrega anterior, sesiones de laboratorios y de talleres varios, investigaciones, prácticas diversas, trabajos de campo, análisis de resultados, videoconferencias, mucho estudio independiente, aprendizaje cooperativo, seminarios, coloquios, grupos de discusión, conferencias, estudio de casos, pasantías formativas, simulaciones informáticas, clubes, uso y discusión de materiales de aprendizaje y estudio de distinta naturaleza, visitas, viajes, actividades culturales, autoevaluaciones, coevaluaciones y heteroevaluaciones (la evaluación, cuando se hace bien, constituye una actividad de aprendizaje)y otras. Es claro que muchas de estas actividades son implementables desde la educación primaria.

Hoy domingo 17 de julio de 2005

Una vez más: en contra de la educación bancaria 

Última Parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Decíamos ayer que una universidad no debe quedarse varada en la supuesta transmisión del conocimiento postulada por el modelo bancario; por ello, insistimos una vez más en que quienes consideran a nuestras instituciones de educación superior simplemente como agregados de salones en los que los docentes dan clase y los estudiantes se sientan a escuchar, tomar notas y presentar exámenes con miras a obtener un título, diploma o grado hacen gala, por decir lo menos, de una visión fragmentaria, trunca, incompleta y deformada de lo que es una institución de educación superior. Es en extremo infortunado que tantas de nuestras instituciones así llamadas sean concebidas y trabajen de acuerdo con esta visión casi grotesca.
Entre las muchas y muy diversas actividades de aprendizaje, las clases mismas no deben ser convertidas en conferencias, pues son éstas dos estrategias distintas para aprender y cada una tiene su lugar.
Para ser efectiva, una clase debe asegurar la participación activa de los estudiantes a través de discusiones, polémicas y debates, a través del análisis de materiales muy diversos (impresos, digitales, virtuales, audiovisuales, textuales, icónicos, etc), a través de la consideración de aportaciones y ensayos elaborados por los propios alumnos individualmente o en equipo; la clase debe implicar mucho estudio y trabajo independiente individual y colectivo, ya sea de corte documental o trabajo de campo, de taller o de laboratorio, cuyos procedimientos y resultados se llevan a la clase para ser analizados y discutidos.
En la universidad, como en los niveles precedentes, tenemos en todos los cursos una comunidad de estudiantes que representan una gran diversidad, una riqueza cultural enorme, una variedad de aproximaciones y de estilos y temperamentos y experiencia que constituye una verdadera fortuna humana. Es imperdonable no asegurar en nuestro quehacer docente la participación de todos ellos; el modelo bancario, tan criticado por Freire, ha demostrado durante siglos su ineficacia, su pobreza, su sinrazón y su violencia.
Por lo demás, el modelo bancario está muy en concordancia con los contenidos de la educación, con aquello que nuestros maestros quieren que aprendamos en las lecciones que imparten.
Por lo general, planes de estudio y programas de clase incluyen lo que denominamos el saber qué, esto es, a lo que en la escuela o facultad se refieren como "conocimientos": el enunciado de conceptos, nociones, principios, teorías y leyes; la descripción de hechos, eventos, sucesos, interacciones, formas, estructuras, componentes, agrupamientos, clasificaciones, funciones y procesos; y el uso correcto de términos, símbolos, nombres y fechas.
Pero son casi siempre ignorados o al menos abordados muy pobremente el saber cómo (esto es, el conocimiento y dominio de procedimientos, técnicas, métodos, acciones y maneras de hacer las cosas, ya sean éstas puramente intelectuales, como leer bien o hacer inferencias, sacar deducciones, interpretar y evaluar, planificar, comunicar y representar lo que pensamos y hacemos, o bien psicomotrices como manejar una pieza de equipo o una maquinaria, expresarse corporalmente o practicar algún deporte o ejercicio, y muchas de ellas mixtas, en las que pensamos con la mente y actuamos con el cuerpo casi simultáneamente); el saber por qué (en sus dos vertientes: la explicación de hechos, fenómenos, eventos y nociones, por un lado, y por el otro la justificación teórica, inclusive ética, de asertos e investigaciones); el saber para qué (esto es los propósitos, metas y objetivos de lo que hacemos, asunto fundamental en nuestros días, ya que ahora tenemos la posibilidad científica y tecnológica de hacer cosas que no son deseables aunque sean posibles) y el saber cuándo (la oportunidad con que se hacen las cosas, el saber cuándo hay que hacer qué, asunto fundamental en los quehaceres humanos).
Todo esto es casi siempre ignorado, ya que para lograrlo no basta con el decir, es necesario el hacer; no basta con el escuchar ni el escribir: es necesario participar.
Y es así como en la escuela quieren que aprendamos historia sin entender cómo se hace la historia, cómo se realizan las investigaciones históricas, cuáles son las fuentes en las que debemos buscar para comprender cómo ocurrió la historia. ¿Cómo voy a aprender historia si la clase me implica como un sujeto a-histórico? Igual quieren que aprendamos ciencias naturales y ciencias sociales diciéndonos cómo son las cosas, hablándonos de todo lo que se sabe sobre la vida natural y la vida social, pero sin que nos aproximemos a los métodos y los procedimientos para averiguar lo que todavía no se sabe y gracias a los cuales se estableció lo que ahora es sabido.
Einstein dijo, y dijo bien, que las personas no aprenden por lo que se les dice, sino por lo que hacen. Y el viejo proverbio chino afirma que quien oye, olvida; quien ve, recuerda; quien hace, comprende. De manera que no hay nada nuevo en lo que estoy diciendo.

Hoy domingo 13 de agosto 2006

La Universidad de la Ciénega: una nueva universidad para Michoacán 

Juan Manuel Gutiérrez Vázquez / I
Hace poco más de tres años que hemos estado trabajando en la planeación y organización de una nueva institución de educación superior en el estado de Michoacán, la Universidad de la Ciénega.
En estos trabajos han sido analizadas las tendencias de la educación superior en el mundo y en nuestro país, se ha diseñado el modelo académico de la nueva universidad, se han elaborado de manera participativa tanto los planes de estudio de las diez carreras con que comenzará la nueva universidad en el corto plazo (cuatro en septiembre de este año, otras seis el año próximo) como los programas de las asignaturas respectivas, y se han proyectado y calculado los edificios en los que desarrollará sus labores durante 2007 (en 2006 trabajará en locales proporcionados por el Conalep de Sahuayo).
También ha sido desarrollado un vasto programa de difusión a base de conferencias, entrevistas con la prensa, la radio y la televisión, diseminación de materiales informativos impresos y virtuales y numerosas sesiones de discusión con estudiantes interesados en la nueva institución.
En estos trabajos han participado especialistas de la Universidad Nacional Autónoma de México (con la que el gobierno del estado firmó en su oportunidad un convenio al efecto), provenientes tanto de la ciudad de México como del Campus Morelia, de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, del propio gobierno del estado y de otras instituciones académicas.
También se ha contado con la colaboración entusiasta de funcionarios, instituciones y personas de la sociedad civil de la región de la Ciénega en el estado de Michoacán, principalmente en los municipios de Sahuayo, Jiquilpan, Emiliano Zapata, San José de Gracia, Marcos Castellanos, Zamora, Tangamandapio, Chavinda, Villamar, Venustiano Carranza, Régules, Cojumatlán, Briseñas, Tocumbo, Cotija y otros; se ha constituido un Patronato de Apoyo al Proyecto y se ha comenzado ya a contratar personal académico y administrativo.
Todo este desarrollo se ha fundamentado en estudios realizados por la Secretaría de Educación en el Estado y el Centro de Estudios Sobre la Universidad, perteneciente a la UNAM, en los cuales se han analizado la demanda potencial y la oferta de educación superior tanto en la región noroccidental del estado como en la zona centro occidente del país (Aguascalientes, Colima, Guanajuato, Jalisco, Michoacán y Nayarit), así como el comportamiento de diversas variables demográficas, educativas y de trabajo en ambas regiones.
Como la nueva universidad abre sus puertas a los estudiantes ya en el mes de septiembre de este año, por lo pronto solamente en las ciudades de Sahuayo y Jiquilpan, parecería oportuno dar noticia más amplia sobre la institución al público en general. Como miembro del Grupo de Trabajo de la Universidad de la Ciénega y como colaborador de La Jornada Michoacán, aprovecho el espacio que me proporciona este diario para dar a nuestros lectores dicha información.
La Universidad de la Ciénega será una institución de estudios superiores del estado y por lo tanto pública, autónoma, laica, apartidaria, intercultural, con personalidad jurídica y patrimonio propios, respetuosa e interesada en el estudio de una diversidad de corrientes científicas, filosóficas, políticas, ideológicas y religiosas, en la que tendrán cabida personas, trátese de estudiantes, profesores, directivos o empleados, sin ninguna discriminación de género, edad, etnia, filiación política o credo religioso.
Las funciones de la universidad serán la docencia a nivel superior; la investigación básica y aplicada; la consultoría y asesoría externas; la diseminación de la cultura y el conocimiento; la extensión de sus servicios a la sociedad en general; el otorgamiento de títulos, grados académicos, diplomas y certificados; el análisis crítico del desarrollo material, intelectual, afectivo, social y moral de la sociedad y del país; y la gestión eficaz y eficiente de todo ello. El desarrollo de estas funciones en las diferentes disciplinas y campos será necesariamente paulatino, pero debe dejarse claro que la universidad demandará para sí, de manera permanente, las funciones señaladas; no nos imaginamos una universidad en la que sus funciones académicas se reduzcan a impartir clases, organizar unas cuantas actividades culturales y publicar un par de libros y revistas.
Aunque contribuirá de manera significativa a dar satisfacción a la demanda potencial de educación superior en la región centro occidente del país, la universidad se constituirá como una institución de frontera, esto es interdisciplinaria, intercultural, interregional, interestatal e internacional, con todo lo que ello implica en el estudio de las relaciones y reacciones recíprocas que se dan entre las disciplinas, las culturas, las comunidades, las regiones, los estados y las naciones. Esto debe quedar reflejado en todas sus funciones y en los intercambios académicos que establezca. En un tiempo razonable, la Universidad deberá contar con extensiones en otros estados del país y en otros países. La Universidad de la Ciénega no es, pues, una universidad local. 

La Universidad de la Ciénega: una nueva universidad para Michoacán 

Juan Manuel Gutiérrez Vázquez / II
La Universidad de la Ciénega no comulga con la idea de que en una institución educativa se dan cita unas pocas personas que lo saben todo (los docentes) y muchas que no saben nada (los alumnos), a quienes se trata como cántaros vacíos que hay que llenar con conocimientos como se llena de fruta una piñata. Nuestra universidad será una comunidad de aprendizaje en la que directivos, docentes, investigadores, estudiantes y empleados aprenderán de manera cooperativa unos de otros, ayudándose unos a otros, pues todos tendrán algo que aportar; por supuesto que quien tenga más aportará más. La universidad postula que el aprendizaje se da gracias al esfuerzo personal y colectivo de quienes desean aprender, y no solamente el de quienes quieren enseñar. Contará con un sistema de acompañamiento de sus estudiantes a base de tutores y asesores, funciones que serán desempeñadas por los propios profesores de la planta académica, pues la experiencia nos dice que los altos índices de deserción que ocurren durante los primeros años en las instituciones de educación superior del país, se deben fundamentalmente a problemas de orientación y al dominio insuficiente de las competencias culturales básicas, entre ellas la de saber estudiar y aprender eficazmente.
La universidad desarrollará una diversidad de lugares y acciones para que el aprendizaje ocurra, tanto dentro como fuera de sus aulas. Entre ellos destacarán ambientes de aprendizaje cooperativo en que los estudiantes contarán con el apoyo de tutores y asesores, biblioteca especializada, laboratorios y talleres, facilidades para el trabajo de campo, facilidades de cómputo y aprendizaje virtual, acceso a Internet y a bibliotecas digitalizadas del país y del extranjero. El aprendizaje de una segunda lengua será considerado indispensable. La investigación documental, experimental y de campo será un componente sistemático en todos los ciclos para todas las carreras: alumnos y profesores aprenderán investigando y haciendo, no solamente escuchando (ya lo dice el viejo adagio chino: si escucho, olvido; si veo, recuerdo; si hago, comprendo). Los programas de las diversas asignaturas se dimensionarán alrededor de problemas a resolver, no solamente de temas a estudiar.
La nueva universidad aceptará como estudiantes tanto a personas que se propongan estudiar una carrera profesional u obtener un certificado, diploma o grado académico, como a aquellos que quieran estudiar en forma libre los cursos sueltos que sean de su interés con el propósito de enriquecer su vida personal, familiar y social. No habrá ninguna discriminación en lo que se refiere a la edad de quienes soliciten entrar a ella. Como ya lo hace la Universidad Indígena Intercultural de Michoacán, una persona que solicite tomar un curso suelto y que no haya acreditado los estudios formales previos respectivos, puede demostrar mediante exámenes y entrevistas que tiene el interés y los conocimientos requeridos como prerrequisitos y ser admitido en el curso seleccionado, contando con la orientación y el apoyo de un tutor a lo largo de todo su desempeño.
Los diseños curriculares de la universidad serán flexibles. La seriación de asignaturas se mantendrá en el mínimo razonable. Los estudiantes y sus tutores pueden seleccionar cursos de otras carreras de esta y de otras universidades, presenciales o a distancia, que sean relevantes para la formación de la persona de que se trate. Será posible diseñar currículos mixtos de acuerdo con las necesidades de las disciplinas, campos y problemas escogidos, así como de las necesidades e intereses del estudiante.
Además, serán establecidas relaciones académicas e intercambios permanentes de estudiantes, profesores y empleados con escuelas que impartan el bachillerato, de manera que el tránsito de la educación media superior a la superior no signifique ninguna dificultad para las alumnas y alumnos. Con esto esperamos aprender lo necesario sobre los problemas que confrontan las instituciones de los dos niveles, establecer apoyos mutuos y compartir aproximaciones, modelos y soluciones. También se establecerá una continuidad entre los estudios de licenciatura y los de postgrado, de manera de no entorpecer ni retardar el tránsito de unos a otros. Será posible iniciar estudios de postgrado durante el último año de la licenciatura. Se racionalizarán los requisitos para acreditar las licenciaturas que se impartan para que no quede un solo pasante sin titularse.
Hoy miércoles 24 de agosto de 2005

Verdi vence al destino 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
El año de 1840 fue particularmente difícil para Verdi y cualquiera hubiera podido decir que su destino estaba cumplido. El mismo Verdi, a sus escasos 26 años, lo pensó entonces así. Pero sería mejor comenzar esta historia por el principio.
Giuseppe Verdi nació en 1813 en La Roncole, pueblecito cercano a la ciudad de Busseto, ambos pertenecientes al Ducado de Parma (dominado entonces por los austriacos a través del gobierno francés títere de la emperatriz María Luisa, impuesta por Napoleón). Verdi nació en el seno de una familia humilde: su padre era tabernero y atendía allí mismo una modesta tienda de abarrotes (aunque no se debe pasar por alto que sus padres sabían leer y escribir, en un tiempo en el que solamente 10 por ciento de los italianos era capaz de hacerlo). Pero en fin, volviendo a nuestro relato, y como se dice siempre en estos casos, el niño mostró desde chico una musicalidad extraordinaria y aprendió sus primeras notas del organista de la iglesia local, en la que también servía de acólito. Todo ello llegó al conocimiento de un rico hombre, Antonio Barezzi, amante de la música y flautista de afición, avecindado en Busseto, que se interesó por él y lo patrocinó en su educación musical.
La relación de Peppino con los curas no siempre fue armoniosa (ya que hablamos de música), y en alguna ocasión, a los siete años de edad, fue arrojado violentamente del altar por el sacerdote Masini, a quien asistía durante la misa, golpeándose al caer por las gradas de piedra. Al levantarse, Verdi gritó al cura: ¡Que Dios lo fulmine con un rayo! Y la maldición de Verdi se cumplió ocho años más tarde: el padre Masini, tres sacerdotes más, dos cantantes del coro, dos perros y un percherón, fueron muertos por un rayo que, como todo rayo, vino del cielo. Por casualidad, Verdi se había retrasado para el servicio. Ya imaginará el lector que estos episodios no inclinaron mucho a Verdi hacia la iglesia, y nuestro hombre fue un buen católico anticlerical hasta su muerte.
A los 11 años de edad Verdi era ya el organista de las iglesias de La Roncole y de Busseto. Su protector Barezzi llegó a convertirse en un segundo padre para Verdi, en más de un sentido, pues el futuro gran hombre se enamoró perdidamente de la hija de su benefactor.
A los 19 años, Verdi se encaminó con rumbo a Milán, dada su intención de estudiar en su prestigioso Conservatorio, pero fue rechazado (loor a los pedagogos de todo tiempo y lugar) por rebasar la edad límite y no tener suficiente talento musical, además de ser extranjero (¡en su propio país!), pues Lombardía era en efecto una posesión austriaca y Parma, francesa. Sin embargo, sostenido por Barezzi, Verdi permaneció en Milán tomando lecciones privadas, escuchando mucha música, yendo regularmente a la ópera en el Teatro alla Scala, e incluso acompañando desde el piano los ensayos para una ejecución del oratorio La Creación, de Haydn, de la cual eventualmente se le encargó la dirección. Volvió a Busseto en 1834 como director de música de la escuela local y, ya establecido, se casó poco tiempo después con Margherita Barezzi, la hija de su benefactor. A los diez meses y medio nació su hija Virginia, y un año después su hijo Icilio. Llevado de su convicción musical, Verdi se mudó nuevamente a Milán, con su joven familia, pues había ya comenzado a trabajar en su ópera Oberto y en su mira estaba que fuera aceptada para su presentación en el Teatro alla Scala. El estreno de la misma ocurrió a fines de 1839, con un éxito más que razonable, por lo cual el empresario Mirelli le encargó tres óperas más.
Y entonces llegó el año aciago, aunque la temprana muerte de su hija Virginia, en agosto de 1838, puede ser tomada como una especie de premonición. En octubre de l839 murió su hijo Icilio, y a los ocho meses murieron también Margherita, su mujer, víctimas todos ellos de enfermedades infecciosas no claramente diagnosticadas. A pesar de situación tan difícil, Verdi alcanzó a cumplir con el primero de sus compromisos, y entregó a tiempo su ópera Un giorno di regno a Mirelli. La ópera se estrenó en 1840 y fue muy mal recibida, siendo retirada inmediatamente después de la función de estreno. No es difícil imaginar lo que esta combinación de infortunios personales, familiares y profesionales significó para Verdi. Sintiéndose derrotado en todos los frentes, Verdi pensó que quizá los profesores del Conservatorio de Milán habían tenido razón, y que él carecía del talento musical necesario para devenir en un buen compositor de óperas. Decidió firmemente, por lo tanto, que no escribiría más música y que se dedicaría a otra cosa.
Aunque Verdi había decidido abandonar la música, el empresario Mirelli estaba convencido de lo contrario, y con insistencia trató de que Verdi leyera un libreto, basado en la vida de Nabucodonosor II, emperador de Babilonia. Finalmente nuestro hombre leyó el manuscrito. Aunque no mostró mucho interés, Verdi tenía un vivo sentido de las posibilidades dramáticas de todo lo que leía, y cuando llegó a la parte del libreto en la que los judíos, deportados de su patria por el conquistador babilonio, la recuerdan y cantan a la libertad, nuestro compositor tomó su decisión: haría la ópera que Mirelli le pedía.
Al sobreponerse a su desdicha, Verdi mostró lo que fue característica de su vida y de su obra para el resto de su carrera: por una parte, un tesón invencible por superarse, por estudiar, por aprender, por incorporar a su trabajo logros musicales y dramáticos cada vez más acabados, ricos y efectivos; por la otra, con una simpatía genuina y gran sentido de la oportunidad, unió su talento musical a la causa del nacionalismo italiano y de la independencia de su país como un todo único e indivisible.
Tanto con su música como con las historias narradas en sus óperas, independientemente del lugar y de la época en los que transcurriera la acción, Verdi siempre envió poderosos mensajes emocionales a sus compatriotas, y todos ellos lo recibieron siempre como el compositor nacional por excelencia, embarcándolo incluso en una especie de carrera política: cuando los italianos escribían Verdi en los muros de las ciudades dominadas por austriacos y franceses, también querían decir Vittorio Emanuele, Re D'Italia. Y todo esto comenzó con el coro de los prisioneros hebreos de Nabucco, como vino a llamarse la ópera en cuestión.
A pesar de su enorme talento, de su musicalidad y de su capacidad de trabajo, Verdi estaba muy nervioso e inseguro durante los ensayos de la ópera. ¿Sería otro fracaso, como el de Un giorno di regno dos años antes? ¿O un éxito, como el de Oberto tres años atrás? Esos días postreros de invierno transcurrían con lentitud y en grande angustia, y Verdi no sabía ya cómo podría esperar hasta el día del estreno. Unas horas antes del mismo, el compositor asistía al ensayo general de la obra.
En el teatro reinaban gran actividad y mucho ruido, pues carpinteros y tramoyistas presentaban y clavaban decorados y artificios diversos, los escenógrafos gritaban instrucciones para correr este artefacto más acá y aquél más allá, ingenios de construcción varia subían y bajaban, los mandaderos corrían con recados de un lado para otro, las afanadoras limpiaban las plateas, y mientras tanto el director conducía, la orquesta tocaba, los cantantes cantaban como podían (la soprano Strepponi, que cantaba el papel estelar, se quejaba de una afección a la garganta) y Verdi, claro, en medio de aquel trastorno, desesperaba.
Pero entonces llegó el momento en que el coro de los judíos desterrados cantó recordando a su patria lejana, cantó por la libertad de los pueblos, cantó Va pensiero sull'ali dorate... Y la música fue como un río despacioso, como una pausada corriente que fue envolviendo y calando a todos; y poco a poco los carpinteros dejaron de clavar, los tramoyistas ya no gritaron más, las afanadoras detuvieron la limpieza y volvieron sus rostros hacia el escenario, los mandaderos interrumpieron sus carreras, transpuestos todos ellos por el cantar del coro; no pocos lloraban en silencio. Verdi se quedó atónito, maravillado; como si estuviera viendo visiones, se dijo: triunfaré. Y así ocurrió.
Nabucco fue un gran éxito desde su estreno en la primavera de 1842, y en la temporada de otoño del mismo año fue presentada en el mismo lugar 57 veces, un logro nunca alcanzado antes ni después en el famoso Teatro alla Scala de Milán. Y de allí a todas las ciudades importantes de Italia, a los más destacados centros musicales de Europa, a Nueva York, a Argelia, a Constantinopla, a Buenos Aires y a La Habana. Y en los casi 60 años siguientes Verdi escribió y vio estrenar y ejecutar con éxito diverso, en todo el mundo, decenas de obras, lo cual nunca le hizo perder la cabeza: cuando Vittorio Emmanuelle, ya rey de Italia, le ofreció hacerlo noble, Verdi se excusó diciéndole: Signore, io sono un paesano (señor, yo soy un pueblerino); años más tarde se negó también a ser presentado con la reina Victoria, en Londres. Siempre se mantuvo en el corazón y en la mente de sus compatriotas, gracias a su devoción y su esfuerzo sostenidos que le llevaron a conocer a fondo su propia musicalidad sin complicaciones postizas ni teorizaciones ajenas, a su temprana decisión de eliminar virtuosismos gratuitos en favor de una emotividad auténtica, a su competencia para componer melodías que impactaran directamente los sentimientos de sus escuchas, a la exploración de las posibilidades más extremas de la voz humana como instrumento musical.
De la misma consecuencia fueron su visión para apreciar siempre las posibilidades dramáticas de los libretos que le ofrecían o que él mismo encargaba, su rigor en la composición y en la escena (se dice que para el dueto del primer acto de Macbeth, con miras a su estreno, nuestro músico demandó hasta 150 ensayos, al final de los cuales quien interpretaba a Macbeth hubiera preferido matar a Verdi que al rey Duncan) y su fidelidad a la causa de la independencia y de la unidad de su patria.
Muchas de sus arias y coros llegaron al corazón y a la memoria del pueblo, pero cuando al mes de muerto su cadáver fue llevado junto con el de la Strepponi, su segunda esposa, del Cimetero Monumentale de Milán a su descanso final en la Casa di Riposo, creada por el propio Verdi para el retiro de músicos sin recursos, más de 300 mil personas formaron el cortejo. Y ese cortejo, suave, espontáneamente, comenzó entonces a cantar: Va, pensiero sull'ali dorate...
Hoy miércoles 14 de septiembre de 2005

Una lista para el supermercado de la vida 

Primera parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Durante los últimos 40 años de obras y afanes he tenido oportunidad de trabajar en proyectos numerosos y diversos relacionados directamente con la educación básica de poblaciones que viven en condiciones de marginalidad mediana o extrema.
En ocasiones se trataba de grupos de niños y adolescentes que habían abandonado la escuela tiempo atrás (o más bien la escuela los había abandonado a ellos), en otras eran muchachos y muchachas que vivían en lugares en los que no se contaba con escuelas en muchos kilómetros a la redonda, en otras más eran adolescentes y adultos e incluso ancianos que por razones varias no habían completado o siquiera iniciado su educación formal.
No se piense que esto ocurría solamente en zonas rurales geográficamente apartadas: muy a menudo sucede en pueblos y ciudades en los que tal carencia no tiene justificación alguna. La marginalidad y el aislamiento se dan, por desgracia, en todos lados; dirija su atención el minucioso lector a las muchas amas de casa que no terminaron o siquiera intentaron comenzar su educación básica, piense en los enfermos crónicos hospitalizados o no que han sufrido la misma privación, o en las personas recluidas en prisiones diversas que sobrellevan una condición similar, todos ellos habitantes quizá de ciudades atareadas, cultas y rumbosas.
En cada lance, y visto el tiempo perdido, la preocupación del equipo de trabajo era la misma: mantener dentro del currículo lo que era esencial y relevante en tales condiciones de marginalidad y no malgastar la oportunidad con lo demás. No resisto la tentación de invitar a mis lectores a considerar que, aunque trabajábamos con casos relativamente extremos, la tarea de quien diseña un currículo o plan o programa de estudios a menudo debe consistir más en quitar que en poner, ya que los ponedores, que por desgracia abundan como gallinas, terminan diseñando currículos enciclopédicos e inacabables fuera de toda realidad.
Una piedra de toque en esta nuestra labor extirpatoria fue la de eliminar del contenido de la educación todo saber que no estuviera directamente ligado con la toma de decisiones en la vida personal, familiar y social en las extremas condiciones en las que nos encontrábamos trabajando. En cambio, fueron incluidos, e incluso fortalecidos y enriquecidos, los saberes relevantes para la acción en la vida de todos los días en tales circunstancias.
Por supuesto que fueron amacizados de manera conspicua asuntos que se relacionaban con la salud, la nutrición, la calidad de vida, la contaminación y el cuidado del ambiente, el trabajo (por favor no confundir trabajo con empleo), el desarrollo cognitivo y emocional, la paternidad y maternidad responsables, los problemas de género, en fin.
Dentro de salud y calidad de vida no solamente aparecían y permanecían los aspectos materiales o físicos, sino también los intelectuales, los afectivos, los sociales y los morales, indispensables todos ellos en la toma de decisiones sanas en nuestra vida diaria.
Y este quita y pon fue siendo sistematizado gracias a los diversos proyectos que diseñé o en los que participé, y que me llevaron a trabajar en diversos poblados, ciudades y rancherías, en programas de educación formal y no formal, con niñas y niños y con madres y padres, en prisiones de alta seguridad para hombres y mujeres, en nuestro país y en otros países de la región y de otras regiones del globo.
Fue en comunidades rurales muy apartadas, en Honduras, a fines del siglo pasado, cuando comencé a hablar de un currículo de vida o muerte para la educación básica, pues la idea era dejar y fortalecer en planes y programas los saberes necesarios para sobrevivir y mejorar la calidad de vida en condiciones de marginación; esto es que saber o ignorar aquello era asunto de vida o muerte.
Pero al pasar los años y seguir trabajando me di cuenta de que ese currículo de vida o muerte era válido no solamente para casos de marginación extrema, sino para la vida diaria de todos nosotros, llevemos o no una vida marginal, y que si alguno de nosotros no domina y pone en práctica alguno de esos saberes, simplemente se muere, punto.
Quizá esa muerte no sea física, quizá sea se trate de una muerte o de una agonía intelectual, o afectiva, o social o moral. Pero el caso es que uno agoniza y muere, no le quepa al alarmado lector duda de ello.
¿Cuántas personas muertas vemos caminando por las calles todos los días? ¿Cuántos cadáveres "trabajan" en nuestra oficina? ¿Cuántos muertos son vecinos de nuestro barrio? ¿Cuántos difuntos están viendo la TV en este momento? Hay mucha gente que ha fallecido desde hace tiempo aunque se empeñe en no darse cuenta.
Y hay lugares, que no son precisamente los camposantos ni los hospitales para enfermos terminales, en donde hay más muertos que vivos. Para quitar a estos artículos el sabor ciertamente macabro del presente párrafo, y darles un tono más ligero y hasta frívolo, los he titulado Una lista para el supermercado de la vida, ya que uno puede adquirir y hacer florecer (pero no comprar) tales saberes por sí mismo, sin necesidad de ir a sentarnos en un pupitre al lado de los párvulos, ni usted ni yo, que la verdad es que ya no estamos para ello.
Hoy sábado 17 de septiembre de 2005

Una lista para el supermercado de la vida 

Segunda Parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Entonces, continuando con la entrega anterior, ¿qué tenemos que saber y saber hacer para vivir, para seguir viviendo o, en caso extremo, para resurgir y volver a contarnos entre los vivos? Haga usted su lista para el supermercado de la vida, considerado lector, yo le comparto aquí la mía.
Me conozco, me comprendo y me valoro: no puedo cuidar ni hacer que broten capullos en algo que no conozco, que no comprendo o que no valoro. ¿Qué cualidades mías quisiera desarrollar y fortalecer? ¿Qué defectos debo superar? ¿En qué condiciones funciono mejor como persona? ¿Qué debilidades tengo que es necesario vencer? ¿Comprendo bien todo lo que hago, cómo lo hago, por qué lo hago y para qué lo hago? ¿En qué cosas realmente creo? ¿Actúo siempre de acuerdo con aquello en lo que creo o soy bueno nada más cuando estoy en misa y hasta doy limosnas a la salida? ¿Podría ser mi vida más consistente con mis creencias? ¿Valgo la pena como persona? ¿Puedo llegar a ser más valioso, para mí y para los demás? ¿Cómo? No se olvide que en este primer aspecto, como en todos los demás, debemos considerar tanto los aspectos materiales o físicos como los intelectuales, afectivos, morales y sociales. Por lo general cuando la gente habla de salud se refiere a salud física (alimentarnos sabiamente, hacer ejercicio, evitar el contagio), pero también debemos cuidar nuestra salud intelectual (no nutrir nuestra mente con idioteces ni porquerías), nuestra salud afectiva (cultivar los buenos sentimientos, evitar odios y rencores), nuestra salud social (llevarnos bien con las personas, ayudarlas y apoyarlas, participar de manera positiva en la vida de la comunidad) y nuestra salud moral (tener una noción clara de lo que está bien y de lo que está mal y actuar en consecuencia, no olvidar que la ética no es un mero ejercicio mental: es un asunto práctico, de la vida diaria). Por supuesto que es indispensable saber en dónde tenemos el estómago o los riñones y saber cómo funcionan, pero hay que saber lo mismo para nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestras relaciones con los demás y nuestros valores de acuerdo con los cuales pensamos y actuamos.
Formo parte de algo más grande: sea esto a veces un consuelo y a veces un fastidio, no estamos solos, por más que en ocasiones así lo pensemos. Pertenecemos a una familia, a un grupo, a una comunidad; pertenezco a mi barrio y a mi provincia (la matria del querido y recordado Luis González y González), a mi nación (la patria); formo parte del mundo y del universo. Aunque como individuos cada uno de nosotros es un todo, somos fracción de algo que es más grande que nosotros, funcionamos dentro de un todo mayor. Y por supuesto que entran aquí las creencias y convicciones, trascendentes y no, religiosas, filosóficas y políticas, de todos y cada uno de nosotros. Y estas certezas y verdades, así como la fe y las creencias de cada quien, deben ser cultivadas, aquilatadas para que florezcan y, sobre todo, para que seamos capaces de actuar siempre en concordancia con ellas.
Conozco, comprendo y valoro lo que me rodea: lo primero, mi propia familia, mi propio hogar; pero junto con ello debo conocer, comprender y valorar a mi grupo y a mi comunidad, así como a otros grupos y otras comunidades; a mi cultura y a otras culturas, con todo lo que ellas significan, culturas de aquí y de allá, de este lugar y de otros lugares, de este tiempo y de otros tiempos, de ahora y de antes. Con todo ello debo ir logrando una perspectiva de comprensión, de aprecio y de receptividad hacia lo otro y hacia los otros, hacia la otredad (o alteridad, como dicen los enterados), tanto en el tiempo como en el espacio. Debo conocer, comprender, apreciar y cuidar al resto de los seres vivos, a las plantas y a los animales, y a las cosas no vivas, a la tierra, al agua, al aire, en fin (como el santo de Asís dirás hermano al árbol, al celaje y a la fiera, tal cual escribió González Martínez). Nos debemos concebir a nosotros mismos como parte de ese conjunto, con nuestro destino indefectiblemente unido a esa totalidad. Y esto incluye, como ya se dijo en el inciso anterior, al universo, pues los mismos principios rigen todos los fenómenos que ocurren en él, desde el movimiento de las galaxias hasta las agruras de que sufre mi suegra por las noches. Los seres humanos necesitamos saber cuál es nuestro lugar en el universo.
Me comunico: soy capaz de usar tantos lenguajes como me sea posible, lenguajes simbólicos como las lenguas que hablamos y escribimos y leemos y escuchamos los seres humanos, incluidas las matemáticas; pero también los lenguajes de gesto y cuerpo, que mucho es lo que podemos expresar con nuestro rostro, nuestras manos, nuestros brazos, el movimiento y la posición de nuestras piernas, de nuestro cuerpo todo. No olvidemos tampoco el lenguaje icónico, esto es, el lenguaje de las imágenes, pues bien decimos que una buena imagen expresa más que mil palabras. Hay que desarrollar nuestra capacidad para expresarnos con dibujos, esquemas, diagramas, mapas, gráficas y otros recursos icónicos. Y en estos tiempos de las tecnologías de la información y la comunicación, es menester que aprendamos a registrar, ordenar, almacenar y recuperar información de cualquier material impreso; de videos, películas y fotografías; de cintas magnetofónicas, diskettes, jetflashes, CD, discos duros de computadoras y otros dispositivos informáticos. No olvidar que comunicarse no es simplemente intercambiar mensajes: es modificar nuestro pensamiento, nuestro sentir y nuestro actuar en función de los mensajes compartidos. Si no ocurre ese cambio, no hubo comunicación. La comunicación no es, pues, un diálogo de sordos.
Hoy domingo 18 de septiembre de 2005

Una lista para el supermercado de la vida 

Tercera Parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Aprecio lo bello: percibo y gozo con las manifestaciones de la belleza, tanto en la naturaleza como en las producciones humanas, literatura, poesía, música, pintura, escultura, arquitectura, teatro, danza, artes populares. Tan bello es un atardecer como un buen poema, un paisaje como una sinfonía, un rostro hermoso como una buena novela. Una buena acción, un acto heroico, también tienen su belleza, e igualmente la tienen tanto una demostración científica escueta y elegante como un desarrollo matemático terso, limpio y correcto. Y, ¿puedo yo mismo hacer cosas bellas? ¡Claro que puedo! Todo esto, de una a otra parte, no es asunto sencillo y debe ser cultivado propositivamente y con rigor. Pero no se olvide: la belleza está en usted, devoto lector, la belleza está en la percepción misma y en quien la percibe, a usted le pertenece, para usted la pintó el artista, la compuso el músico, la construyó el arquitecto, la escribió el poeta, la imaginó el científico, la creó el matemático, la realizó el héroe y la persona buena. En las manos de usted, en sus ojos, en todos sus sentidos, y en su intelecto y en sus sentimientos, está la potencialidad de ir desarrollando y afinando cada vez más su propia sensibilidad para apreciar y gozar y ejecutar obras bellas. Hágalo, su vida cambiará de manera espectacular.
Promuevo y colaboro en el desarrollo: por supuesto que en el desarrollo físico, intelectual, afectivo, social y moral de mí mismo y de mi familia, tanto como de la comunidad a la cual pertenecemos; si tenemos la capacidad necesaria, podemos colaborar en el desarrollo de nuestra región, de nuestro país y del mundo. Como en todos los demás aspectos mencionados, éste no es asunto que se dé por sí mismo, y requiere que nos lo propongamos y lo llevemos a cabo con nuestra dedicación y nuestro esfuerzo, seamos maestros, médicos, ingenieros, empleados o comerciantes. Está claro que en todos los casos se requiere de claridad, honradez, profesionalismo y aplicación. De no ser así, y como bien se dice, más ayuda el que no estorba. Y como cada quien tiene sus propias convicciones, este apartado, como todos los demás, tiene claras implicaciones políticas.
Le encuentro significado a mi vida: mi vida tiene significado para mí y para los demás; mi vida quiere decir algo en el concierto de la vida comunitaria; mi vida tiene sentido, para mí y para el resto; si yo no existiera, todos notarían mi ausencia y añorarían el tiempo en que estaba yo con ellos. Sé quién soy, de dónde vengo y para dónde voy, las tres cuestiones básicas de la vida (y por lo tanto de la literatura, de acuerdo con el entrañable y admirado José Saramago). Mi vida tiene, pues, un sentido, el que yo le he dado; tiene una direccionalidad, tiene trascendencia gracias a mi determinación.
Participo reflexivamente: tomo parte activa y creativa (esto es, que propongo cosas nuevas y moralmente deseables) en la vida de mi familia, de mi comunidad, de mi región y, si me es posible, de mi país y del mundo. Mi participación es siempre crítica (distingo lo que está bien de lo que está mal, lo indispensable de lo necesario y de lo superfluo o accesorio, lo que hay que hacer ahora de lo que hay que hacer después) y siempre reflexiva (considero todas las evidencias y posibilidades, respeto los puntos de vista ajenos, estoy dispuesto a cambiar mis puntos de vista cuando hay suficientes evidencias). Analizo los problemas confrontados y participo en la toma y puesta en práctica de las decisiones pertinentes.
Valoro el trabajo: un trabajo digno es una parte muy importante de nuestra vida. Gracias al trabajo, las personas, las comunidades y la especie humana han logrado su desarrollo, no solamente en términos materiales o económicos, sino, otra vez, en términos intelectuales, afectivos, sociales y morales. El papel del trabajo en la evolución cultural de los seres humanos, individualmente y en lo colectivo, es innegable. No debemos confundir trabajo con empleo, como ya se dijo. Hay trabajos comunitarios, labores voluntarias, faenas no remuneradas en bien de la colectividad, obras de cooperación con diversos grupos sociales, ocupaciones y estudios varios, iniciativas y empresas de la sociedad civil en beneficio de toda la población. Pero, aunque no deben ser confundidos, el empleo también tiene que ser considerado: pocas cosas tan inhumanas en todo grupo social como el desempleo.
Exijo mis derechos y cumplo con mis obligaciones: debo saber cuáles son mis derechos como persona y como ciudadano, conocer las maneras que tengo para demandarlos y las formas de organización necesarias para ello. La contraparte resulta igualmente necesaria, y sin ella la otra pierde su legitimidad: conozco y sé cumplir con mis obligaciones.
Soy productivo: genero bienes y servicios, produzco buenas ideas, ejecuto buenas acciones, hago productiva mi propia creatividad. Lo que hago, lo hago bien. Pocas cosas tan frustrantes como que se me pase un día sin haber producido algo que valga la pena, ante mis propios ojos y ante los de los demás.


Hoy lunes 19 de septiembre de 2005

Una lista para el supermercado de la vida 

Cuarta y última
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Y hoy por fin, desfallecido lector, termino con la lista para el supermercado de la vida:
Consumo y produzco críticamente: claro que siempre estamos produciendo y consumiendo, pero el énfasis está justo en hacerlo críticamente. Nunca consumo algo que no necesito o que me hace daño (otra vez, daño material, intelectual, afectivo, social, cultural o moral) o que perjudica al medio natural y social en el que vivo. No invento ni dejo que me inventen necesidades que no tengo. Nunca produzco algo que no es necesario o que hace daño.
Identifico, planteo y resuelvo problemas: las esferas y campos en los que se nos presentan problemas son varios, y van desde las matemáticas (las escolares y las de todos los días) hasta los más diversos problemas materiales (incluyendo los económicos), intelectuales, afectivos, sociales, culturales, morales y, por supuesto, políticos. Nadie va a resolver sus problemas, o los de la comunidad, si ni siquiera los ve, los identifica, los analiza, los explica, propone su solución y es capaz de implementarla por sí mismo. Las organizaciones sociales son, por supuesto, muy importantes, pero no olvidemos que, en este sentido y en muchos otros, la persona, el individuo, somos políticos.
Tomo decisiones: este aspecto va desde la ponderación y la evaluación de nuestra situación como persona o como grupo humano, familiar o comunitario, así como la consideración de todas las evidencias y la información disponibles, hasta la toma de decisiones individuales o colectivas y su ejecución. Para ello debemos considerar los recursos disponibles, el tiempo, la información necesaria, costos y beneficios, así como la consideración de las consecuencias sociales, morales y ambientales de la decisión que tomemos.
Mejoro la calidad de mi vida, la de mi familia y la de mi comunidad: éste es el propósito superior de toda la lista. Todo lo que yo haga debe redundar en el mejoramiento de la calidad de mi propia vida y la de las personas y los grupos sociales involucrados en mis acciones. Una vez más, la calidad de vida incluye componentes materiales, intelectuales, afectivos, sociales, culturales, morales, políticos, ambientales, etcétera.
Bueno, pues esa es la lista, intrépido lector, quince cositas a adquirir, fortalecer y desarrollar, gracias al esfuerzo propio, en el supermercado de la vida, en donde no se venden ni se ponen en ofertas ni baratas, ni se pueden adquirir con efectivo ni con tarjeta de crédito; todas ellas más necesarias para mantenerse vivo que las papas fritas, los churrumaiz, las golosinas enchiladas y los refrescos que llenan nuestros carritos y nuestras vidas de porquerías y venenos. Quince artículos de primerísima necesidad que está en nuestras manos procurarnos y hacer fructificar para mantenernos en vida, una vida digna de seres humanos, de seres que a la naturaleza le tomó nada menos que cerca de 5 mil millones de años producir en evolución azarosa pero constante. Es una lista sencilla, quince cositas por adquirir y hacer aflorar en la vida, cabe en una tirita de papel. Se las repito para que no se le olviden:
1. Me conozco, me comprendo y me valoro. 2. Formo parte de algo más grande. 3. Conozco, comprendo y valoro lo que me rodea. 4. Me comunico. 5. Aprecio lo bello. 6. Promuevo y colaboro en el desarrollo. 7. Le encuentro significado a mi vida. 8. Participo reflexivamente. 9. Valoro el trabajo. 10. Exijo mis derechos y cumplo con mis obligaciones. 11. Soy productivo. 12. Consumo y produzco críticamente. 13. Identifico, planteo y resuelvo problemas. 14. Tomo decisiones. 15. Mejoro la calidad de mi vida, la de mi familia y la de mi comunidad.
¿Las podremos lograr para nosotros y para los nuestros?
Hoy sábado 8 de octubre de 2005

El día que conocí a Shostakovich 

Primera Parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Hace unas semanas me enteré, por los carteles puestos en las afueras de tiendas y del supermercado del rumbo, que dentro de la breve temporada de conciertos organizada cada año por la sociedad musical de mi barrio, se ejecutaría, entre otras obras, el Trío para piano y cuerdas No. 2, en mi menor, opus 67, de Dmitri Shostakovich. Se trataba de un verdadero acontecimiento.
Estos conciertos se celebran en la iglesia local, la cual cuenta con una acústica excelente, sobre todo para música de cámara, pero en ellos no se tocan a menudo composiciones del notable compositor soviético.
El Trío No. 2, una de mis obras favoritas de toda la historia de la música, es un trabajo excepcional, compuesto por uno de los grandes del siglo XX a la muerte de su amigo Ivan Sollertinsky, quien falleció a los 42 años de edad de un ataque cardiaco.
Sollertinsky había sido amigo muy cercano y confidente de Shostakovich durante más de 17 años, de manera que el compositor, en medio de la pérdida irremediable, se puso a trabajar en el Trío en homenaje de su adepto a los pocos días de la muerte de éste, en febrero de 1944.
La obra contiene pasajes de duelo, llanto y lamentaciones, pero también una suerte de danza campesina (el compositor había pasado, de pequeño, algunos memorables veranos en el campo) que muchos ejecutantes utilizan para mostrar su virtuosismo, a pesar de que el autor marca claramente como alegre pero no demasiado, muy marcado pero ponderado; después un vals, seguido de un pasacalle funeral.
Sin embargo, el momento culminante viene con el movimiento final, una pieza de carácter hebreo, una danza de la muerte escrita en homenaje a los judíos masacrados en los campos de concentración nazis, a quienes sus verdugos hacían cavar sus propias fosas y los hacían danzar sobre ellas, para ser luego ametrallados mientras bailaban; la danza macabra es también, como el resto del Trío, un homenaje a Sollertinsky, que era judío.
La esencia de todo ello, el vigor y la humanidad del conjunto de estos sentimientos está allí, aunque de ninguna manera se trate de una obra descriptiva o programática, excepto por el movimiento final, la danza macabra, que lo es abiertamente hasta en la caída de los cuerpos en sus tumbas. ¡Imagínese el lector poder escuchar todo esto en la iglesia del barrio!
Al entrar a la iglesia la noche del concierto, nos encontramos vendiendo los boletos a nuestra médica familiar de la clínica del barrio, miembro de la sociedad musical y compañera de uno de los ejecutantes. Conversando con ella durante el intermedio, y antes de que se tocara el Trío, le comenté que, siendo joven, hacía muchísimos años, yo había conocido a Shostakovich.
Ella, trastornada de entusiasmo, me tomó de la mano y me llevó con los músicos diciéndoles: ¡Este hombre conoció personalmente a Shostakovich! De manera que no tuve más remedio que narrar la anécdota, que ahora comparto con mis pacientes lectores.
Dmitri Dimitrievich Shostakovich (1906-1975) fue uno de los ídolos de mi juventud que, con su obra y con su vida, contribuyó de manera definitiva a mi formación como persona. Conocí mucha de su obra desde temprana edad, y la arrebatada asiduidad con que escuché sus sinfonías, conciertos, cantatas, óperas, quinteto, cuartetos, tríos, preludios y demás, amén de las composiciones de otros grandes maestros, me fue construyendo y ordenando musicalmente y como ser humano.
En mi juventud nunca me separé de su biografía, escrita por Victor Ilich Serov, que leí no sé cuántas veces, y su retrato colgaba en lugar de honor en mi cuarto de estudiante. Mi padre, admirado por tan grande devoción, me regaló una excelente grabación de la Quinta Sinfonía de mi héroe, todavía en discos de baquelita de 48 revoluciones por minuto, cuando cumplí mis 17 años.
Afortunadamente, por aquellas épocas y gracias a los empeños del gran músico mexicano Carlos Chávez, fundador de la Orquesta Sinfónica de México (OSM) en 1928 (justo el año de mi nacimiento) y director titular de la agrupación, las ocasiones de escuchar música contemporánea fueron muchas y de primera calidad. Pero esto merece un párrafo aparte, y continuaré con ello mañana.
Hoy domingo 9 de octubre de 2005

El día que conocí a Shostakovich 

Segunda y Última
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
En los años a los que me voy a referir ahora, más o menos de 1944 a 1949, yo prácticamente vivía en el Palacio de las Bellas Artes de la ciudad de México, pues no desperdiciaba la oportunidad de escuchar cuanto concierto podía (allí y en el Anfiteatro Bolívar de San Ildefonso, en la Sala Chopin, y hasta en el Palacio Chino y el Teatro Metropolitan, utilizados como salas aleatorias). Chávez era no solamente un director de orquesta muy bueno y muy disciplinado, también era un director musical y un gerente extraordinario.
En los años mencionados, Chávez estrenó y ejecutó bajo su batuta muchas obras trascendentales de la música de todos los tiempos, en particular música moderna y contemporánea, y bastará decir que fue él quien tocó por primera vez en México la Primera Sinfonía de Mahler, cuando Mahler no estaba de moda todavía ni en México ni en ningún otro lado.
La Séptima Sinfonía de Shostakovich, dedicada a Leningrado y su heroica resistencia ante el invasor, se estrenó en marzo de 1942 en Kuybyshev, Unión Soviética (ciudad industrial que era entonces capital de guerra del país, con Leningrado sitiada y Moscú misma con el enemigo a ocho kilómetros de distancia) con la Orquesta del Teatro Bolshoi dirigida por Samuel Samosud (Shostakovich había expresado sus deseos de que su sinfonía fuese estrenada justamente por la Filarmónica de Leningrado, pero ésta había sido evacuada a Novosibirsk, a 2 mil 400 kilómetros al este, en plena Siberia); la Séptima se ejecutó por primera vez en nuestro continente en junio del mismo año, en Nueva York, con la Orquesta de la NBC dirigida por Arturo Toscanini, y a los escasos tres meses en México, por la OSM, bajo la batuta de Chávez.
Algo similar ocurrió con la Octava Sinfonía de nuestro compositor, estrenada en Moscú, ya rechazadas las tropas nazis, en noviembre de 1943, por la Orquesta Sinfónica del Estado dirigida por el todavía no legendario Eugene Mravinsky; fue ejecutada por primera vez en nuestro continente en abril de 1944, en Nueva York, por la Orquesta Sinfo-Filarmónica de esa ciudad, bajo la dirección de Arthur Rodzinski, para ser inmediatamente estrenada tan sólo un mes más tarde en la ciudad de México por la OSM gracias a Carlos Chávez y con él como director.
La Tercera Sinfonía de Aaron Copland (quien comenzó a componerla nada menos que en Tepoztlán tres años antes) se estrenó en Boston en octubre de 1946, con la Orquesta Sinfónica de esa ciudad, dirigida por Serge Koussevitzky, para ser ejecutada en México apenas ocho meses después por la OSM, dirigida por el propio Copland, invitado ex profeso por Chávez.
No sólo por la oportunidad de los estrenos se distinguió esa época de oro de la OSM. Entre 1944 y 1948 Chávez trajo a México músicos de la talla de Igor Stravinsky, quien dirigió algunas de sus obras en 1946 y 1948; Paul Hindemith, Darius Milhaud y el mencionado Aaron Copland, quienes lo hicieron en 1946 los dos primeros y en 1947 el tercero; los directores Vladimir Golschmann en 1944 y Alfred Wallenstein en 1945 y 1947; los solistas Claudio Arrau (1944 y 1948), Gyorgy Sandor (1946 y 1947), Andrés Segovia (1947) e Isaac Stern (1948). Por cierto que por aquellos años yo era lo suficientemente imprudente como para pasar a saludar a los músicos después de los conciertos, de manera que hoy puedo enorgullecerme de haber estrechado las manos de Stravinsky, Hindemith, Milhaud, Copland, Sandor, Segovia y otros notables de la época y de todas las épocas.
Pero ahora, impaciente lector, viene Shostakovich en persona. El gran hombre había viajado a Nueva York al comenzar el mes de marzo de 1949 con el Comité Soviético por la Paz, del que era miembro destacado, y Carlos Chávez aprovechó la oportunidad para invitarlo a México a escuchar la ejecución de su Sexta Sinfonía en Bellas Artes, que estaba programada para esas fechas (se había estrenado en nuestro país hacía varios años, pero se la ejecutaba con frecuencia).
Shostakovich aceptó y los periódicos del sábado 5 de marzo dieron noticia de que el compositor había estado presente en el concierto de la noche del viernes, con lo que los melómanos enloquecimos ante la posibilidad de que nuestro celebrado titán asistiera también al concierto del domingo por la mañana, a los que yo estaba abonado desde hacía años. Y así fue: al final del concierto, en uno de los salones laterales del Palacio de las Bellas Artes, siendo las dos de la tarde del domingo 6 de marzo de 1949, se encontraba Shostakovich recibiendo los saludos de una fila interminable de admiradores.
El impacto que yo sufrí fue indecible; aunque ya con 42 años a cuestas, Dmitri Dmitrievich era el de las fotos que tan bien conocía yo e incluso podría decirse que no había podido desembarazarse de esa pinta de escolar que conservó hasta ya bien entrado en años; nervioso, también como colegial, y sonriendo con cierta dificultad, no cesaba de poner en su lugar el mechón de pelo lacio que caía una y otra vez sobre su frente; sus ojos, aunque detrás de sus gruesos lentes de fondo de botella ambarina, eran casi tan claros como su piel de piojo blanco. Conforme me aproximaba en la fila iba yo sintiendo algo que ahora, 56 años más tarde, no puedo describir, pero que era lo que seguramente debe sentir una infinitesimal partícula cargada al aproximarse desde el espacio exterior al enorme campo magnético de nuestro planeta. Una vez frente a él, no me conformé con estrechar su mano, sino que le abracé con cariño y con admiración, entre asombrado y torpe. Cuando le dejé el lugar a la persona que seguía, no pude creer que allí estaba yo, alejándome paso a paso del gran genio.
Eso y nada más fue lo que ocurrió, querido lector, el día en que conocí a Shostakovich.
Hoy miércoles 19 de octubre de 2005

Nuestra educación: Discrepancias y Antinomias 

Primera parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ
No voy a dedicar este espacio a nuestras preocupaciones consuetudinarias con la educación: la mala calidad del servicio prestado por instituciones públicas y privadas, los ínfimos logros académicos conseguidos por alumnos y docentes, los altos índices de repetición y deserción, la ausencia de un liderazgo eficaz y confiable, la esterilizante burocratización en todos los niveles, las fútiles rencillas internas, la corrupción de las camarillas y comparsas gremiales. Son todos ellos asuntos serios, claro está. Pero en el ámbito de las ideas también hay cuestiones que causan desazón y que debemos analizar con miras a tomar decisiones claras. A ellas quiero dirigir estas líneas.
No tratándose de una ciencia exacta, no siendo siquiera la educación una disciplina sino un campo del conocimiento y de la actividad humana, el término puede definirse de muy diversas maneras de acuerdo con la posición de quien lo use. Para algunos la educación es el proceso mediante el cual nuestra herencia cultural pasa (se transmite, dicen los que todavía creen en algo que no existe, esto es, el transmisionismo educativo) de una generación a la que sigue. La penuria de esta noción es evidente: considera que la herencia cultural ya está allí, como si fuera una especie de paquete, es supuestamente dominada por los mayores, "que saben", y debe ser adquirida dócilmente por quienes carecen de ella, esto es, las "nuevas generaciones", los que "no saben"; la figura clave no es quien aprende sino quien enseña y la autoridad con que se desenvuelve; los educadores que sustentan su trabajo en esta noción pobre y fragmentaria contemplan un cierto ideal de homogeneización, de uniformidad, y por lo tanto a menudo nos hablan de un perfil a lograr en el educando, que así nos llaman a quienes aprendemos.
Para otros, la educación es el proceso durante el cual todos podemos seleccionar y extraer de las tradiciones (la herencia cultural como cosa viva) los componentes que mejor sirven a nuestra visión individual, desarrollando en el proceso nuevas y valiosas maneras de pensar, de sentir y hacer, que van a enriquecer la consideración de los modos establecidos que heredamos; como puede verse, esta noción de alguna manera engloba a la anterior, pero la hace avanzar muy sensiblemente, no implica que unas generaciones ya estén educadas y otras no, y reconoce el papel activo que juegan quien pretende educar y quien se educa. Y para otros más la educación es un proceso permanente mediante el cual se promueve, apuntala, diversifica y enriquece, a lo largo de toda la vida, el crecimiento y desarrollo individual y colectivo en todos los aspectos físicos, intelectuales, afectivos, sociales y morales de la persona humana; este significado comprende a los dos anteriores, los hace ir todavía más adelante y tiene entre sus valores torales el de la diversidad cultural individual y colectiva. En las últimas dos concepciones el personaje principal es quien aprende y la creatividad y solicitud que ponga en juego como individuo y grupo, auxiliado, pero no necesariamente, por tutores y maestros perceptivos y cuidadosos. Esto es que yo también puedo y debo educarme a mí mismo, que mi educación no depende sólo de los demás, incluyendo a los docentes.
La tercera noción nos abre más los ojos y la mente, pues nos hace evidente que la educación va más allá de la escuela y del gremio magisterial, que la familia también educa, que yo puedo y debo educarme y que toda actividad social contribuye a mi educación. Esto no es nada nuevo, José María Morelos lo expresó claramente en la Constitución de Apatzingán, hace ya casi 200 años, al decir que la educación era una responsabilidad de todos y no de unos cuantos.
En cualquier aspecto de nuestra educación estas diferentes nociones son de gran consecuencia: si la tradición y la cultura heredadas son simplemente adoptadas e imitadas, quedan convertidas en carga indolente e infructuosa, lo que ocurre a menudo en academias, facultades, escuelas y dependencias administrativas públicas y privadas; bien sabemos que no puede darse una buena educación a menos que contenidos, normas y usos se utilicen creativamente y en libertad, con frescura, de manera personal y sistemática, como un medio para el cultivo y la expresión de lo mejor que todos nosotros tenemos en tanto individuos. Las tensiones que existen entre las tres nociones esbozadas en los párrafos anteriores, tanto como su turbadora complementaridad, son innegables.

Hoy jueves 20 de octubre de 2005

Nuestra educación: discrepancias y antinomias 

Segunda y última
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
A bordando el problema que trataba ayer, desde otra perspectiva, podría decirse que los educadores nos movemos siempre dentro de dos posibilidades que de alguna manera resultan irreconciliables pero que también vuelven a ser complementarias. Por un lado, se dice que los seres humanos debemos ser educados para llegar a ser lo que realmente somos, lo que cada quien es en el fondo, esto es, para que cada uno de nosotros pueda desarrollar, en una trama social lo suficientemente libre como para promover una gran diversidad individual, todas las potencialidades que uno trae dentro de sí y que constituyen un valor positivo para la persona y de hecho para la sociedad. Esto nos habla de una educación para el desarrollo de la persona, y por lo tanto una educación para la diversidad. Pero por el otro también se afirma, aunque implícitamente o cuando menos de manera poco ostensible, que debemos ser educados para llegar a ser lo que no somos, esto es, que las personas deben desarrollarse de acuerdo con un carácter o perfil ideal determinado por las tradiciones de una sociedad de la que el individuo forma parte involuntariamente; para ello, además de lograr el aprendizaje y la consolidación de lo deseable, el proceso educativo debería ser capaz de ir eliminando, poco a poco pero con porfía, lo que sería característico o peculiar de cada persona, de tal manera de ir conformando el "perfil de egreso". Y esto nos habla de una educación para la uniformidad. ¿Es la sociedad, o debe ser, una comunidad rica y diversa de personas diferentes que buscan un equilibrio complementándose y ayudándose unas a otras, o es una colección de personas a las que se les pide (o se les obliga a) que se ajusten tanto como sea posible a un modelo, arquetipo o ideal determinado? ¿Es deseable que pensemos, sintamos, juzguemos y actuemos todos de la misma manera? ¿Vamos todos a reaccionar igual ante los mismos sucesos? ¿Debemos ajustar nuestra mente, nuestra sensibilidad, nuestra conducta y nuestro trabajo a los dictados de otros, sean líderes, jefes o gobernantes? ¿Es social y moralmente deseable la negación del sujeto, la negación del yo? Si bien es cierto que, toda sociedad tiene un cierto perfil ideal de lo que es un buen ciudadano, debería resultar claro, que dicho ideal nunca ha de considerar como ejemplar la uniformidad de las personas.
Pasemos a otras cuestiones. Quien se educa, esto es, quien aprende, es una persona de cualquier edad que va encontrando su propio camino al lado o no de personas con más experiencia, que ya han encontrado el suyo y que le orientan como tutores, sean familiares o docentes. Esto supone, por una parte, que tales tutores han avanzado realmente en el hallazgo de su propia senda en la vida y, por la otra, que no somos objetos pasivos de nuestro proceso educativo, somos sujetos que participamos de manera propositiva, reflexiva, crítica y creativa en nuestra propia educación. Nadie desentraña su propio laberinto si se conforma con escuchar, displicente y conforme, buenos consejos de sus mayores. A ojos vistas, nosotros somos los arquitectos de nuestra propia educación.
A menudo hablamos, en educación, de que nuestros alumnos deben dominar lo aprendido. Pero durante nuestra educación, esto es, durante toda nuestra vida, el proceso formativo no supone el simple dominio de una disciplina, un campo o un área del conocimiento o del quehacer humano, sino también, y de manera fundamental, el proceso inverso, esto es, el dominio de nosotros mismos en función de los saberes, los valores y las actitudes desarrollados. Quien más sabe debe ser el que mejor se domina a sí mismo en función de lo que sabe. No queremos convertirnos en eruditos de gran instrucción y muchos conocimientos (ignorantes instruidos les llamamos), sino en personas sabias que dominamos el saber y que no solamente sabemos algo, sino que nos dominamos a nosotros mismos y sabemos cómo hacer las cosas, por qué hay que hacerlas, para qué y cuándo. Y todavía más: el saber implica no solamente tener el conocimiento sino el uso que se le dé a tal saber en el mundo real; es claro que no conocemos bien algo mientras no sepamos cómo el uso de ese conocimiento puede afectar y afecta a las personas, a las comunidades, a la sociedad y al mundo. Este asunto es de enorme complejidad y adscribe a quien sabe, o a quien pretende saber, una carga y una responsabilidad moral intrincada. Es clara, por supuesto, la frecuente ignorancia e irresponsabilidad de los medios y de no pocos sectores del estado, incluyendo el educativo, en su manejo de estas nociones, y las consecuencias que todo ello tiene sobre la educación de quienes se encuentran sometidos a su dominio, niñas, niños, jóvenes, madres, padres y público en general. Por desgracia, en el caso de los medios, y tal como lo afirmó Oscar Wilde, la vida imita más al arte que lo que el arte imita a la vida. Y peor cuando se trata de malas artes.
Mucho se habla de que la naturaleza humana es una e inmutable, desde que el mundo es mundo, y que todos somos portadores de ella. Cada ser humano lleva en sí mismo la forma entera de la condición humana, decía Montaigne. ¿Quiere esto decir que la naturaleza humana es inmodificable, ineducable? Por supuesto que no: la educación es indispensable para que la naturaleza humana que todos portamos se manifieste con sabiduría, con bondad, con solidaridad y respeto hacia los demás y hacia el medio natural y social y en nuestra lucha permanente por la libertad, la justicia y la paz para todos.
Se dice que la educación no consiste en llegar a la meta sino en el proceso que seguimos para llegar a ella. La educación es entonces comparada con un viaje: lo que enriquece es la travesía, no el arribo a la terminal, de allí que se insista en que la calidad del proceso (la educación) determina la calidad de los productos parciales y finales (el aprendizaje, los saberes logrados, la consolidación de una posición crítica, reflexiva e independiente). El logro de metas y objetivos es importante, pero lo es más el camino recorrido para llegar a ellos.
Hoy miércoles 26 de octubre de 2005

La calidad de la educación 

Primera parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ
Me decidí a escribir sobre este tema cuando, charlando informalmente con algunos profesores hace pocos días, y al señalar entre otras cosas que la calidad del servicio educativo dejaba mucho qué desear, mis interlocutores reaccionaron airadamente diciendo que lo de la calidad de la educación era una noción neoliberal, que hablar de la demanda educativa real y potencial significaba analizar la problemática educativa en términos de mercado y esto era otra vez neoliberal, que prestar atención a los índices de reprobación, de repetición y de deserción escolar era una vez más neoliberal, y que con todo ello se estaba haciendo el juego al gobierno federal que todos padecemos y con ello a la perversa influencia del imperialismo norteamericano. El problema es que estas opiniones tan primitivas y poco ilustradas fueron vertidas por profesionales de la educación supuestamente bien formados en sus respectivas escuelas Normales, superiores o inferiores, y que por desgracia también constituyen el pensar (¿será esto de veras pensar?) de las directivas gremiales respectivas que, como al gobierno foxista, también todos padecemos, tengamos o no hijos en la escuela.
Creo que es tiempo ya de que los diversos grupos sociales, entre otros las madres y padres de familia y los profesores de sus hijas e hijos, tuvieran alguna claridad sobre lo que es la calidad de la educación. No voy a dar ninguna definición de diccionario, por lo general de utilidad limitada, pues el asunto no es simple; sin embargo, espero que al terminar estas líneas, todos, escribiente y lectores, tengamos las ideas más limpias y precisas.
Para comenzar, habría que insistir en que la noción de calidad es muy vieja, que se habla de ella desde tiempos inmemoriales (el vocablo y el concepto eran ya ampliamente utilizados entre los griegos), y que se discute sobre la calidad de la educación desde que se habla formalmente de la educación misma, esto es, desde la Edad Media cuando menos. Por lo demás, la noción de calidad educativa cambia de un país a otro e incluso de un lugar a otro dentro del mismo país (de acuerdo con su contexto natural y social), de una cultura a otra (lo que es valorado en una cultura puede no serlo en otra), de un momento histórico a otro (lo que era apreciado en un determinado lugar durante el siglo 18 puede ya no serlo al comenzar el siglo 21), y de un nivel educativo a otro (las necesidades no son las mismas en la escuela primaria y en la universidad). Incluso cambia cuando aplicamos la noción al estudio del proceso educativo y cuando la aplicamos al análisis de sus resultados y productos. De manera que es absurdo que un grupo o una corriente pretenda apropiarse del vocablo o del concepto, aunque por supuesto pueden imponerles una interpretación, sesgo, desviación o torcimiento. La noción de calidad educativa también cambia al ser aplicada a diferentes sujetos, a sus logros y a su desempeño. No es lo mismo hablar de calidad educativa referida a un sistema educativo como tal que a una escuela, a un grupo escolar, a un docente como profesional o a un alumno en particular.
Para los planificadores de la educación, como para todos aquellos que se interesan en la educación como un sistema, resultan indicadores de legítimo interés aspectos tales como la cobertura del sistema (esto es, hasta dónde llega, geográficamente y en números), la retención (la proporción de alumnos que permanecen de manera regular dentro del sistema), la promoción (¿cuántos "pasan" año, cuántos reprueban?), los índices de aprovechamiento, la preparación formal de los maestros, el equipamiento y la planta física de las escuelas, el tamaño de los grupos escolares, la racionalidad y eficiencia de la gestión escolar, la disponibilidad de buenos materiales educativos, la inversión que se haga por alumno y la duración del año y de la jornada escolares.
Esto es, que para quienes se preocupan por el sistema educativo con una visión panorámica o de conjunto, o por alguna de sus partes (el subsistema de educación primaria, por ejemplo, o determinado sector o zona escolar, o determinada escuela) el sistema o institución de que se trate proporciona un servicio educativo de buena calidad si tiene buena cobertura, esto es, si satisface la demanda real (todo aquel que quiere asistir a la escuela está en ella) y de ser posible la potencial (todo aquel que tenga la edad correspondiente está en la escuela respectiva), si la deserción escolar es baja o nula, si la mayoría o todos los alumnos aprueban sus cursos, si lo hacen con buenas calificaciones, si sus maestros están bien preparados, si el equipamiento y la planta física de las instituciones es satisfactoria, si el tamaño de los grupos escolares es menor a 25 alumnos, si las instituciones están bien dirigidas y la gestión escolar es eficaz y eficiente, si cuentan oportunamente con buenos y suficientes materiales educativos, si la inversión por alumno es alta o cuando menos razonable, y si la duración del año escolar (cuando menos 200 días laborados efectivamente al año) y de la jornada escolar (de ser posible de seis o siete horas diarias) son adecuadas. Conforme sufran deterioro uno o varios de los indicadores mencionados, el sistema, o la parte que de él se trate, estará ofreciendo un servicio de cada vez más baja calidad. Es claro que esta visión de la calidad educativa está más relacionada con la oferta, con el compromiso y la obligación educativa estatal e institucional.


Hoy viernes 28 de octubre de 2005

La calidad de la educación 

Segunda y última
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ
Nosotros los profesores (aclaro que yo mismo soy y sigo siendo profesor, lo he sido toda mi vida, desde el primer curso que impartí en 1950) tenemos otra visión de la calidad educativa, que no es contradictoria sino complementaria de la anterior, con la cual por lo demás nadie en su sano juicio puede estar en desacuerdo.
Lo que sucede es que nos fijamos, además de las mencionadas, en otras características para decir que estamos ofreciendo una educación de calidad. Nosotros hablamos de una educación de calidad cuando comprobamos que hemos logrado con nuestros alumnos lo que nos hemos propuesto como educadores, gracias a metodologías para el aprendizaje y la enseñanza que cambiamos y mejoramos de manera sistemática en nuestro diario quehacer de verdaderos maestros y no de meros instructores o amaestradores que nos concretamos dizque a cumplir con los programas oficiales; cuando tenemos evidencias fehacientes de los conocimientos, competencias, habilidades, destrezas y valores desarrollados por nuestros alumnos gracias a su esfuerzo, a nuestro apoyo y trabajo; cuando vemos cómo nuestros alumnos han desarrollado nuevos procesos cognitivos, maneras de pensar, de estudiar la realidad natural y social que les rodea y de la que forman parte; cuando observamos cómo se ha desarrollado la creatividad, el pensamiento crítico, la capacidad investigativa independiente de nuestros alumnos, sus competencias para resolver los problemas que la vida real les presenta; cuando vemos que nuestros pupilos se comunican cada vez con más eficacia y elegancia, que saben leer, escribir, hablar y escuchar con propiedad y entendimiento; cuando comprobamos que participan cada vez más en la vida social de la escuela y de la comunidad, y que son capaces de generar relaciones interpersonales sanas y socialmente productivas; cuando nos percatamos de que cuidan cada vez mejor de su salud física, intelectual, afectiva, social y moral, y que se preocupan permanentemente por el mejoramiento del medio social y natural del que son parte irrenunciable mientras vivan; que consolidan cada vez con mayor fortaleza actitudes y acciones para la vida democrática, que son cada vez más capaces de tomar decisiones maduras y autónomas, que consideran de manera permanente y sistemática la problemática de género y que defienden los derechos humanos de todas las personas, no solamente los propios; cuando son capaces de ver la relevancia social de lo que han aprendido y siguen aprendiendo, y que consideran siempre las necesidades de las personas, de las comunidades, del país y del mundo; cuando gracias a nuestro trabajo compartido nuestra escuela es realmente una institución sana en la que participan de manera democrática y cooperativa tanto directivos como docentes, alumnos y sus familias e incluso otros miembros de la comunidad, tengan o no hijos en la escuela; que la vida escolar es interesante y es respetuosa para todos, que es alegre, entusiasta, estimulante, motivadora, demandante, promotora de la productividad en el campo de las ideas y de las acciones, que nos estimula a todos para que desarrollemos y logremos lo mejor de nosotros, que constituimos una comunidad de aprendizaje que cuida de todos sus miembros, y que tenemos una dirección colegiada y democrática que se conduce con eficacia y eficiencia; que sus maestros tenemos una buena preparación inicial que seguimos desarrollando gracias a una preparación en servicio sistemática y al estudio personal e independiente, y que nuestros directivos (directores, supervisores, jefes de sector, jefes de departamento, directores generales) son también personas preparadas, inteligentes, comprensivas, que ejercen su cargo de manera respetuosa, ética, colegiada y democrática. Conforme marchemos más en esa dirección estaremos impartiendo una educación de mejor calidad, y conforme más nos alejemos de ello estaremos golpeando más y más la calidad de la educación que ofrecemos a nuestros alumnos. Esta noción de calidad de la educación que tenemos muchos de quienes profesamos la docencia involucra tanto lo que nosotros podemos ofrecer como lo que nuestros alumnos necesitan, esto es que aquí quedan involucrados tanto aspectos de la oferta educativa como de las demandas, requerimientos y carencias de aquellos a quienes dedicamos nuestro trabajo.
Como usted podrá ver, amable lector, la calidad de la educación no es una noción que pueda ser acaparada por un gremio, por un gobierno o una corriente de opinión; la calidad de la educación, como tal, no es un concepto neoliberal, como tampoco lo es socialdemócrata, agustino, senderista o kantiano. Tiene matices, tiene interpretaciones varias, puede apuntar en direcciones diversas, pero tiene que ver básicamente con algo que a veces perdemos de vista: la calidad intelectual, moral, cultural y profesional de las personas responsables de ella.
Hoy viernes 4 de noviembre de 2005

¿Como reconocemos a un buen maestro? 

Primera parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Me atrevo a escribir sobre este asunto porque son muchas las personas que me han preguntado al respecto, entre ellas madres y padres de familia, pero también no pocos maestros y directores de escuela de diferentes niveles educativos. Por supuesto que en asunto tan debatido, tan dependiente de contextos culturales e incluso biogeográficos, no es sencillo alcanzar un consenso razonable y operativo, que nos sirva para actuar en consonancia. Recuerdo que, cuando trabajaba en un poblado de 350 habitantes, hace más de 20 años, para los padres de familia un buen maestro de Jardín de Niños debería lograr que sus alumnos aprendieran a leer y escribir antes de terminar su educación preescolar, lo cual es a todas luces una barbaridad. Y también me viene a las mente aquél otro señor director de una facultad universitaria, para quien los buenos docentes terminaban con el programa de su materia, incluso antes de concluir el período lectivo, lo cual es otra barbaridad, pues un docente a quien le sobra tiempo no es un buen maestro. Por todo ello es que en estas notas procuraré dar con las características más generales de lo que para mí es un buen maestro, independientemente del lugar y del nivel educativo.
Un buen maestro o maestra (y de aquí en adelante usaré indistintamente uno u otro género para referirme a ambos) tiene un concepto positivo de sí mismo y de su trabajo; esto es que cree en sí mismo como persona y como maestro, que está seguro de que con su quehacer está promoviendo y fortaleciendo el desarrollo físico, intelectual, afectivo, social y moral de sus alumnos, que él es un factor fundamental en la consolidación y perfeccionamiento de sus pupilos como seres humanos, como individuos. Una buena maestra se considera a sí misma como una verdadera profesional de la educación, y por tanto siempre se conduce profesionalmente. Quedan fuera, pues, quienes son maestros por tener una "chamba"; quienes escogieron la carrera porque les ofrece una plaza segura; quienes ven su desempeño como una obligación impuesta por directivos y supervisores.
Las mejores maestras saben que sus alumnos son personas en cuyo desarrollo humano están colaborando, por lo que saben cultivar y promover en ellos el desarrollo de las competencias culturales básicas de comunicación, pensamiento crítico, resolución de problemas y de participación, así como el desarrollo y consolidación de los valores cívicos y culturales fundamentales.
Los buenos maestros tienen expectativas positivas de sus alumnos, desde el principio hasta el fin. Saben que un buen docente es como Pygmalión, que con base en su esmero, dedicación, cariño y expectativas, logra que Galatea, una estatua de mármol por él esculpida, cobre vida y calor. Bien se sabe que uno de los factores clave en el éxito escolar está constituido por lo que la institución y sus docentes esperan de sus alumnos, del auténtico interés que pongan en ellos, de las perspectivas que tracen juntos. Los buenos maestros son humanos, amigables y comprensivos; saben construir un ambiente agradable y estimulante en el salón y en la escuela; tienen confianza en la capacidad de todos sus alumnos y logran que todos ellos tengan éxito. Eso de que un buen maestro tiene siempre muchos reprobados es una aberración.
Las buenas maestras nunca culpan a sus alumnos del fracaso; saben que para que se dé dicho fracaso han entrado en juego muchos factores: la falta de preparación y de dedicación de uno mismo como docente, la escasa comprensión de los problemas por los que el alumno atraviesa, la poca o nula e incluso contraproducente motivación que el pupilo tenga en su hogar, la ineficaz estrategia seguida para que el alumno aprenda, la mala calidad e insuficiencia de los materiales educativos, las malas condiciones en que se encuentra la institución, las faltas y suspensiones de labores, la no consideración de las necesidades específicas del estudiante que está fracasando, la menguada pertinencia de los contenidos, lo agresivo de las evaluaciones, en fin. No es el alumno el culpable de todo ello.
Las mejores maestras logran mucha participación de sus alumnos. La participación más importante es involucrar intelectual y afectivamente a los estudiantes, ellos no tienen que estar brincando o yendo de un lugar a otro para mostrar que están activos. No confundamos el silencio que requiere la actividad mental profunda e intensa con el silencio de la apatía o del aburrimiento. Para conseguir la actividad mental, el buen docente hace buenas peguntas, preguntas reflexivas, abiertas, que no se contesten con un sí o un no, que no se contesten con una sola palabra; preguntas que requieran de reflexión y se contesten con respuestas elaboradas, que a menudo se van encadenando con los aportes de varios estudiantes. La buena maestra siempre pide a sus alumnos que den ejemplos concretos de lo que dicen y siempre favorece el aprendizaje cooperativo, el trabajo colectivo. Nunca pone a competir a unos con otros ni muestra el trabajo de la "mejor alumna" como ejemplo de lo que todos los demás deben hacer. Los buenos docentes saben que los principales protagonistas en el proceso de aprendizaje son los alumnos.
Continuaré mañana con mi lista.
Hoy sábado 5 de noviembre de 2005

¿Cómo reconocemos a un buen maestro? 

Segunda y última
JUAN MANUEL GUTIÉREZ VAZQUEZ
Termino hoy con la lista de cualidades de lo que considero un buen maestro o maestra. Quedamos en que utilizaré ambos términos indistintamente para referirme a ambos géneros.
Los buenos docentes estimulan a sus estudiantes para que lean y estudien de manera independiente, y siempre les dan oportunidad de que se expresen, de que comenten en la clase sus lecturas. Un buen maestro es paciente, tiene sentido del humor, pero nunca inhibe a un alumno, nunca lo ridiculiza ni se mofa de él.
La buena maestra siempre se asegura de que sus alumnos entienden claramente lo que se espera de ellos. Muchos alumnos yerran o emprenden tareas equivocadamente porque no entendieron la pauta o el procedimiento supuestamente explicado, o contestan erróneamente porque la pregunta estuvo mal formulada por el docente. ¡Con cuántos "reactivos" de opción múltiple me he encontrado que son absolutamente incontestables! ¡Los estudios etnográficos realizados en el salón de clase nos muestran que el tiempo promedio que los docentes dan a sus alumnos para contestar una pregunta no llega, en promedio, a los tres segundos!
Los mejores docentes saben que la indisciplina se debe al aburrimiento, por eso son capaces de diseñar y poner en práctica actividades participativas en las que todos los alumnos se interesan. Organizan los contenidos alrededor de conceptos integradores que tengan una relación estrecha con problemas de la vida diaria de los alumnos y son capaces de integrar los saberes cotidianos con los saberes escolares.
Los buenos maestros saben utilizar muchos recursos y estrategias para el aprendizaje, no se limitan a "dar su clase". Organizan debates, discusiones, paneles, consultas, intercambios, seminarios; utilizan sistemáticamente la biblioteca escolar y otras bibliotecas, así como otros recursos de fuera de la escuela: folletos, revistas, periódicos, fotografías, carteles, videos, programas de televisión, películas, cintas magnetofónicas, etcétera. El buen maestro busca estos recursos, no se conforma con esperar a que le sean proporcionados.
Un buen maestro utiliza una diversidad de procedimientos para la evaluación formativa (durante el curso) y sumativa (final) de su propio curso y de los logros académicos de sus alumnos. Utiliza los resultados de la evaluación formativa para atender problemas y carencias, así como para reorientar su propio desempeño. En todo caso, un buen docente sabe que la evaluación es una actividad más de aprendizaje al servicio de sus alumnos y de él mismo. El buen maestro siempre busca formas de evaluar su propio trabajo.
Un buen docente dialoga con sus colegas, discute sistemáticamente sobre los problemas que tiene en su desempeño, pide consejo, asiste a otras clases para observar el desempeño de otros docentes y los invita para que observen sus propias clases para recibir la crítica de ellos. Los buenos maestros siempre participan con sus compañeros en la planificación y el desarrollo de las actividades institucionales.
Una buena maestra, un buen docente, siempre está evolucionando, siempre está aprendiendo. Cuando un docente no está ya dispuesto a aprender, está acabado, como maestro y como persona. El maestro que comienza, el de poca experiencia, por lo general intenta enseñarles a sus alumnos lo que sabe; conforme avanza profesionalmente, el maestro diseña actividades de aprendizaje gracias a las cuales los alumnos aprenden por sí mismos lo que el maestro sabe; los maestros que logran mayor madurez son capaces de diseñar experiencias de aprendizaje en las que los alumnos profundizan en su propia formación, aprendiendo cosas diferentes a las que el maestro ya sabe; avanzan todavía más cuando son capaces de lograr que los alumnos mismos colaboren en el diseño de sus propias actividades de aprendizaje, durante el desarrollo de las cuales ellos construyen sus propios conocimientos; los mejores maestros logran que sus alumnos diseñen sus propias metas, piensen en sus propios objetivos y propósitos, pues con todo ello están contribuyendo a formar personas independientes, que toman decisiones por sí mismas. En todo ello deben ser considerados no solamente los conocimientos, sino también los procedimientos, los métodos, las actitudes, las relaciones interpersonales, los valores, el júbilo que produce el saber que lo que se hace está bien hecho.
Aunque la lista no es completa, ni mucho menos, vamos a dejarla allí para no abrumar al estoico lector. Pero si quien ha leído esto es padre de familia, o si es docente de cualquier nivel educativo, de la educación inicial al postgrado, o si es directivo de alguna institución de educación básica, media superior o superior, yo le invitaría a buscar quiénes de los maestros de sus hijos tienen estas características, si yo mismo como docente las tengo, si los docentes de la institución a mi cargo las ostentan, porque ocurre que todas estas cosas se aprenden o debieron ser aprendidas en la Normal, en los cursos y talleres de formación de docentes para la educación superior, y por lo tanto tenemos el derecho, como ciudadanos, de exigirlas en todos aquellos que se atreven a pararse frente a un grupo en cualquier establecimiento que pretende ser educativo.
Hoy miércoles 16 de noviembre de 2005

¿Podríamos aprender esto en la escuela? 

Primer parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ
Obsesionada por los contenidos que se siente obligada a enseñar, la escuela centra su quehacer en una visión fragmentaria de lo que ella misma llama "conocimientos": fechas en las que ocurrieron tales y cuales aconteceres históricos, descripción breve y a menudo equivocada de sucesos naturales y sociales, nombres de partes y estructuras del cuerpo humano y de plantas y animales, descripción reduccionista, mecánica y teleológica de sus funciones, términos y clasificaciones diversas, algunas reglas de conducta, en fin.
Por supuesto que son también conocimientos los conceptos y nociones fundamentales de las ciencias naturales y sociales, de la historia y de la filosofía; las ideas generales que han hecho avanzar el pensamiento y la cultura humanas; las teorías que subyacen en todo ello; los principios fundamentales de las disciplinas y campos del saber y del quehacer humanos; los criterios que sustentan nuestro proceder en las diversas empresas e investigaciones que emprendemos; las interacciones que se dan entre los varios componentes de un sistema; las actividades y procesos con que cumplen las estructuras naturales y sociales.
Pero, abrumada por desahogar los componentes más elementales de la primera lista, la escuela casi nunca aborda, incluso ignora, los de la segunda. Y sin embargo, no es a ello a lo que me voy a referir en esta entrega, por muy importante que el asunto sea.
Quiero abordar hoy una serie de aspectos, que por supuesto que tienen que ver con el conocimiento, y que de hecho lo incluyen, pero que van mucho más allá de ello, ya que se mueven, unos, dentro de la esfera de los sentimientos, los afectos y las actitudes; otros, no se detienen en el saber, sino que caen dentro del saber hacer, de las habilidades, las destrezas y las competencias, y otros más, ambiciosos, que se refieren nada menos que a saber reflexionar, saber pensar.
No voy a decir nada nuevo ni complicado, no se sobresalte el aprensivo lector; de hecho, la mayor parte de los asuntos de que voy a hablar se encuentran en los planes y programas de las escuelas normales en las que se forman nuestros profesores, son supuestamente tratados por quienes educan a nuestros educadores y aprendidos con diligencia por los futuros docentes. Pero el asunto es que nada de ello se transfiere a nuestras instituciones de educación básica, yendo de mal a peor del Jardín de Niños a la escuela primaria, y de allí a la secundaria. Tómese pues esta tirada más bien como recordatorio.
Desarrollo y refinamiento de la sensibilidad: saber entrar primero en un estado de alerta y después en uno de atención penetrante, de comunicación, aprecio e interés hacia lo que ocurre a nuestro alrededor, hacia lo que vemos, escuchamos y palpamos, hacia las otras personas y sus sentimientos, hacia las diversas circunstancias sociales y hacia los fenómenos naturales, y luego hacia las obras creadas por la actividad humana, desde los objetos de la vida diaria hasta los productos y construcciones de la actividad artística, ya sean pinturas, esculturas, creaciones musicales, edificios y monumentos, poemas, cuentos, novelas, obras teatrales y coreográficas, fotografías, arte popular o creaciones de los pueblos originarios.
Estar bien dispuesto a la flexibilidad: ser capaz de adaptarse a nuevas situaciones y percibir sus posibilidades, por supuesto sin mengua de los principios y valores en los que uno basa su vida y su trabajo. Pero es entre otras cosas el ejercicio de la flexibilidad durante nuestro desarrollo, lo que nos va permitiendo establecer el marco axiológico en lugar de concretarnos a heredar alguno.
La flexibilidad nos permite encontrar y establecer relaciones innovadoras; desarrollar nuestra capacidad de seguir siendo productivos en un equipo de trabajo diferente; trabajar con personas de distintos antecedentes personales, culturales, educativos y profesionales, y aceptar y manejar las ventajas que ofrecen la diversidad y los enfoques multidisciplinarios, interdisciplinarios y transdisciplinarios. Un aspecto más de la flexibilidad es la buena disposición que desarrollemos para permitir y estimular el libre flujo de las ideas en la familia, con los amigos, en el trabajo.
Cultivar y consolidar una mente analítica: desarrollar mi talento para explorar problemas, para percibir que un objeto de estudio constituye, casi siempre, un sistema complejo que puedo separar en sus componentes para estudiar las interacciones que se dan entre las partes. Tener un cierto gusto por explorar cómo es que funcionan las cosas, y por cosas quiero decir tanto objetos materiales como ideas, nociones y propuestas. Ser capaz de ver las diferencias entre objetos de estudio que los demás ven iguales.
Fortalecer mis competencias organizativas y de síntesis: consolidar mi discernimiento, perspicacia y capacidad para volver a organizar y armar de una manera coherente y lógica las cosas y asuntos que sometí a análisis o se me presentan de manera aislada o dispersa. Ver las semejanzas en objetos de estudio que los demás ven completamente diferentes.
Poder articular un sistema donde parecía haber un conjunto de elementos aislados o independientes. Comprender sistemas naturales y sociales, organizativos y tecnológicos. Organizar acciones o grupos de trabajo de manera racional y operativa y ser capaz de monitorear y corregir el desempeño de participantes y componentes, mejorando el funcionamiento del sistema en cuestión. Organizar mis observaciones e ideas en forma sistemática y consistente. Saber cómo obtener, evaluar y sistematizar información de la realidad natural y social, así como de diversos soportes impresos, audiovisuales y digitales.
Hoy jueves 17 de noviembre de 2005

¿Podríamos aprender esto en la escuela? 

Segunda y última parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ
Termino lo que comencé ayer: aprendizajes que podríamos desarrollar en la escuela.
Desarrollar mi productividad: ser capaz de generar buenas ideas frecuentemente, dar con las condiciones que me permitan hacer esto con relativa facilidad y de trabajar e investigar siguiendo tales ideas hasta llegar a una conclusión razonable o convincente, en un sentido o en otro, esto es de acuerdo o en contra de lo que pensaba originalmente. Cultivar mi capacidad para ser original, no por ser a ultranza diferente a los demás, sino para responder de manera singular, propia y poco común a la resolución de problemas y consideración de situaciones diversas. Ser capaz de producir ideas nuevas y frescas.
Consolidar mis competencias interpersonales: trabajar bien en equipo; ser capaz de enseñar a otros; atender los requerimientos y necesidades de otras personas; poder orientar, guiar y conducir el trabajo de personas con antecedentes personales, culturales y profesionales diversos; ser capaz de negociar y trabajar bien con personas razonables y honradas, aunque sean diferentes a uno y entre sí. Ser capaz de analizar, criticar y rechazar el liderazgo autocrático en uno y en los demás; saber delegar de manera efectiva responsabilidades y funciones; ser capaz de promover la toma de decisiones individuales y colectivas de manera rápida y efectiva, incluyendo la participación de personas con menos experiencia. Ser capaz de comunicar a los demás, con claridad y de manera eficaz y eficiente, cómo ve uno las cosas; cómo lo que uno quiere es positivo para la relación, para el trabajo o para el desarrollo del equipo, según el caso, y cómo el equipo o la otra persona están preparados para lograrlo, todo esto es de crucial importancia cuando uno ocupa la posición de líder.
Enriquecer mi capacidad para el manejo de situaciones problemáticas: no concretar mis intervenciones a señalar las dificultades y limitaciones de las ideas presentadas por los demás; ser capaz de identificar los puntos positivos en las ideas ajenas; experimentar y poner en práctica las ideas propuestas por mí y los demás; ser capaz de trabajar por proyecto y no solamente en un puesto o en el desempeño de una función fija; ser capaz de decir no, sin tener una actitud negativa y, ser capaz de elogiar algo o a alguien sin ser adulador ni paternalista. Esto no significa que uno tenga que decir sí a todo o que huya o se retracte ante conflictos y confrontaciones, pero a menudo es posible colaborar en el establecimiento de un conjunto de normas, procedimientos y estilos de trabajo.
Ampliar y afianzar mis competencias tecnológicas: ser capaz de seleccionar adecuadamente materiales, herramientas y equipo según el trabajo o problema que va a ser abordado, aplicando los recursos tecnológicos de manera adecuada a tareas específicas; manejar tecnologías de mantenimiento y resolución de problemas; ser capaz de manejar diferentes soportes y procedimientos para sistematizar, almacenar y recuperar información.
Incrementar y perfeccionar mis competencias para el trabajo: para comenzar, saber darse cuenta de si uno es la persona idónea para el desempeño de las tareas que le han sido encomendadas; si uno carece de alguna de las competencias intelectuales o psicomotoras necesarias para tales tareas, ser capaz de identificarlas, adquirirlas y desarrollarlas. Poseer bien desarrolladas y operativas algunas competencias básicas para el trabajo, como por ejemplo el dominio de las mencionadas tecnologías en uso para el registro, sistematización, almacenamiento, recuperación y comunicación de información.
No ser posesivo ni territorial: ser capaz de combatir estos aspectos tan negativos en uno mismo y en los demás; no desarrollar demasiado apego a una idea propia, un lugar, paquete de información, incluso un escritorio o un cuarto. No salir siempre con la cantinela de que esta idea o propuesta fueron hechas por mí, o de que éstas son mis funciones y no acepto críticas ni sugerencias. Todos podemos colaborar en la construcción del concepto de responsabilidad colectiva e institucional, no solamente de responsabilidad individual.
Alegría: cierro con esto aunque podría haber comenzado con ello. Por favor, hacer las cosas con alegría; desarrollar el sentido del humor; desempeñar con gusto nuestro trabajo. La solemnidad es el traje de etiqueta de los mediocres, dijo Oscar Wilde, y tenía mucha razón. Viva la vida, no se concrete a sobrevivir.
Algunos maestros dirán que esto no está en los programas y que en qué materia o área lo van a meter. Pues, esto es tan importante, colegas, que debería estar presente en todas las materias y actividades escolares, dentro y fuera de las aulas.
Hoy sábado 26 de noviembre de 2005

El mejoramiento de la educación debe comenzar dentro de la escuela 

Primera parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
A menudo nos quejamos de lo que nos hace falta y pensamos que las soluciones nos han de venir de fuera, pero la verdad es que somos los maestros y los directivos de la escuela quienes conocemos mejor que nadie los problemas de que adolece la enseñanza al interior del plantel; somos nosotros también quienes conocemos nuestras limitaciones metodológicas y nuestro dominio insuficiente de algunos de los temas considerados en programas y libros de texto. ¿Quiénes mejor que nosotros sabemos qué aspectos de lo que hacemos nos gustaría cambiar? Si los maestros y directivos de una escuela nos organizamos e identificamos de manera colectiva lo que nos tiene insatisfechos en nuestro trabajo y qué podríamos hacer para corregirlo, entonces la ayuda que tanto demandamos al gobierno y a la sociedad podría resultar valiosa para la escuela. Pero sin ese trabajo al interior del plantel la ayuda externa puede ser completamente inútil y dispendiosa, como lo son talleres, seminarios y cursos planificados a espaldas de las necesidades reales de los maestros.
En este artículo llamaré autodesarrollo al mejoramiento de la educación impartida en nuestro plantel gracias a un conjunto de actividades generadas al interior del mismo. Para llevar a la práctica un proyecto de autodesarrollo en nuestra escuela tenemos que realizar cuatro diferentes tipos de tareas: identificar los problemas y necesidades más importantes, planificar y llevar a cabo un programa de actividades de mejoramiento, evaluar dicho programa y hacer un seguimiento de sus resultados. Las tareas no siempre se desarrollan una después de la otra, y a menudo varias de ellas se realizan simultáneamente.
Identificar problemas y necesidades
Este trabajo diagnóstico no es tarea fácil. Es menester que maestros y directivos discutan a fondo sobre ello, a menudo después de haber leído reflexivamente algunos materiales de estudio para poder distinguir entre lo que nos interesa, lo que queremos y lo que realmente necesitamos, que son tres cosas distintas. También puede ayudar hacer alguna consulta con compañeros maestros que ya hayan trabajado de esta manera. En todo caso, lo que es importante es que nos pongamos de acuerdo en cuáles son los problemas y las necesidades reales de la escuela en función de la educación que imparte.
Por lo general llegamos a identificar tres grupos de necesidades: las de los maestros considerados individualmente, las necesidades sentidas por grupos de maestros que tienen una misión específica y las necesidades de la escuela como un todo.
Las necesidades que identificamos en nosotros mismos como profesionales pueden ser muy diversas: temas del programa que nos gustaría conocer mejor, perfeccionar nuestro desempeño enriqueciendo nuestro repertorio de recursos metodológicos, diversificar nuestras competencias para que el grupo realice investigaciones dentro y fuera de la escuela, saber llegar a resultados concretos después de realizar las actividades de aprendizaje, utilizar materiales de bajo costo existentes en la comunidad, saber evaluar nuestro desempeño y el de los alumnos; en fin, la lista de nuestras necesidades puede resultar tan grande como queramos.
A veces resulta conveniente considerar a grupos de maestros que tienen necesidades específicas. Todos sabemos que no es lo mismo tener un primer grado que un cuarto o un sexto. Los maestros de primero son los receptores de la escuela: la mayoría de sus alumnos es de nuevo ingreso y eso plantea problemas y necesidades concretas, que de no resolverse provocarán consecuencias que niños, maestros y familiares resentirán a lo largo de toda la educación primaria e incluso después. El problema es un poco al revés para los maestros de sexto: sus alumnos egresarán de la escuela para pasar a otro nivel educativo, y esto también plantea problemas y necesidades específicas. Por eso es que a menudo un maestro discute mejor sobre su trabajo con colegas que imparten el mismo grado en otras escuelas que con el maestro de quinto o de sexto de su propia escuela.
Finalmente, la escuela como institución también tiene necesidades y problemas concretos: la llegada de nuevos programas y libros de texto, la introducción de modificaciones importantes en la gestión escolar, la decisión interna de enfatizar el trabajo en un área que se encuentra descuidada (las ciencias, la educación tecnológica, la educación artística, por ejemplo), la organización de un programa de apoyo específico para maestros de nuevo ingreso.
Organizar e implementar un programa de actividades e mejoramiento
Lo primero es establecer prioridades, ya que es probable que no podamos atacar al mismo tiempo todas las necesidades identificadas. Las necesidades y problemas priorizados se atacarían durante el primer año de labores de autodesarrollo; al final del mismo el colectivo decidiría sobre si se tiene que seguir trabajando sobre ellos o si algunos problemas quedaron resueltos y es posible incluir otros para el segundo año.
Otra cosa que tiene que decidirse es qué tanto puede hacerse sin apoyo externo y para atacar cuáles problemas requerimos ayuda de fuera. No debemos olvidar que dentro de nuestra misma escuela podemos contar con asesoría y orientación. ¿No ocurre a veces que la maestra de cuarto grado ha resuelto ya un problema que se le está presentando al de sexto? Los maestros de la propia escuela pueden ayudarse unos a otros de manera sistemática si nos organizamos adecuadamente.
De todas maneras conviene elaborar una lista de instituciones externas a las que resultaría razonable pedir ayuda en caso necesario. Las primeras instancias que se nos pueden ocurrir son la Supervisión de la Zona y la Jefatura de Sector, pero hay muchas otras: la escuela normal más próxima, el Cedeprom más cercano, el IMCED, las escuelas e institutos de nivel más avanzado que aquél en el que trabajamos, bibliotecas y salas de lectura, centros de investigación diversos, instituciones prestadoras de servicios en la comunidad (salud, agricultura, agua, electricidad, recursos naturales, organizaciones no gubernamentales), en fin. Es muy importante identificar otras escuelas en las que ya han resuelto algunos de los problemas que aquejan a la nuestra y a las que podemos pedir asesoría y ayuda.



Hoy domingo 27 de noviembre de 2005

El mejoramiento de la educación debe comenzar dentro de la escuela 

Última Parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Las actividades de autodesarrollo en la escuela pueden ser de lo más diverso y deben ser diseñadas por el propio colectivo. Aquí daré solamente algunos ejemplos: Un maestro pasa la mañana observando clases en otra escuela que se ha distinguido en la enseñanza de un área determinada del programa. Al volver, comparte su experiencia con sus compañeros.
Nuestra directora visita esa otra escuela para observar también las clases respectivas. Al volver, promueve mejoras entre nosotros. Un director que ha logrado implementar un buen programa para el mejoramiento del aprendizaje de una cierta área en su escuela, pasa un día en la nuestra explicándonos cómo lo hizo y compartiendo su experiencia con nosotros.
El director y los maestros nos organizamos de tal manera que nos quede un poco de tiempo para crear un centro de recursos para el aprendizaje en nuestra escuela.
Dos o más maestros de la escuela, del mismo o de diferentes grados, se observan sistemáticamente unos a otros dando clase y discuten sus observaciones después de cada sesión. Los maestros de la escuela o de la zona invitan a una institución externa para impartir un curso, un seminario o un taller sobre la enseñanza y el aprendizaje en un área determinada del programa.
Nuestra escuela invita a un asesor externo para promover una reflexión crítica participativa de nuestras actividades de autodesarrollo. Nuestra escuela invita a un especialista para discutir con él algunos problemas que no hemos podido resolver.
Alguna institución de educación superior ofrece un curso sobre la enseñanza y el aprendizaje de un área determinada del currículum y dos maestros de nuestra escuela reciben autorización y apoyo para asistir. Al volver, comparten su experiencia.
Los maestros de la escuela nos organizamos para impartir los temas que más nos gustan y en los que estamos más fuertes en varios grados o grupos y no solamente en el nuestro. Los maestros de tales grados o grupos observan nuestras clases y las discuten con nosotros. Nuestra escuela invita a un experto a dar una plática sobre tópicos de nuestro interés.
Cuando el personal de la escuela se reúna para planificar o llevar a cabo las actividades de autodesarrollo, es conveniente que la reunión no sea utilizada para fines de otro tipo, administrativo, burocrático o político. Es conveniente planificar las reuniones con cuidado dejando tiempo suficiente para la discusión; en todo caso, todos debemos cuidar que nuestras intervenciones sean precisas, cortas y pertinentes. Las discusiones resultan benéficas cuando los participantes están bien informados sobre el asunto que se discute, por lo que hay que decidir si es conveniente una plática previa por quien domina el tema o la lectura previa de un documento que lo trate. Es indispensable llevar el registro de las conclusiones y acuerdos tomados (no una minuta de las discusiones), el cual deberá circular entre los participantes al día siguiente de la reunión.
Evaluar el programa de actividades
Nadie que esté en su sano juicio puede estar en desacuerdo con que toda actividad que realicemos debe ser evaluada, esto es, comprobar si estamos logrando o no lo que nos hemos propuesto y por qué. El problema por lo general reside en encontrar la mejor manera de realizar dicha evaluación, de tal manera que nos permita saber cuáles son los errores y las carencias de nuestro programa y nos indique cómo corregirlos o subsanarlos. Nunca debemos perder de vista que el objetivo final de todo programa de desarrollo de una institución educativa es una mejor educación para nuestras niñas y niños y para la comunidad escolar en general.
La evaluación debe ser realizada por quienes participan en el programa de autodesarrollo, básicamente los maestros, los directivos y las madres y padres de familia de la escuela. También puede asegurarse la participación de la institución externa que más haya apoyado nuestro programa.
¿En qué debemos fijarnos para la evaluación? Lo primero es tratar de precisar los logros obtenidos por los maestros participantes y si estos logros son o no valiosos para sus clases y para su propio desarrollo profesional. También podríamos fijarnos en los logros conseguidos directamente por alumnas y alumnos.
¿Qué métodos y procedimientos debemos seguir para la evaluación? Podemos emplear cuestionarios, escalas de actitudes, entrevistas individuales o colectivas con los participantes, observaciones de sus clases, análisis de los trabajos elaborados por alumnas y alumnos, reportes individuales y colectivos de maestros, reportes sobre discusiones y conversaciones informales, reportes elaborados por la institución externa que nos ayudó y, si se cuenta con los medios necesarios, registros en video y en cintas magnetofónicas. Todos estos documentos deben ser analizados cuidadosa y sistemáticamente; en cualquier caso, la información obtenida es propiedad de los participantes y debe ser manejada de acuerdo con ellos. Pero lo más importante de la evaluación es que la información que proporcione resulte de utilidad para que los participantes y quienes organizaron el programa diseñen e implementen las mejoras necesarias en las actividades de autodesarrollo subsecuentes.
Seguimiento de los logros obtenidos
Lo fundamental de un programa de autodesarrollo es que los maestros participantes puedan aplicar prácticamente, en su trabajo de todos los días, las nuevas competencias adquiridas (recordemos que una competencia siempre involucra conocimientos, actitudes, habilidades, destrezas y valores). Hablamos de desarrollo no cuando una persona ha aprendido algo nuevo, sino cuando lo pone en práctica, y para que esto ocurra el maestro necesita apoyo y estímulo constantes, sobre todo de sus propios compañeros y de sus directivos, supervisores y, por supuesto, de las madres y padres de familia.
El programa de autodesarrollo es un programa institucional, por lo tanto la escuela debe estar al tanto de todo ello y apoyar las actividades respectivas, promoviendo y consolidando todos los cambios que sean necesarios. De no ser así, los logros serán efímeros y, al poco tiempo, la escuela habrá vuelto a su rutina de siempre.
Hoy martes 6 de diciembre de 2005

Arte y ocaso 

Primera parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Mucho se dice que el arte se encuentra en agonía manifiesta, sobre todo si nos referimos a las artes plásticas, en otras latitudes llamadas artes visuales, y sobre todo a la pintura y a la escultura. Y hay quien afirma que el arte ha muerto, que está acabado, y que lo que ahora vemos en las galerías y en las salas de exposiciones temporales de los museos más prestigiados del mundo es una especie de postarte, una nueva categoría que ha desplazado lo sublime, lo bello, lo furtivo y lo insondable con banalidades frívolas e insubstanciales, que ha elevado lo astroso y lo excrementicio por encima de lo venerable y que valora más el ingenio y la maña de quien se dice artista que la creatividad que muestre en su obra. En pocos campos de la actividad humana se puede pronunciar con tanto respeto y aún con admiración el adjetivo de moderno como cuando decimos arte moderno; y en pocos campos como en el arte preocupa tanto el calificativo de postmoderno.
La preocupación no es nueva, de hecho ha acompañado al arte desde hace centurias, pero no cabe duda que se habla del fin del arte de manera insistente mucho antes del más o menos reciente alegato sobre el fin de la historia, y que tenemos señales clarísimas de esta descomposición, como si el arte hubiese comenzado a corromperse antes de morir, que datan de hace cuando menos 100 años. Siguiendo con mi costumbre de comenzar con hechos concretos antes de pasar a las generalizaciones, con el perdón de Popper o sin él, pasaré a relatar dos sustanciosas anécdotas que seguramente serán del agrado del pasmado lector.
Hace unos cuatro años pudimos enterarnos por los diarios de que una "instalación" del muy cotizado artista Damien Hirst (miembro del reputado grupo de Jóvenes Artistas Británicos), que se había exhibido en el escaparate de una prestigiada galería del barrio de Mayfair en Londres, había sido barrida y tirada a la basura durante la noche por la persona encargada de hacer la limpieza en el lugar. La instalación consistía de varias tazas de café usadas y semivacías, ceniceros llenos de colillas de cigarros, latas de cerveza desechadas, una escalera que había sufrido de cierto deterioro, envolturas de caramelos dispersas por el suelo, algunas páginas de periódicos arrugadas y tiradas también al suelo, una paleta embarrada de pinturas, algunos pinceles y un caballete de pintor. La persona encargada de proyectos especiales de la galería en cuestión mostró su alarma y su indignación al mencionar que la "obra" estaba firmada por su autor y que su valor ascendía a varios cientos de miles de dólares. Por su parte, la persona encargada de la limpieza nocturna dijo que tan pronto como vio ese revoltijo con tanta suciedad y tantos desperdicios no pudo menos que lanzar un suspiro y ponerse manos a la obra. "Nunca hubiera podido pensar que se trataba de una obra de arte", dijo, y agregó: "Barrí bien el lugar, puse todo en grandes bolsas de plástico negro y lo tiré a la basura". La encargada de proyectos especiales remató: "Las creaciones de Damien Hirst se refieren a las relaciones que existen entre el arte y lo cotidiano", de manera que podemos suponer que ella estará convencida de que si este artista, como Marcel Duchamp y muchos otros de la primera mitad del siglo 20, dice que algo es arte, no queda más remedio que aceptar que, en efecto, se trata de una obra de arte. ¿Qué piensa el atónito lector, que hemos llegado al límite? Pues no, aún hay más, y vamos a la siguiente anécdota.
En abril de este año de gracia de 2005, hubo una gran exposición en una de las más influyentes y renombradas galerías de Londres, las Serpentine Galleries, dedicada a lo que la artista, en este caso la célebre japonesa Tomoko Takahashi, llamó "una delicada exploración del orden y del caos". La señora Takahashi tiene en su haber una carrera ya consolidada cuya especialidad es el exhibir objetos que la gente ha tirado a la basura. Esta instalación, que llenaba toda la galería, estaba compuesta por nada menos que alrededor de siete mil 500 objetos reunidos por la artista durante sesudas exploraciones en botes de basura, contenedores de escombro, depósitos de desperdicios y ventas de garage, en todo caso, objetos de los que la gente había querido deshacerse o en realidad se había deshecho ya. Había desde innumerables piezas de rompecabezas y pelotas de plástico de tamaños diversos, hasta viejas máquinas de coser, aspiradoras descompuestas, botes de pintura semillenos y vacíos, deterioradas raquetas para jugar al tenis, triciclos semidestruidos, cochecitos de juguete, juegos de mesa que conocieron mejores tiempos en las sobremesas familiares, dados, fichas de plástico, vasos de lo mismo, teteras rotas, en fin, los detritos que usted guste y mande, todo ello arreglado en una manera que a cualquier observador le parecería azarosa o casual. En todo caso, algunos críticos de arte relativamente rigurosos calificaron todo el asunto como un muy pretencioso escaparate o aparador de una tienda.
Continuaré mañana, pues el asunto no paró allí.
Hoy miércoles 7 de diciembre de 2005

Arte y ocaso 

Segunda parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Veamos cómo terminó la exposición en las Serpentine Galleries a la que me referí ayer. La señora Takahashi, de acuerdo con los directivos de la galería, decidió cerrar la exposición invitando al público a llevarse a casa los tres objetos que quisiera el día de la clausura (ocasión en la que se formaron colas más largas que para ver la exposición misma). Por laudable que sea la sana costumbre de reciclar las cosas, creo que nunca se había llegado a estos extremos: una exposición de arte formada por objetos tirados a la basura por la gente, y que ahora la misma u otra gente recogía para llevar a casa. No solamente para los niños, sino para sus padres, aquello fue una verdadera fiesta, una especie de Navidad en plena primavera: cada quién podía llevarse lo que quisiera, era algo así como el agua convertida en vino, lo que antes fue tirado porque carecía de valor, ahora era recogido pues tenía más valor que antes. Para cubrirse de cualquier malentendido, pues alguien intentaría vender lo que se llevaba como una "obra de Tomoko Takahashi", la galería repartió a todos los asistentes a la clausura una nota que decía: Por favor tome usted nota de que los objetos que se lleva no son obras de arte. Con este acontecimiento, por supuesto, no faltó quien teorizara sobre todo ello.
La señora Takahashi había pasado meses de basurero en basurero colectando y seleccionando los objetos de referencia, y tan solo para montar la exposición tomó un mes completo, y cuando digo completo lo digo en serio: la artista se mudó para vivir en la galería y pasó trabajando más de cuatro semanas en ella, durmiendo unas cuantas horas al día en un pequeño colchón inflable. Pero al final, en unas pocas horas, la galería quedó limpia y vacía. Para la artista y los directivos, los objetos desechados habían adquirido un nuevo valor para la gente al verlos en un contexto distinto, y eso constituía una experiencia perceptiva importante, además de haber logrado, con esta exposición, reintroducir millares de objetos al mundo al cual pertenecían ("hemos devuelto a la gente objetos que en el fondo eran suyos", dijo la directora). Para otros, se trató simplemente de un procedimiento de muy bajo costo para deshacerse de la basura. Y para otros aún esta experiencia constituía una prueba más de que la sociedad es incapaz de decir no cuando se le ofrece algo gratis, aunque no valga nada.
Se afirma que el talento de la señora Takahashi consiste en rearreglar las cosas, dar organización a pilas de objetos en las que no había disposición ni estructura, esto es, poner un cierto orden en el caos. Pero los organizadores de la exposición dejaron claro que todos estos objetos carecían de valor antes de que la artista los ordenara, adquirieron valor estético en la disposición que la artista les dio para la galería, y volvieron a perder ese valor en el momento que se desmontó la exposición y se regalaron los objetos al público, aunque alguien que hubiese tomado tres objetos vecinos y relativamente aislados en la exposición los haya dispuesto exactamente igual en la sala de su casa. Esto es, que los objetos se convirtieron en obra de arte gracias a la artista, y dejaron de serlo en el momento en que fueron redistribuidos. Llevando al extremo este razonamiento, un objeto se convierte en obra de arte porque el artista así lo decide (recuérdese el urinal o la rueda de bicicleta de Marcel Duchamp, ambos postulados por el artista como obras de arte y todavía piezas de museo), y deja de serlo porque el artista también lo decide así, aunque durante el proceso el objeto siga siendo el mismo. Algún bromista ha dicho que está a la espera de que algún pintor o encargado de galería declare que la Monalisa de Leonardo o las Meninas de Velázquez no son obras de arte para correr a las puertas del museo respectivo y solicitar que se las obsequien.
El público, y las inexorables fuerzas del mercado, tienen algo que ver también en todos estos enredos y travesuras (y ojalá que se tratara solamente de travesuras, pues los museos gastan millones de pesos de nuestros impuestos en adquirir y exhibir estas "obras de arte"). Cualquier garabato que Picasso o Diego Rivera hayan hecho en la servilleta del restaurante o la taberna, si lleva su firma, se convierte automáticamente en obra de arte. Todo apunte, nota o esbozo hecho por un artita famoso es considerado obra de arte (en ocasiones aunque el artista mismo no lo juzgue así), con tal de que estén firmados o "autenticados" por algún experto de renombre. En Inglaterra, recientemente, uno de los gatos de una conocida artista se extravió; como se acostumbra en esos lugares, la pintora escribió un mensaje con una foto del felino, lo firmó, lo reprodujo y pegó copias del mismo en los postes del barrio para que los vecinos le ayudaran a localizar al animalito. Pues al poco tiempo la artista pudo comprobar que, en una galería, se vendían tales avisos como obras de arte firmadas por la autora.
¿Modernismo, postmodernismo, arte moderno, postarte, arte postestético? ¿De quién es el juego? ¿De los artistas, de las galerías, del mercado de arte, de los coleccionistas adinerados, del público en general? Ya han aparecido libros cuyos autores son algunos de los críticos y estudiosos de la estética de mayor fuste, que hablan del final del arte. Y, por otra parte, reconozcamos que la verdadera obra de arte vive por sí misma, va incluso más allá de la intención del artista que la creó, encuentra nuevas interpretaciones entre quienes la estudian y gozan con ella, y todo esto trasciende el tiempo y el espacio: una gran obra de arte del neolítico o del románico sigue siendo gran obra de arte ahora y lo será siempre, una gran obra de arte teotihuacana sigue siendo gran obra de arte en Londres o en San Petersburgo. Resulta claro que el asunto no es sencillo, y vamos a continuar con él.
Hoy jueves 8 de diciembre de 2005

Arte y ocaso 

Tercera y última
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
¿De dónde vino todo este embrollo en el que un objeto cualquiera adquiere la categoría de obra de arte si alguien se la otorga y la pierde cuando la misma u otra persona deciden retirarle tal condición, aunque en el proceso el objeto mismo para nada haya cambiado? Ir a los orígenes de algo no es asunto fácil, pues siempre se termina por encontrar diversos puntos de partida que ni siquiera coinciden en el tiempo. Pero en este caso parecería relativamente atractivo ir al arte abstracto, de allí al arte dada y de allí al arte conceptual, caminos que ahora visitaremos aun cuando muy precariamente.
Insisto en que el problema no es simple. De hecho el arte abstracto ha existido siempre pues, a propósito o no, hicieron arte abstracto los egipcios y los griegos al simplificar sus figuras, y son arte abstracto muchos de los magníficos diseños de los grandes artistas olmecas, teotihuacanos, mayas, mixtecas y zapotecas; hizo arte abstracto, de manera más que consciente, Piero della Francesca, durante el Renacimiento temprano; y por supuesto lo hicieron Cézanne y Seurat en el Siglo XIX, iniciadores ellos del arte abstracto como movimiento dentro del arte moderno. Pero en fin, allá vamos.
El ya mencionado Duchamp comenzó a pintar como impresionista, pero alcanzó renombre en 1913 con su famoso cuadro Desnudo bajando las escaleras, en el que mezclaba poderosas influencias del cubismo (debemos ver en la naturaleza el cilindro, la esfera, el cono, había dicho Cézanne) y del futurismo (en su intento de captar las posiciones sucesivas de una figura en movimiento, o del movimiento mismo), y por lo tanto obra emanada del arte abstracto. Al mismo tiempo promovió el dadaísmo de Tzara y Arp en su propósito de reivindicar la intuición y la libertad del artista frente a todos los convencionalismos y retar al sentido común, la moral y las reglas establecidas. El dada se entiende mejor como una provocación, como una reacción de un grupo de lúcidos artistas y poetas ante el regreso de las cosas "como eran antes" de la primera Guerra Mundial, como si la contienda no hubiera significado nada. El mismo año de 1913 Duchamp presentó como obras de arte un portabotellas y una rueda de bicicleta, y en 1915, en Nueva York, un urinal, todo ello como prueba de que un objeto más que común y corriente se convertía en obra de arte por el simple hecho de haber sido seleccionado como tal por un artista. Abordó después la elaboración de obras más complejas, pero en 1923 abandonó el arte para dedicarse a jugar ajedrez.
El arte conceptual tomó fuerza en los años 60 del siglo pasado, resta importancia a la obra de arte en cuanto a objeto material y no otorga gran valor al oficio ni reconoce los méritos de una elaborada y compleja ejecución; prefiere, en cambio, enfatizar la idea, el concepto que está detrás de la obra y que se encuentra en la mente del artista. Puede tomar la forma de los "objetos encontrados" de Marcel Duchamp; el land art, que puede consistir en rearreglar piedras encontradas en la naturaleza, hacer excavaciones diversas o "envolver" puentes, edificios y monumentos; el arte corporal, en el que personas desnudas embadurnan pintura con sus cuerpos en alguna superficie; el arte pobre, en el que se utilizan básicamente desperdicios (en una famosa galería nacional londinense hay una lata que nadie se ha atrevido a abrir y cuya etiqueta dice textualmente: Mierda de artista); las instalaciones, como la de la señora Takahashi; y los happening o performances, acontecimientos en los que todos se divierten, incluidos los espectadores.
Pues de all’ a como estamos ahora: cad‡veres de animales diversos expuestos en formol, grupos de moscas o de mariposas muertas, ÒesculturasÓ hechas con co‡gulos de sangre, frascos llenos con la orina del artista, cuchillos e instrumental quirœrgico, frascos con p’ldoras derramadas, trajes hechos trizas arrojados sobre sof‡s desvencijados, cajetillas de cigarrillos vac’as tiradas al suelo, condones (usados) dispersos en una cama revuelta, en fin, ÒobrasÓ todas ellas en museos y galer’as y valuadas en decenas de miles de d—lares. La gran idea es apuntar hacia lo absurdo de la vida de nuestros d’as, en un intento de denunciar lo falso e inadmisible de la realidad contempor‡nea y lo pomposo, solemne, necio e inmoral de nuestras instituciones. Pero, de paso, Àno nos estamos llevando de camino al arte? Parecer’a claro que el arte contempor‡neo sufre de una suerte de desorden, como si se tratase de una casa mal dispuesta y por lo tanto devaluada no en tŽrminos econ—micos (nunca se ha pagado tanto como ahora por una supuesta obra de arte), sino estŽticos: el arte postmoderno es un arte antiestŽtico. Y para remate el mercado del arte, que sufre de una degradaci—n comercial de proporciones inauditas, pide cada vez m‡s de lo mismo, esgrimiendo la bondad de los negocios y el ÒentretenimientoÓ por encima de los valores estŽticos. El mercado, la instituci—n decisiva del capitalismo, se ha ense–oreado del mundo del arte.
Las instalaciones de nuestros artistas se parecen cada vez m‡s a los escaparates de las tiendas del peor gusto, lo trivial queda por encima de lo bello, lo cotidiano desplaza a lo extraordinario, lo vulgar toma el lugar de lo creativo. Ya no m‡s tensos e intensos, problem‡ticos e interminables orgasmos estŽticos, ya no m‡s relaciones perdurables y de vigor creciente con una obra de arte (Àcu‡ntas veces no habremos quedado en Žxtasis ante la misma escultura de Donatello, ante el mismo lienzo de Rothko?); cuando mucho hoy asistimos en el teatro a la risa autom‡tica de televidentes idiotizados, y ante una obra de Hirst, de Amin, de Quinn o de Patterson, nosotros mismos decimos: esto ya lo vi. No es que no se produzcan hoy en d’a verdaderas obras de arte, pero parecen no ser ya de utilidad para nuestras sociedades alienadas por el neoliberalismo.
Para que lo bello, lo extraordinario, lo creativo y lo bien hecho sean percibidos y nos produzcan un goce infinito, tenemos que educar nuestra sensibilidad. Y a ello iré en las siguientes entregas.
Hoy jueves 15 de diciembre de 2005

El arte y la educación de la sensibilidad 

Primera parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
o hace falta insistir en que la educación de la afectividad, y con ella, la de nuestra sensibilidad, se encuentra muy descuidada en nuestras escuelas y en nuestras familias, y por lo tanto, en la sociedad misma. Obsesionadas con el saber y con los conocimientos, escuela, familia y sociedad privilegian lo cognitivo y sacrifican la educación de nuestros sentimientos. Y esto es absurdo no solamente porque la educación de la sensibilidad y la formación de nuestros valores queda abandonada a su buena o mala fortuna, sino porque bien sabemos, o deberíamos saber, que en el desarrollo cognitivo y en la construcción del conocimiento, los aspectos afectivos son cruciales.
Está bien establecido por la investigación educativa que una persona muy motivada, sea estudiante o no, aprende mucho más que una poco motivada; que cualquiera aprende cuando tiene un verdadero deseo de explorar, aplicarse y profundizar; que el éxito legítimo favorece al aprendizaje y el fracaso inexplicado lo frustra; que se aprende más cuando hay estímulos y reconocimientos válidos y genuinos; y que los conocimientos son mejor reconstruidos por quien aprende cuando éstos tienen sentido para el interesado.
Bueno, pues todo eso es afectivo, tiene que ver con lo que sentimos, con nuestras emociones, y es válido tanto para el aprendizaje en la vida diaria como cuando abordamos el estudio de la historia, la física teórica, la matemática o la sociolingüística. A pesar de su importancia no voy a hablar de ello ahora, pues me concretaré a exponer unas cuantas ideas sobre el papel del arte en nuestra educación, y en particular en la educación de nuestra sensibilidad, que todo ello está conectado.
El campo del arte en su relación con la educación es amplísimo, ya que son muy numerosas y diversas las disciplinas, territorios, profesiones y oficios que están directamente involucrados en la actividad artística. Cuando decimos arte nos referimos a la pintura, la escultura y la arquitectura, tanto como a la música, la literatura y la poesía; pero también debemos referirnos a la danza y al teatro, así como a artes más modernas pero tan bien establecidas como la fotografía y el cine. No podemos dejar fuera al diseño, en sus tan variadas empresas, y tampoco al video ni a la instalación. Y, asunto no banal, sería imperdonable no considerar la extraordinaria riqueza del arte popular y del arte de los pueblos originarios.
La pretensión de ofrecer una visión de todo ello dentro de la educación, de manera sistemática y descriptiva, es labor que rebasa con mucho las dimensiones de estos artículos, por lo cual he preferido adelantar un intento de análisis al abordar unos cuantos aspectos que considero cruciales para la relación entre el arte y la educación en general, y la educación de nuestra sensibilidad en particular.
Aún hay otra cuestión que me preocupa y es que en muchos planes, programas, discusiones y consideraciones, cuando se habla de educación artística (la educación de nuestra sensibilidad incluida) los educadores se refieren a la enseñanza del arte o más bien a un supuesto aprendizaje del arte, entendido como un conjunto de destrezas a ejercer. Esto es, que quienes se educan (niñas, niños, jóvenes o adultos) se las arreglen manejando los colores al iluminar alguna ilustración, o bien trazando algún dibujo, escribiendo composiciones varias, modelando objetos o cantando canciones, cuando lo que nos quita el sueño en educación no es el aprendizaje de los contenidos (y eso debería valer para todas las asignaturas y áreas), sino su uso y aprovechamiento en la formación, en el pensar, el sentir y el actuar de quien aprende. En este punto tan principal también puede arrojarse más luz planteando unos pocos problemas fundamentales que haciendo un reconocimiento panorámico del terreno.
Comencemos entonces con las tribulaciones y los desasosiegos, y usemos la luz que esto nos arroje para ver con mirada más incisiva nuestra labor de educadores de la sensibilidad propia y ajena.
La noción de lo que es el arte es una de las más complejas y esquivas en toda la historia del pensamiento humano, sobre todo, claro, desde una perspectiva conceptual. No voy a dar aquí definiciones de diccionario, tan inútiles como siempre, pero confío en que al final de esta tirada el lector haya logrado esmerarse componiendo en su propia visión. No faltan incluso expertos y eruditos que afirman que el arte, como tal, no existe; lo que existe son los artistas y sus obras. Y si Feynmann (Premio Nobel de Física en 1965) dijo que la física es lo que hacen los físicos, nosotros podríamos decir con él que arte es lo que hacen los artistas. En todo caso, quisiera tratar aquí del arte como una cosa concreta, como pintura o escultura que se contempla, como arquitectura que se observa y se habita, como música que se ejecuta y se escucha, poesía que se canta, cerámica que se ve y se palpa y se usa, danza que se mira y se baila, en fin; no hay ninguna obra de arte que no nos llegue, primariamente, a través de los sentidos (incluyo entre éstos al sexto sentido, el quinestésico, el que nos permite sentir y expresarnos por medio de las sensaciones que recibimos de nuestros músculos, tendones, articulaciones, huesos y de los canales semicirculares del oído interno). También me referiré a lo estético como la capacidad que todos tenemos de percibir la belleza no solamente en lo construido por el ser humano, sino también en las construcciones y estructuras naturales, en los sonidos de los árboles movidos por el viento, el ritmo que existe en el andar de los animales, la serenidad del bosque y la montaña y la travesía de las nubes y de las estrellas por el cielo, que es asunto muy emparentado con el poder contemplar y excitarnos y gozar con la belleza de las formas, de los sonidos, de los ritmos, del sosiego o la exaltación de un poema, un cuadro, una escultura, una construcción, un canto o un gesto.
Hoy viernes 16 de diciembre de 2005

El arte y la educación de la sensibilidad 

Segunda parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Siempre que nos refiramos al arte como una cosa concreta, fatalmente tendremos que referirnos a la forma. Este es un asunto crucial en el arte: toda obra de arte tiene una forma que le fue dada por el artista que la elaboró y cuyos cánones han venido siendo desarrollados y establecidos a través de los trabajos y el denuedo de todos los artistas que en el mundo han sido. Tal disposición puede estar bien lograda o mal lograda, pero el caso es que toda obra de arte tiene una forma, un orden, una estructura, ya sea un cuadro, un edificio, una sinfonía, una escultura, un poema, un cuento, una danza, un drama, una fotografía, una película o una artesanía. Y para lograr una buena disposición en la obra que elabora, un artista suda (ninguna actividad humana en la que no se suda vale la pena, dijo alguien por allí). Algún gran poeta del que estuve cerca una buena temporada me confesó que construir bien una sola línea del soneto en el que estaba trabajando, una sola línea, esto es siete palabras, once sílabas, le había tomado más de una semana de arduo trabajo. Es cierto que en algunas ocasiones está uno más despabilado y mejor dispuesto que en otras, pero nadie se va a creer eso del "soplo de los dioses", la "revelación de las musas" o el "momento creativo". La inspiración se da, decía Picasso, pero tiene que encontrarte trabajando.
Una buena obra de arte se distingue de una mala, no únicamente pero de manera muy principal, por su conformación, por su hechura, por su ordenamiento, por la forma en la que está dispuesta. Claro que intervienen otros muchos factores, pero una buena pintura que represente a Judas Iscariote será siempre superior a una mala de Jesucristo (que por desgracia abundan), un buen retrato de Santa Ana será siempre mejor que uno malo de Benito Juárez, cinco minutos de El séptimo sello de Bergman están muy por arriba de toda la producción televisiva nacional, hay más arte en un buen son calenteño tradicional que en las obras completas de José Alfredo Jiménez, y cualquier aria de La flauta mágica de Mozart se encuentra a perpetuidad por encima de los himnos nacionales de todos los países. Y es justamente ésta una de las cosas que de manera más poderosa ligan al arte con la educación en general y con la educación de nuestra sensibilidad: el arte nos enseña no solamente a percibir la belleza de lo bien hecho, sino a intentar hacer las cosas bien nosotros mismos, sea lo que sea lo que hagamos, pero hacerlo bien. A un buen cuadro ni le falta ni le sobra una pincelada, a una buena pieza musical no le falta ni le sobra una sola nota, ni un silencio siquiera, y a un buen poema no le falta ni le sobra ya no digamos una palabra, pero ni siquiera una sílaba, un punto o una coma. Y percibir eso, apreciarlo, aquilatarlo, educa nuestra sensibilidad.
El artista no se detiene en ello, sino que utiliza la forma para decirnos algo, y esto es también asunto de fuste. Además de la sensación de gozo por lo bien logrado de su disposición, nuestra educada sensibilidad va a ser capaz de percibir el mensaje que la obra lleva consigo. En algunas creaciones el contenido es básicamente intelectual, está formado por pensamientos, ideas, conjeturas, inferencias y deducciones (y no tiene que tratarse de una obra con contenido verbal, sea literaria, poética, dramática o cinematográfica: muchas pinturas y esculturas, diversas obras musicales o coreográficas, tienen contenidos intelectuales muy ricos y complejos). En otras obras el contenido es más bien afectivo, se mueve dentro del mundo de los sentimientos, de los estados de ánimo y de los valores (alegría, optimismo, gusto, pena, dolor, pesar, tristeza, aflicción, gozo, amor, aborrecimiento, odio, enojo, temple, arrojo, valor, compasión, bondad, solidaridad, respeto, responsabilidad, cordialidad, justicia, prudencia, fortaleza, en fin). En otras se nos expresan sensaciones con respecto a formas, colores, sonidos y eventos del mundo exterior de ahora o del pasado (paisajes rurales y urbanos, interiores y naturalezas muertas, superficies y espacios, ritmos y armonías y movimientos), o bien del mundo interior individual o colectivo, de la imaginación, de la fantasía e incluso de regiones de nuestra mente de dificultosa exploración, como las que forman parte del subconsciente o del inconsciente. Y en otras más el artista nos transmite sus intuiciones formales, sus hallazgos en cuanto a la disposición de los espacios, conformaciones, colores, texturas, secuencias, armonías, estructuras y la belleza que hay en todo ello; es la hechura de algo expresándose a sí misma, obras que a menudo se califican de abstractas (aunque pocas cosas haya tan concretas en esta vida como el arte abstracto). Y por supuesto que también hay muchas obras en las que varios o todos estos aspectos del contenido se encuentran presentes. Pero, en todo caso, es por ello que se dice entonces que el arte es una forma de comunicación (Mussorgsky lo dijo muy claro: el arte no es un fin en sí mismo, es un medio de comunicación entre los seres humanos); el artista y la obra de arte siempre intentan decirnos algo que, si es percibido y reelaborado y reconstruido por nosotros, nos va a cambiar la vida, entre otras muchas cosas porque nos va a cambiar la manera que hasta ese momento hayamos tenido de ver los cuerpos y eventos que ocurren en la naturaleza o los realizados por los seres humanos, incluyendo por supuesto lo que hagamos nosotros mismos. Si educamos nuestra sensibilidad, una sola obra de arte, un solo cuadro, un solo concierto, un solo poema, nos puede cambiar la vida entera.
Hoy sábado 17 de diciembre de 2005

El arte y la educación de la sensibilidad 

Tercera parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
La relación entre la forma y el contenido constituye una tensión siempre presente en toda obra de arte, sus componentes formales invariablemente significan algo, no solamente representan algo. Abrasar los sentidos con luz (esto es, la forma) e infiltrar amor en los corazones (esto es, el contenido), ya lo dice Mahler en su Octava Sinfonía. Y esto ocurre también en nuestra vida de todos los días: ¿cuántas veces tenemos cosas importantes y significativas que transmitir en la clase como maestros, o a nuestros hijos como madres y padres, o a nuestros compañeros de trabajo, o incluso a nuestros amigos, pero le damos una forma, una presentación tan defectuosa que el contenido, que era válido, se va por el caño? Hasta escribir un oficio en la supervisión escolar mejoraría si leyésemos mejores libros y escuchásemos buena música.
¿Por qué nos gusta algo? ¿Tenemos razones válidas para ello? ¿Cómo distinguir una buena forma de una mala forma en arte? No es asunto banal ni en el que yo podría profundizar, pero sí puedo anticipar que la referencia última para los problemas formales en cualquier manifestación artística es la naturaleza misma. De ninguna manera quiero decir que el arte debe imitar a la naturaleza, que el arte debe tratar de reproducir fielmente lo que en un rapto de la imaginación llamamos real; esto nunca ha sido así, ni en la peor de las academias, y para entenderlo basta apreciar el gran arte de los olmecas, de los egipcios, de las incas o de los griegos. El arte considera lo existente y lo tangible, por supuesto, pero lo recrea, lo reelabora, lo modifica, toma su esencia, juega con todo ello, pero no lo reproduce ni lo replica. La obra queda como el artista quiere que quede, no como la realidad es. Sin embargo, y quizá no tan sorpresivamente como podría pensarse, los aspectos esenciales de la realidad natural o social seleccionados por el artista quedan fatalmente reflejados en la obra. Pocas creaciones nos hablan de la inmanencia de la naturaleza como lo hace la Sinfonía Pastoral de Beethoven, el Moldava de Smetana o los Esquemas para una Oda Tropical de Pellicer; y para extender el ejemplo a la vida social, si queremos saber, y sobre todo sentir e imaginar, cómo era la vida en el México de la segunda mitad del Siglo XIX, por supuesto que podemos consultar los libros de historia respectivos, pero también podemos leer las novelas de Altamirano, Riva Palacio, Payno, Cuellar e Inclán, todas ellas obras de ficción.
Lo que estoy intentando decir es que la naturaleza, que comprende cuanto existe, sucede y ocurre en el universo, desde el movimiento de las galaxias hasta la estructura de átomos, células y tejidos, sus formas, sus arreglos y disposiciones, sus proporciones, sus colores, sus texturas y sus movimientos e interacciones, constituye el punto de toque final para toda obra de arte. Está claro que tales proporciones no nos son sugeridas explícitamente por la naturaleza, como a veces se afirma de la sección o regla de oro en pintura, escultura y arquitectura, conocida desde Euclides, en la que una línea, y por lo tanto un cuadro, un mural, una escultura o una construcción civil o religiosa, se divide de tal manera que la parte menor es a la mayor como la mayor es al todo, lo cual resulta grato a nuestros sentidos y que se encuentra en muchas formas naturales, tanto en plantas como en animales. Igualmente claro es que el artista no se pone a buscar sistemáticamente tales proporciones estudiando astrofísica, anatomía vegetal o histología general. Lo que ocurre es que la aguzada sensibilidad del artista le ha permitido percibir de manera intuitiva las características materiales que le producen placer, que las combina y las integra mentalmente, y que construye a partir de todo ello las elaboradas formas y estructuras de las obras que produce.
El artista tiene, en primer lugar, la sensibilidad con cuya potencialidad ha nacido pero que ha educado de manera sostenida al ejercer asiduamente su oficio, gracias a lo cual percibe la belleza de las formas, los ritmos y los movimientos de lo que le rodea y de lo que trae dentro de sí, y los selecciona, los recrea, los combina y los modifica en su imaginación; y, en segundo lugar, el talento, también puesto a prueba con el ejercicio sostenido de su trabajo, de plasmar tales elaboraciones intelectuales en las obras concretas que compone.
¿Por qué a nosotros, que no somos artistas, nos gusta algo? Pues porque también, como el artista, hemos entrenado no solamente nuestros sentidos sino nuestras capacidades perceptivas (que incluyen por supuesto nuestras competencias reflexivas, gracias a las cuales construimos percepciones determinadas y precisas a partir de un caos de sensaciones) para aprehender la belleza tanto en las cosas, los seres y los hechos naturales como en aquellos elaborados o efectuados por los seres humanos, y conforme logremos una visión más penetrante y educada, podremos percibir y gozar con la belleza de creaciones cada vez más elaboradas o más simples, o bien ocultas e intrincadas. Para ello tenemos que aprender a observar natura y cultura, lo que existe en el universo y las obras creadas por los seres humanos y sus acciones (hay acciones bellas y nobles y hay acciones execrables y horribles, ¿no es así?), proceso que ocurre a lo largo de toda la vida; tenemos que aprender a observar utilizando todos nuestros sentidos y nuestro pensamiento y nuestra asiduidad, fijándonos bien en lo que vemos y en lo que escuchamos, comparando, distinguiendo, identificando semejanzas y diferencias, estableciendo relaciones, analizando las cosas, observando repetidas veces desde ángulos y con percepciones diversas el asunto o la obra de que se trate, poniendo en juego todo lo que hemos observado antes. Resulta claro que observamos con nuestra mente, que los sentidos, indispensables como son, no resultan más que instrumentos de nuestra inteligencia, y que es con ella con la que percibimos la belleza de una obra de arte y la belleza en general, de manera que al educar nuestra sensibilidad y nuestras competencias perceptivas estamos encaminando toda nuestra vida, todo nuestro hacer, nuestro pensar, nuestro sentir y los valores en base a los cuales establezcamos nuestras relaciones unos con otros y con el medio natural y social del que formamos parte. Es claro que educarse para apreciar el arte no se reduce simplemente a educarse dentro de un campo artístico específico: nos estamos educando en la vida y para la vida.
Hoy domingo 18 de diciembre de 2005

El arte y la educación de la sensibilidad 

Cuarta parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Podemos afirmar entonces que el arte no está solamente en el artista, no está solamente en la obra de arte misma, también está en cada uno de nosotros, en los que gozamos con el arte. La belleza sólo le pertenece al que la entiende, dijo alguna vez Carlos Fuentes, no al que la tiene. No somos, pues, receptores pasivos, ni el artista se dirige a nosotros como tales.
Al gozar con una creación artística meritoria nosotros estamos poniendo belleza en ella. Pocos ejemplos tan claros como en la literatura, en la poesía, en el teatro y en el cine, en donde podemos decir que quien lee o quien asiste en calidad de público participa en la obra, sea ésta comedia, tragedia o drama; el lector, o el espectador en su caso, va a reconstruir el discurso escrito o hablado o gestual que está leyendo o está escuchando o está observando, no como un ente neutral, como una tabula rasa, sino desde su propia cultura, desde su propia historia personal, poniendo algo de sí mismo, construyendo significados, suscitados por el artista, pero que son propios del lector, del escucha o del espectador. Así que, si aplicamos nuestra sensibilidad y nos va la vida en ello, nosotros venimos a ser una suerte de coautores de la obra de arte de que se trate.
Y por eso podemos decir que, al educar nuestro sentido estético, al aguzar nuestras competencias perceptivas, al quitarle el duro pellejo a nuestra sensibilidad, al aprender a mirar y a escuchar y a reconocer las grandes obras de los artistas de todos los tiempos, hemos aprendido a llevar siempre al arte en nuestros sentidos, en nuestro pensamiento y en nuestro corazón. La dimensión de esta nuestra fortuna no tiene término ni colmo ni medida.
Ya se imaginará el lector con lo que llevo dicho en estas líneas que no voy hacer aquí distinciones entre las llamadas bellas artes y las artes populares. Por supuesto que hay diferencias entre unas y otras y también las hay entre un artista y un artesano: aquél explora sistemáticamente la historia de su quehacer, conoce las diferentes escuelas de épocas y lugares diversos, está al tanto de lo que se produce en su momento y analiza todo ello de manera reflexiva y sistemática, teoriza a profundidad sobre su oficio y sobre su propia obra y la de los demás y busca siempre nuevos caminos y nuevos procedimientos; el artesano no hace necesariamente todo eso y en general tiende a preocuparse más por el aquí y el ahora, tanto en su quehacer como en la obra que produce.
Pero en el trabajo de ambos hay arte, existe la búsqueda permanente de formas y ordenamientos, de materiales y maneras de utilizarlos, de modos y de estilos que lleven a la producción de una obra bien hecha que exprese una visión de las cosas, de la vida, de los afanes, las necesidades, los sueños y los días de las mujeres y los hombres de hoy y de siempre. Y por eso es que decimos que el arte está en todas partes.
No hay ningún lugar en el que se asienten y prosperen los seres humanos en el que no encontremos objetos diseñados no solamente para ser útiles sino para que nos gusten, para que plazcan a nuestros sentidos y a nuestra percepción estética. Los muebles por rudimentarios que sean, la loza en la que cocinamos y comemos, nuestra propia ropa del diario y de los días de fiesta y ceremonia, los juguetes de chicas y chicos, los diversos recipientes que contienen los productos que adquirimos, los libros que leemos, los adornos que colgamos en las paredes o ponemos en las repisas, hasta los implementos de trabajo sean éstos carretillas o computadoras, todos están diseñados con la pretensión, lograda o no, de servir y de gustar, las dos cosas, de estar bien hechos en ambos sentidos. Lo mismo sucede con edificios, con parques y jardines, con periódicos y revistas, estatuas y monumentos, e igualmente podríamos seguir con los anuncios que vemos, las canciones que escuchamos, las películas y las comedias de la televisión. Todo esto representa una gran oportunidad para ir educando nuestro sentido estético, para refinar nuestra apreciación de formas y estructuras, para percibir mensajes y contenidos, para aguzar nuestra competencia para distinguir lo que está bien hecho de lo que está mal hecho y rechazar lo malo y aceptar y gozar y ser educado con lo bueno. No se trata de aceptar pasivamente todo lo que se nos ofrece en la calle, en el supermercado, en el cine, en la radio, en la televisión e incluso en nuestras escuelas (recuerde el horrorizado lector los adefesios elaborados con recortes de lámina de espuma plástica o las decoraciones con niñas y niños rubios y ojiazules que encontramos hasta en los jardines de niños de las zonas indígenas), pues la mayor parte de ello es basura estética. Si hemos logrado educar nuestro sentir en lo consuetudinario gracias a la observación crítica de lo habitual y de lo acostumbrado, podremos pasar, armados de mejores ingenios, al arte que quizá no es el de todos los días pero que puede serlo si nos lo proponemos, el de las grandes obras de la música, de la pintura, de la escultura, de la arquitectura, de la poesía, de la literatura, del teatro, de la danza y, por qué no, de la fotografía, del cine y del arte popular. Iluminada nuestra sensibilidad, dejaremos de consumir la escoria estética promovida por los medios, las burocracias y la publicidad con el pretexto de que producen lo que "le gusta a la gente", esto es, a nosotros, pues para ellos no somos personas, somos "la gente", y buscaremos con exigencia discriminatoria, en nuestra vida de todos los días, lo que realmente tenga calidad estética, pues habremos aprendido a reconocerlo por costumbre.
Hoy lunes 19 de diciembre de 2005

El arte y la educación de la sensibilidad 

Quinta y última parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ
Antes de terminar con esta letanía sobre la ubicuidad del arte, permítame el desfalleciente lector señalar que en muchas otras actividades consideradas no artísticas también hay encanto, también hay perfección, también hay gracia y gallardía. Ya se dijo que hay orden, belleza y esplendor en muchas formaciones naturales, en muchos de los sucesos y movimientos que podemos percibir en el universo, y no estoy hablando de la supuesta sabiduría de la naturaleza y mucho menos de la abominación del pensamiento que intenta sustituir al darwinismo por el así llamado "diseño inteligente", que no es más que un bodrio o urdimbre de ignorantes. Pero el hecho es que también hay seducción y halago en el pensamiento de hombres y mujeres que estudian e intentan desentrañar las leyes y principios de acuerdo con los cuales se comporta el cosmos: hay belleza, elegancia y frescura en los códigos propuestos por la física, en las predicciones astronómicas, en las nociones fundamentales de la química y de la biología, y por supuesto que las hay en el teorema y los desarrollos matemáticos. Y algo en lo que no podré extenderme dadas las dimensiones de esta contribución asaz modesta: hay una estrecha relación entre arte y moral; no solamente en cuanto a los contenidos o mensajes enviados por la obra de arte, sino en cuanto a su pura disposición formal, en la apreciación de sus virtudes figurativas y estructurales tanto en el tiempo como en el espacio. Ya he dicho que gracias a todo ello el arte nos enseña a hacer las cosas bien, y con esto nos referimos no solamente a la ejecución de los productos materiales de nuestro trabajo, sean bizcochos, sillones, disposiciones burocráticas o contabilidades hacendarias, sino a todos nuestros actos. Obras son amores, bien lo dice el refrán, y el arte nos enseña no solamente a gozar con buenas pinturas, construcciones, poemas y sinfonías, y con estrellas y atardeceres y bosques y trigales, sino a realizar actos, tareas y hazañas que deben estar bien ordenadas, bien estructuradas y bien dirigidas a fines nobles, justos, serviciales y bondadosos. Ars y moris van ambos cogidos de la mano, como la hermana y el hermano del poema de González Martínez.
Todos los educadores, esto es madres y padres, maestros y directivos, trabajadores de los medios de comunicación social (que educadores son aunque no se lo propongan, sí señor), todos nosotros, pues, tenemos necesidad y obligación, como profesionales y como individuos, de encontrar y fundamentar nuestra posición dentro de las cuestiones planteadas, tanto para el arte como para la educación, y de actuar en consecuencia con las personas que se educan a nuestro lado. Cualquiera de nosotros es capaz de gozar y educarse con el arte, y, al hacerlo, la calidad de lo que hagamos, de lo que pensemos y de lo que sintamos, se desarrollará y mejorará de manera muy sensible, incluyendo la calidad moral de nuestros actos. El arte no se encuentra confinado en museos, galerías y salas de concierto, mucho menos en las ostentaciones de personas acomodadas: está en todos lados, nos rodea, nos invita en todo momento a apreciarlo, a gozar con él, a utilizarlo para que nuestro sentido de lo bello se desarrolle y crezca sano y fuerte, nos enseñe a distinguir el oro de lo que solamente relumbra sin serlo, nos oriente para rechazar lo que corrompe y lo que degrada así como para aceptar y asimilar lo que enaltece nuestra vida y hace noble nuestro aliento.
Hoy sábado 28 de enero de 2006

Instituciones enfermas, instituciones sanas 

Primera parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ
¿No le ha ocurrido a usted, desconcertado lector, que al visitar una escuela con miras a la inscripción de algún vástago, el eterno conserje o intendente, guardián suspicaz y receloso de las rejas y de sus correspondientes cadenas, cual si se tratara de una cárcel y no de un plantel educativo, resiste lo mejor que puede para dejarlo entrar a pesar de que se ha identificado usted debidamente y ha explicado el propósito de su visita?
¿Y que una vez dentro, en su camino rumbo a la dirección, queda usted sorprendido por la actitud en extremo vigilante de maestras y maestros tanto como por la sumisa quietud de chicas y chicos, quienes se ven callados e increíblemente serios delante de los docentes, pero corren y alborotan cuando no son vistos?
¿Y aún antes de ver a la directora pasa usted cerca de un par de maestras quejándose de que no vale la pena ir a las juntas porque en ellas la única persona que habla y toma las decisiones es dicha funcionaria?
¿Y a las puertas ya de la oficina se topa con otras dos arguyendo sobre a quién le toca hacer determinada labor, defendiéndose ambas de hacerla? Lo más probable es que no insista usted y regrese por donde vino, pensando que en esa escuela ni estando loco inscribe usted a su hijo.
Y eso que ni siquiera ha comprobado si los docentes son muy profesionales o no, las clases son o no buenas, se cuenta o no con los materiales necesarios, la directora es una persona inteligente y preparada o no lo es. El caso es que usted percibió un clima, un ambiente en el que no quisiera que su hijo pasara seis años de su vida en una fase en la que todas estas cosas son cruciales para su desarrollo intelectual, afectivo y social.
¿Y no le ha sucedido, si por desgracia ha tenido usted que recurrir a algún servicio hospitalario, que de entrada le dejan muy mal sabor de boca las caras adustas de empleados y enfermeras, el tono despectivo y la arrogancia de que hacen gala los médicos con sus subalternos (aunque a usted como paciente le den un trato amable), las exclamaciones de la enfermera jefa de una sala que en voz alta pregunta por una tal fulanita que en ese momento debería estar haciendo tal cosa en tal sitio y no aparece por ningún lado?
Otra vez, lo que usted desearía en ese momento es buscar otro hospital, y eso que ni siquiera ha comprobado si médicos y enfermeras son allí capaces o no, si cuentan con el equipo necesario, si la farmacia está bien surtida, en fin. Otra vez, su mala impresión viene de que un lugar en el que se percibe esa atmósfera muy posiblemente no ofrezca un buen servicio.
Y no me voy a referir en esta entrega solamente a escuelas y hospitales, pues lo mismo pasa en cualquier centro de trabajo, en oficinas y dependencias gubernamentales, en fábricas e industrias, en bancos y tiendas comerciales, en cooperativas de producción o de consumo, así como en corporaciones diversas, clubes, sindicatos, uniones y confederaciones.
Vamos a hablar de salud institucional, de establecimientos en los que, como tales, desde los directivos hasta los intendentes se han dado cuenta o no de que para funcionar adecuadamente y poder cumplir con sus funciones, sus propósitos y sus metas, la institución debe ser un organismo sano. La noción es elemental y cualquiera se debería dar cuenta de ella: si estoy sano funciono bien y si estoy enfermo no. ¿Por qué entonces nos topamos con tantos establecimientos enfermos, incapaces de cumplir con sus propios objetivos?
Es claro que un organismo que no cumple con su cometido es un organismo enfermo, trátese de un ente público o privado; pero a menudo dejamos de pensar en que para el logro de metas e intenciones es indispensable que quienes tienen a su cargo las tareas correspondientes logren un ambiente armónico y positivo entre todos los participantes, incluyendo aquellos para quienes trabajamos.
¿Cuándo decimos que una institución es sana? ¿En qué podríamos fijarnos para hacer una suerte de diagnóstico? Aquí van algunas de las características más importantes de tales organismos, diríamos signos y síntomas de que una institución goza de buena salud.
1.- Todos los participantes son considerados y tratados como personas, independientemente del puesto o de la jerarquía que ocupen. Tan persona es el gerente o la directora como quien se encarga de hacer el aseo de patios y corredores. Todos sienten que su trabajo y su puesto son importantes. Quienes trabajan en el lugar, incluyendo a quienes lo dirigen, tienen expectativas elevadas de todos sus miembros.
2.- Todos tienen una idea clara de la misión, las funciones, los propósitos y las metas de la institución en la cual trabajan.
3.- Quienes laboran en el centro de que se trate tienen la oportunidad de hacer aquello que hacen mejor, esto es, que están ubicados en el puesto idóneo de acuerdo con sus competencias laborales. Todos hacen lo mejor de su esfuerzo por desempeñarse de manera competente y se sienten comprometidos con la institución, con aquellos a quienes sirven y consigo mismos para hacer un trabajo de calidad, para hacer las cosas bien.
4.- El liderazgo es considerado una pieza clave, y se ejerce de manera inteligente y comedida, colegiada, democrática, participativa, abierta, flexible, efectiva y eficiente, a la vez que es firme e inequívoco. Los directivos aceptan correr riesgos y admiten siempre cuando se equivocan. No hay en la institución directivos burocráticos, rutinarios, autocráticos ni déspotas.

Hoy domingo 29 de enero de 2006

Instituciones enfermas, instituciones sanas 

Segunda y última
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ
Terminamos hoy con la lista de los síntomas que hacen evidente la buena salud de que goza una institución:
1.- Los directivos desarrollan buenas relaciones interpersonales con todos, incluyendo a los miembros de la comunidad a quienes sirven, y tienen verdadera vocación de excelencia para sí mismos y para la entidad que dirigen. Son capaces de comportarse como formadores o entrenadores que pueden desarrollar en el personal las competencias para hacer bien lo que tienen que hacer, o bien, son capaces de organizar las actividades necesarias para lograrlo. Un buen directivo sabe que un entrenador siempre aprende del personal a quien está capacitando. Nunca le encarga a un subalterno el desempeño de una tarea que ambos saben que el subalterno no puede realizar; en todo caso, ofrece una capacitación eficaz y oportuna.
2.- El directivo que se desempeña con madurez sabe que entre más alto es el puesto que ocupa, más importante es contar con colaboradores críticos que discutan sus ideas y sus propuestas.
3.- Los procesos de gestión son eficientes y flexibles y se realizan a través de estructuras participativas que cuentan con la colaboración del personal de la base.
4.- Todos los participantes tienen la oportunidad de aprender lo que se les pide que hagan pero que no saben hacer. La institución y sus directivos se preocupan auténticamente por el desarrollo personal y profesional de todos los que laboran allí. Todos tienen oportunidades para aprender y desarrollarse.
5.- A todos los participantes se les reconoce lo que hacen bien, lo que han aportado y los logros que han obtenido. Igualmente, se les señala lo que han hecho mal y cómo corregirlo. Se practica de manera leal la heteroevaluación (evaluación realizada por quienes ocupan puestos superiores), la coevaluación (evaluación realizada por colegas en posiciones de igual jerarquía) y la autoevaluación (cada quién evalúa su propio desempeño).
6.- El ambiente institucional es agradable, positivo, optimista y estimulante, de búsqueda y creatividad. Las actitudes y los valores de todos los participantes son positivos. El trabajo se realiza de manera ordenada y disciplinada. Todos consideran que están dedicando el tiempo a labores interesantes y contribuyen a hacerlas atractivas.
7.- Todos los participantes se conducen como verdaderos profesionales, esto es, que hacen las cosas bien y saben que no es suficiente ni es válido explicar por qué su trabajo no salió bien o de plano por qué no fue hecho, ni bien ni mal. Todos están informados de lo que los demás están haciendo y de cuáles son sus responsabilidades. Todos se ayudan unos a otros. Todos saben que ser profesional implica ser capaz de trabajar bien en equipo con personas que piensan de manera diferente y tienen diferente formación y diferente cultura a la de uno.
8.- Existen y se promueven interacciones positivas multidireccionales entre todo el personal. Hay buena comunicación entre personas, secciones, departamentos y niveles.
9.- El establecimiento como tal es inteligente y todos contribuyen a ello. La institución está bien organizada, es flexible, es eficaz (cumple con sus funciones y logra sus objetivos) y eficiente (no desperdicia recursos, no pierde el tiempo ¬lo cual no quiere decir hacer todo a las carreras), evalúa su quehacer formativamente (esto es que se da cuenta a tiempo de sus errores y los corrige de inmediato) y sumativamente (valora sus logros y desempeños a plazos preestablecidos), y aprende tanto de sus aciertos como de sus errores, lo que quiere decir que es una institución en permanente evolución y desarrollo.
10.- Las tareas burocráticas se mantienen en el mínimo indispensable.
11.- La institución está bien informada y se mantiene abierta a lo que sucede localmente, regionalmente, en el país y en el mundo. Por lo tanto, siempre considera críticamente nuevas opciones, nuevas alternativas.
Bueno, ¿cómo lo ha dejado esta lectura, dilecto amigo? ¿Podríamos reflexionar sobre nuestra propia vida con estas nociones en la cabeza? ¿Trabajamos en una institución como la descrita o prestamos nuestros servicios en un organismo o dependencia que no se comporta de esta manera? ¿Laboramos en el cielo o en el infierno? ¿Qué responsabilidad nos toca a usted o a mí para que nuestro lugar de trabajo se comporte de una manera o de otra? ¿Somos usted o yo directivos? ¿Somos de los que cuidamos de la salud de nuestra institución o de los que le echamos más leña al fuego? ¿O somos de los que nos acostumbramos a todo con tal de cobrar a tiempo la quincena, por más frustrados como seres humanos que lleguemos de regreso a nuestra casa por las tardes o las noches? Piénselo.

Hoy domingo 12 de febrero de 2006

¿En dónde me gustaría vivir? 

Primera parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ
¿En dónde me gustaría vivir? Con frecuencia nos hacemos esta pregunta, ya sea hablando con nosotros mismos de afanes, ilusiones y fantasías largo tiempo acariciadas o conversando con la familia sobre los deseos de cada uno de sus miembros, o bien, porque en realidad estamos planeando cambiarnos de domicilio por la razón que sea, o simplemente porque no estamos tan contentos con el lugar en el que residimos.
¿Hasta qué punto fue razonable haber escogido el lugar en que vivimos ahora? ¿Qué reflexiones hicimos en su momento, qué motivos y fundamentos claros y objetivos tomamos en cuenta, aparte de las dimensiones de nuestro ingreso familiar? Es claro que establecer un cierto consenso es tarea difícil, aún dentro del mismo núcleo familiar, pues diferentes personas se fijarán en distintas cosas para escoger el lugar en el que quieren vivir. Hay quien prefiera que haya grandes tiendas y almacenes en el barrio o en la ciudad; otros van a privilegiar la vida cultural, con teatros, bibliotecas y salas de concierto; padre y madre se fijarán en si hay buenas escuelas para los chicos; y otros más llegarán a desear que haya gasolineras justamente frente a tales escuelas, como es el caso patológico de las actuales autoridades municipales de Morelia. También habrá que tomar en cuenta que las preferencias cambian con la edad: durante nuestra juventud y temprana madurez nos embarcamos en proyectos de trabajo que nos llevan a vivir en lugares de marginalidad que va de moderada a extrema, en los que nuestros servicios son más necesarios y hasta ingentes; pero a medida que nos acercamos a la tercera edad buscamos condiciones de vida y de trabajo más benignas.
A pesar de esa gran diversidad, podríamos hacer un esfuerzo y cuando menos analizar algunas buenas razones para escoger el lugar en donde vamos a residir con nuestra familia. Imaginemos pues que somos un matrimonio moderadamente joven, con dos chicos en la primaria y una en la secundaria, y que tenemos viviendo con nosotros al padre de uno de los cónyuges, que rebasa los 65 años de edad. ¿En dónde nos gustaría vivir?
Para comenzar, creo que nos gustaría que el lugar estuviera en una región con un clima benigno, que no padeciera de temperaturas extremas, en el que la mayoría de los días del año brillara el sol y gozara de un cielo azul; a menudo dejamos de apreciar lo que tenemos, pero esta consideración es fundamental para quienes viven muy al norte o muy al sur de nuestro planeta. A mi mujer le gusta mucho el campo, pero ninguno de los dos encontraríamos trabajo allí; por esta razón tenemos que vivir en una población en que haya buenas oportunidades de empleo, o cuando menos cerca de ella. Otra cosa en la que debemos fijarnos, y por lo que parece cada vez más, es la seguridad, tanto por nosotros mismos como por los chicos: el lugar debe tener índices bajos de violencia y de criminalidad. Los servicios de salud deben igualmente eficientes.
Y ya que hablamos de los chicos, el lugar escogido debe tener buenas escuelas razonablemente cercanas, de ser posible oficiales (y para decidir si una escuela es buena o no debemos fijarnos en muchas cosas, no solamente en el edificio: calidad del aprendizaje, índice de aprobación y aprovechamiento, tamaño de los grupos, profesionalismo de los maestros, desempeño de sus egresados en el nivel subsiguiente, los materiales educativos con los que se cuente, número de días efectivos en que se labora en el año escolar y salud institucional, datos todos ellos que debo poder comprobar visitando los lugares respectivos). Nadie va a querer mudarse a una ciudad en la que el desempleo rebasa el 20 por ciento de la población adulta, donde los índices de criminalidad y de violencia son elevados y donde, por si fuera poco, las escuelas son malas y los servicios de salud en extremo deficientes.
Un asunto en el que nos fijamos poco es en la esperanza de vida promedio en la localidad que estamos por escoger, pero el caso es que éste es un indicador que nos está señalando de alguna manera la calidad de la vida que se lleva allí. Si los habitantes de un lugar tienen una esperanza de vida de 80 años contra un promedio nacional de 60, esto nos está diciendo que en tal lugar se vive bien. Otro indicador que casi nunca buscamos es la escolaridad promedio de la población: la diferencia entre vivir en una población o barrio donde los habitantes tienen una escolaridad que rebasa el bachillerato con respecto a otra en que la escolaridad promedio es de cuarto de primaria puede ser espectacular (recuerdo mi breve estadía trabajando en Deep River, Canadá, donde el 60 por ciento de los adultos, hombres y mujeres, tenía el doctorado). De todo esto deben informarnos el INEGI.
Hoy lunes 13 de febrero de 2006

¿En dónde me gustaría vivir? 

Última Parte
JUAN MANUEL GUTIÉRREZ
Un aspecto que cada vez se aprecia más para escoger la población en que se quiere vivir es que el lugar tenga historia y que esa historia sea respetada: construcciones civiles y religiosas de siglos pasados bellas y bien mantenidas, restaurantes y cafetines centenarios todavía en operación, buenas y viejas costumbres que todos apreciamos y cultivamos, en fin.
Desde hace 40 años se viene hablando de la vida y la muerte de las ciudades estadunidenses, Nueva York incluido, y de que su atractivo no se va a mantener o a incrementar construyendo grandes edificios o desarrollando proyectos enormes, sino manteniendo adecuadamente sus añosos barrios y rancios lugares y apoyando a los pequeños comerciantes locales. Es claro que los viejos edificios pueden ser sabiamente reciclados (se me viene a la cabeza el Patio Bulrich en Buenos Aires, o el Hotel de la Ciudad de México en pleno Centro Histórico de la ciudad de los palacios), pero el Hotel Alameda en el Centro Histórico de Morelia o tantos otros bodrios pseudomodernistas desparramados por la vieja Valladolid siguen siendo una ofensa para nuestra sensibilidad y nuestra cultura (como lo son las pseudoflamantes edificaciones recientes en Islamabad con respecto de las más nobles de la vecina Rawalpindi, ciudades de Pakistán en las que tuve la suerte de trabajar en numerosas ocasiones).
Sin embargo, la vida cultural que tantas familias buscamos no se reduce a la historia. La cultura es una cosa viva, que se hace y se construye todos los días, que se proyecta al futuro y no solamente al pasado, que está abierta al mundo y no se conforma con estarse viendo siempre el ombligo, y que depende de la actividad de muchas instituciones, organismos y personas.
El buen teatro y el buen cine (en Michoacán por lo general, solamente visible en cineclubes y festivales cinematográficos), la buena música viva (ojo, el buen jazz, el buen rock y el buen folk son tan buenos como la mejor música llamada clásica), buenas y diversas exposiciones de arte y de asuntos históricos, buenos recitales de poesía y literatura en los que escritores y poetas leen en voz alta su obra, buenos eventos de danza clásica o contemporánea, festivales de video, exposiciones de arte popular y de arte de los pueblos originarios, buenos talleres en los que el público en general pueda educar sus manos y su sensibilidad. Todo esto hace atractivo un lugar para vivir, sobre todo para las familias y grupos sociales más creativos que van a ejercer un impacto positivo perceptible en la vida de la comunidad que elijan para su residencia.
La vida cultural parece ser un incentivo más poderoso que los centros comerciales o la condonación de impuestos, y muchas ciudades han construido museos y otras facilidades culturales que las han convertido en un foco de atracción no solamente para simples mortales como usted o yo, atónito lector, sino para inversionistas y empresarios de fuste y razonable ilustración.
Tal es el caso de Bilbao y su argénteo Museo Guggenheim, diseñado por Frank Gehry, con una colección permanente valiosa pero con exposiciones temporales del más alto rango internacional que lo hacen a uno volver una y otra vez a la capital del país vasco (que tiene, además, muchos otros centros de interés); del Guggenheim afirmó en su oportunidad el diario Financial Times que generó alrededor de 500 millones de dólares en nuevas actividades económicas y comerciales y cerca de 100 millones en impuestos nuevos durante sus primeros tres años de existencia.
Casi lo mismo podría decirse de Glasgow, en Escocia, gran ciudad postindustrial en plena decadencia durante los años 70 y 80 del siglo pasado, con unas cuantas decenas de miles de visitantes cada año; la población concursó y ganó la nominación como Ciudad Europea de la Cultura para 1900; el rediseño de la ciudad incluyó la construcción del gran auditorio Clyde por Norman Foster, desde entonces centro cultural de la ciudad; ahora Glasgow es visitada por 4 millones de personas al año.
Bueno, pero no nos salgamos de madre, esto es, de nuestro cauce. Cultura también es tener barrios con su carácter y su atmósfera, que nos gusta recorrer y explorar una y otra vez a pie; buenos espacios públicos, parques y jardines, plazas y portales en los que mujeres, niños y viejos se sienten y se mueven a gusto. Todo ello constituye un buen capital social para la ciudad o población de que se trate y la hace ser un lugar deseable para vivir. Y con esto volvemos a un punto que muchos consideramos el más importante: la gente y los espacios inmediatos en los cuales vive, en los que trabaja, en los que se desempeña, en los que procura solaz y esparcimiento.
Si podemos realmente elegir, son las gentes, sus sentimientos, sus emociones, su manera de conducirse, su trato, y los ámbitos en los que se mueve, la atmósfera que con todo ello se logra, lo que más nos invita a vivir en un lugar y no en otro. Las ciudades, las poblaciones, las villas, son edificadas para las personas, no somos las personas las que debemos "reconstruirnos" para adaptarnos a la vida de la ciudad. Un buen ejemplo podría ser lo que ha sucedido en los últimos años con Bogotá, lugar en el que también he tenido la fortuna de trabajar en repetidas ocasiones.
En vez de tratar de resolverlo todo construyendo nuevas vías rápidas (como el infausto Hank González en el Distrito Federal), han restringido el uso de automóviles y camiones (cosa que también han hecho ya en Londres, dicho sea de paso); han invertido grandes sumas en el desarrollo de banquetas amplias y de buena calidad y en el establecimiento de amplias zonas peatonales, calles cerradas al tránsito vehicular, parques, jardines, rutas y carriles para bicicletas; se han abierto más bibliotecas y se han eliminado muchísimos anuncios comerciales; toda la ciudad se ha reforestado; las metas de los jefes de gobierno de la ciudad no han sido solamente económicas, sino que se han propuesto elevar la calidad de vida de los bogotanos, asegurando el servicio de agua potable al cien por ciento de los hogares y disminuyendo el tránsito vehicular en 40 por ciento; la criminalidad se ha reducido en 60 por ciento.
Cuando se le preguntó a Enrique Peñalosa, ex presidente municipal de Bogotá, ¿cuál había sido su meta al ocupar el puesto?, dijo con sencillez: la felicidad de la gente. Creo que allí tenemos algo que aprender. Así pues, juicioso lector, ¿en qué se fijaría usted para escoger el lugar en el que le gustaría vivir?
Hoy miércoles 22 de febrero de 2006

Anthony Burgess y la muerte del alma 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ I parte
Escribo esta entrega en medio de una especie de remolino causado por una serie de experiencias muy recientes, relacionadas todas ellas con la educación superior, y que quizá no se hayan apretujado unas con otras de manera fortuita. Primero, la lectura de algunas declaraciones y documentos emanados de las autoridades educativas federales en el peor sexenio que ha sufrido el país en este sector (menos historia, por favor, más computación e inglés ¬y no el inglés necesario para leer a Shakespeare, a Dickens o a T.S. Eliot, sino el que hace falta para redactar un panfleto promocional o una carta de negocios). Luego, las discusiones con grupos de estudiantes de bachillerato en el interior del estado de Michoacán, que me hicieron ver la penuria de la información de la que disponen para decidir su futura vida profesional (que muchos ven en la mercadotecnia, la administración de negocios y la computación). Poco más tarde, la visión fugaz y forzada de algunos anuncios promocionales impresos o televisados. Casi para cerrar, el tono rutinario y simplista de un comercial del Tec de Monterrey, escrito al uso y sabor de funcionarios y burócratas e incluido en una publicación que estaba obligada a mantener un mínimo de seriedad. Y esta tarde, la gota que nos hace ver que el vaso está por derramarse: revisando archivos y papeles para ver una vez más qué conservo y qué regalo, reaparece en mis manos un rayo de luz, una contraparte verdaderamente dramática de todo lo anterior: las notas que tomé durante la lectura de un brillante artículo del escritor británico Anthony Burgess, publicado en el suplemento estudiantil de un diario londinense a principios de 1989, una denuncia demoledora de lo que estaba aconteciendo con la educación superior en su país a causa de una serie de medidas tomadas por el gobierno, en aquel entonces conservador y dirigido por la infausta Margaret Thatcher.
Yo me encontraba por aquel entonces justamente en Inglaterra, donde por diez años fui profesor en la Graduate School of Education de la Universidad de Bristol, de manera que lo que Burgess decía fue recibido en terreno fértil al estar viviendo yo, junto con mis estudiantes y mis colegas británicos, los peligros y amenazas tan demoledoramente analizados por el brillante escritor. Para el que no lo recuerde, Burgess fue un incisivo crítico de la sociedad contemporánea y se hizo universalmente famoso con su popular novela Naranja mecánica; quien no la leyó, cuando menos debe haber visto la versión cinematográfica de Stanley Kubrick.
No resisto, pues, la tentación de hacer una glosa del artículo de Burgess a través de la relectura de mis propias notas y bajo la óptica de mis recientes experiencias mexicanas, en un intento por socializar con mis lectores la lucidez de sus señalamientos.
Dice el autor que si bien es cierto que primero viene el estar en posibilidades de satisfacer las necesidades que tienen que ver directamente con la subsistencia, esto es la alimentación, el vestido y la habitación de uno mismo y de los suyos, el verdadero camino de la vida humana es el cultivo de la verdad, de la belleza y de la bondad, de manera que deberíamos dedicar cuando menos nuestro tiempo libre a nutrir, fortalecer y embellecer nuestro espíritu en el cultivo de tales valores. Pero ocurre que la mayoría de la gente, en su tiempo libre, lo que busca es divertirse, aunque la diversión no debería estar reñida con la ilustración, como resulta evidente al escuchar las obras maestras de la música de todos los tiempos o al leer las grandes obras de la literatura. Por desgracia, los medios han jugado un papel determinante en el deterioro de ambos procesos, y la radio y la televisión han escindido a la ilustración de la diversión, favoreciendo ésta, con lo que las llamadas fuerzas del mercado han establecido otros valores, concretamente el cultivo de la mediocridad.
Hoy jueves 23 de febrero de 2006

Anthony Burgess y la muerte del alma 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ Segunda y Última Parte
Si bien los medios no lo hacen, tampoco los gobiernos parecen preocuparse demasiado por la verdad, la belleza y la bondad. Es cierto que una de las misiones de la educación superior tiene que ser que las mentes de la juventud salgan de la universidad bien equipadas con los saberes necesarios para hacerse cargo de nuestras sociedades tan permeadas por la tecnología. Pero la función principal de nuestras universidades es educar, y el educar no puede ser circunscrito a lo instrumental, a lo que es "de utilidad".
Si caemos en esa trampa entonces podríamos preguntarnos de qué utilidad son la literatura, la música, la filosofía o la dramaturgia. ¿Cuál es la influencia de la poesía en el producto nacional bruto? ¿Acaso asistir al teatro para ver obras de Sor Juana o de Ruiz de Alarcón incrementará el ingreso per cápita?
En aquellos años, los 80 del siglo pasado, el gobierno británico desalentó propositivamente el trabajo de los departamentos universitarios que no fueran "de utilidad" para el desarrollo económico. Las universidades se resistieron, pero algunas comenzaron a ver como viable el cierre de departamentos de historia, de literatura o de filosofía, mientras se fortalecían campos más vecinos a lo que se entendía como "de utilidad práctica" en la industria o en los negocios (ahora, con Tony Blair, se llevan estos argumentos a consecuencias tan perniciosas como aquéllas, y se están cerrando departamentos de química, física y otras ciencias básicas).
Las preocupaciones de las que vengo hablando son viejas, y muchas de ellas nos vienen desde el siglo XIX, cuando gobiernos imbuidos por un positivismo mal entendido se preocuparon más por el desarrollo material que por el fortalecimiento espiritual. Y cuando me refiero al espíritu no quiero que se me malinterprete, estoy hablando de lo que florece en nosotros gracias a la filosofía, a las bellas artes y a la literatura, otra vez la verdad, la bondad y la belleza.
Ni Burgess en su artículo ni yo en esta glosa creemos necesario asistir a misa los domingos para solventar las cuestiones espirituales. En cualquier caso, este espíritu secular, no religioso, que aflora y prospera cuando la imaginación y la inteligencia trabajan juntas, parece no interesar grandemente a los políticos, pero justamente en esto se centra uno de los roles más importantes de las universidades: una institución de educación superior debe estar preocupada por el cultivo de las verdades y los valores imperecederos tanto como de los actuales, y esto convierte a la universidad y a su claustro en críticos formidables de lo que pasa en la sociedad y lo que hacen sus gobernantes y sus políticos.
Defender el estudio y el cultivo de la verdad, de la belleza y de la bondad en nuestras universidades, esto es lo que personas más instrumentales califican de estudios teóricos o abstractos o cuando menos poco útiles (como si bancos, automóviles y maquiladoras hubieran traído un gran progreso al país), puede hacerse desde una gran variedad de posiciones, pero sería un error hacerlo solamente en los mismos términos que quienes nos critican.
Por supuesto que las artes promueven el turismo y por lo tanto los negocios, la psicología social provee de grandes ideas a los publicistas, pero con ello nos estamos doblegando ante las fuerzas del mercado contra las cuales estamos y los académicos debemos evitar tales argumentos en esta discusión.
El problema no está allí. Si algunos de nuestros gobernantes (y por desgracia muchos jóvenes y muchos padres de familia) se empeñan en visualizar a nuestros estudiantes universitarios simplemente como profesionales que se van a incorporar a la estructura económica nacional, ¿en dónde quedan entonces la verdad, la bondad y la belleza? ¿En dónde quedó lo supuestamente aprendido en los cursos de literatura, de historia, de geografía, de filosofía, que tomamos en la secundaria y en la preparatoria?
Necesitamos distinguir claramente entre lo que es educación y lo que es capacitación o entrenamiento, lo que es realmente educativo y lo que es meramente instrumental. Que la universidad me convierta en un médico o en un ingeniero no quiere decir que la universidad me haya educado. Cuando nuestras consideraciones se limitan a lo utilitario, estamos arrojando lo educativo por la ventana.
Nuestros pragmáticos gobernantes, algunos de ellos dentro de nuestras propias instituciones educativas, caen dentro del dictum que tan sabiamente acuñó OscarWilde: saben cuál es el costo de todo, pero no saben el valor de nada. Si la finalidad es recuperar en términos económicos todo lo que se invierte en educación superior, entonces estamos minando desde sus cimientos nuestra propia civilización y las posibilidades de que lleguemos a entender cuál es la posición del ser humano en el universo, asunto éste que, evidentemente, no deja dinero.
No todo es hacer negocios, no todo son ventas y compras, no todo es diseñar promociones exitosas, y si vamos más lejos no todo es construir puentes y carreteras, complejos habitacionales y vender más y más automóviles. Tenemos que seguir educándonos también en cómo pensar y como ser creativos y cómo cultivar las áreas de la verdad, de la bondad y de la belleza, y por lo tanto de la historia, de la filosofía, de la literatura y del arte; tenemos que ser capaces de reconstruir dentro de nosotros mismos lo que mujeres y hombres del pasado han elucubrado sobre todo ello, y también tenemos la obligación de diseminar en la sociedad una manera de pensar y de sentir que podemos llamar civilizada, educada. Nuestros gobernantes, no hay por qué insistir, demuestran una y otra vez con lo que dicen que carecen de educación en el sentido que vengo anotando. Nuestro presidente, en competencia con su colega del norte, indigna a unos y hace reir a otros con una regularidad consuetudinaria.
Muchos pensadores han señalado ya lo que sucede cuando los cursos universitarios se someten a las fuerzas del mercado. Lo útil prevalecerá sobre lo genuinamente educativo y las nuevas mitologías emanarán ya no de la historia y de la cultura, sino de la televisión y de las tiras cómicas.
Cuando los profesores investigadores de nuestras universidades encuentran una nueva cura para alguna enfermedad que aqueja a muchos miles de personas, o una nueva manera de aprovechar fuentes alternativas de energía, o mejores procedimientos para regular el crecimiento urbano, por supuesto que nos llenamos de orgullo y de alegría.
Pero nuestras universidades tienen que hacer algo más que eso. Afortunadamente ha habido mucha oposición a la disminución perversa del gasto en investigación científica y tecnológica por parte del gobierno. Ha sido menos notable la voz de quienes se han opuesto a los daños que han sufrido las artes, la historia, la literatura y la filosofía dentro del conjunto de nuestras instituciones de educación superior, con la proliferación de universidades e institutos tecnológicos, federales, estatales y privados y el regateo de los fondos necesario para el cultivo de todos estos campos y disciplinas "poco prácticos o rentables".
Ojalá no sigamos bajando por la misma pendiente, porque entonces estos mismos funcionarios se darán cuenta, tardíamente, que se encuentran gobernando un país que ha perdido el alma.
Hoy domingo 5 de marzo de 2006

La privatización del conocimiento 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ I Parte
Hasta hace algunos lustros, todos estábamos acostumbrados a la idea de que el conocimiento era algo del dominio público, era algo universal: cualquiera que así se lo propusiese podía, en principio, acceder a él. Claro que había excepciones, pero el conocimiento en general, y en particular el conocimiento científico, cumplía con cinco normas básicas:
El conocimiento científico es construido socialmente por la comunidad científica, la cual comparte con todos sus miembros su propia formación, los métodos que emplea, el financiamiento que recibe y los hallazgos y logros a los que llega. También comparte todo ello con la sociedad en general. Para eso se organizan reuniones y congresos, se publican libros y revistas académicas, se desarrolla un sinfín de comunicaciones personales y colectivas y se asiste a las escuelas, desde las de educación básica hasta las universidades, en las que el conocimiento puede ser socializado y aprendido. Por lo tanto, el conocimiento científico es un bien público, todos preferimos saber que no saber, esto es, que preferimos el conocimiento a la ignorancia: el conocimiento y la comprensión de cosas y eventos es un bien en sí mismo.
El conocimiento científico es objetivo, demostrable, reproducible e impersonal, y por lo tanto cumple con los criterios de creencia, de verdad y de evidencia. No tiene una implicación puramente intelectual, ya que el conocimiento debe corresponderse con el fragmento de realidad respectivo al que está dirigido, el investigador cuenta con las evidencias para afirmarlo y por lo tanto cree en los resultados que obtiene. Aspectos tales como las características personales, raciales, de nacionalidad o de clase social de quien establece un conocimiento, son irrelevantes. Por lo tanto, el conocimiento científico es universal.
La motivación en la búsqueda y establecimiento de nuevos saberes es fundamentalmente la búsqueda de la verdad, no el prestigio personal, la escalada de puestos y jerarquías ni las ganancias que puedan lograrse. Por lo tanto, el conocimiento científico es desinteresado.
Los investigadores, quienes se entregan a la búsqueda de la verdad, tienen la libertad de seleccionar o escoger tanto los problemas que van a investigar como los métodos que van a utilizar. Por lo tanto, el trabajo de los investigadores, esto es, la actividad científica misma, es algo original.
Todo nuevo hallazgo, todo nuevo descubrimiento o invento, todo nuevo saber que va a formar parte de lo establecido, aun cuando sea temporal, debe ser sometido al análisis y a la crítica, al escrutinio abierto de la comunidad científica internacional, para su verificación. La comunidad científica se comporta, pues, como un ente escéptico que debe comprobar antes de creer.
La ciencia consistía, hasta hace poco, en la búsqueda desinteresada del conocimiento, la sistematización de los saberes acumulados y la socialización y utilización de los mismos en beneficio de todos. La ciencia era uno de los principales quehaceres de la humanidad que promovía la innovación y con ello la fuerza y la penetración de nuestro entendimiento y el bienestar de niños, mujeres, hombres y ancianos. Pero ahora las cosas parecen estar cambiando.
Las compañías privadas, principalmente las que producen medicamentos, las que estudian y manipulan el genoma de los seres humanos, así como el de plantas y animales, las que hacen ingeniería molecular en general y las que manejan tecnologías de la información y la comunicación, invierten cada vez más en investigación aplicada y tecnológica, e incluso en investigación básica o fundamental, mientras los gobiernos invierten en el sector cada vez menos.
El caso del actual gobierno de México es verdaderamente patético, pues nuestras autoridades no se han conformado con disminuir la inversión del Estado en investigación científica en general, sino que incluso han desviado fondos para apoyar la investigación realizada por compañías privadas en detrimento del que asigna a las instituciones oficiales o autónomas e independientes. Alguna gente diría: Bueno, de todas maneras lo importante es que se siga haciendo investigación, la haga quien la haga. Pero no es así, porque los resultados de la investigación realizada por instituciones públicas sigue cumpliendo con las cinco normas señaladas anteriormente, mientras que el nuevo conocimiento establecido por las compañías privadas es de su propiedad, es decir, que no cumple con las normas de ser un bien común, universal y desinteresado.
En sus manos, la ciencia deja de ser una misión moral para transformarse en una empresa comercial y el conocimiento se convierte en propiedad privada. Esto es una aberración, y no podemos dejar de señalarla. Hemos llegado al caso extremo de plantas cultivadas milenariamente por comunidades indígenas, plantas que por eso tienen ventajas de sobrevivencia que se han ido acumulando durante el proceso de selección, cruza y selección, cuyo genoma ha sido estudiado y descifrado por alguna compañía privada, con lo que dicha compañía patenta su descubrimiento y está ahora en posición de hacer pagar derechos a los campesinos que la cultivan desde tiempos inmemoriales.
Esto no se va a detener allí: se descubre un gene nuevo más o menos cada semana, y existen secuencias genómicas completas de los cromosomas humanos que son ahora propiedad privada de diversas empresas comerciales. No es posible imaginar siquiera lo que podría llegar a pasar, pero es evidente que lo tecnológicamente posible llegará a sobrepasar a lo moralmente deseable.
Hoy martes 7 de marzo de 2006

La privatización del conocimiento 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ II y Última
Continuando con nuestra argumentación de ayer, habrá que agregar que muchos científicos en todo el mundo, en busca de mejores condiciones de trabajo, mejores equipos y laboratorios, más ayudantes, y evitar la suspensión de sus labores por huelgas y paros, se están mudando de las universidades e institutos de investigación a las compañías privadas que están interesadas en su trabajo.
En todo lo anterior, como en muchos otros de nuestros males, México no está solo. En Inglaterra, universidades tan ricas y poderosas como Oxford y Cambridge están perdiendo investigadores que se van a trabajar a la industria; durante el gobierno de la Thatcher (parece ser norma de los gobiernos conservadores) la Gran Bretaña disminuyó en un 25 por ciento el gasto en investigación y desarrollo (¡nada menos que 600 millones de pesos menos a la semana!); en 1986 el país invertía en investigación y desarrollo el 2.45 por ciento del presupuesto y diez años después invertía solamente 1.99 por ciento.
El resultado neto de todo ello es que el conocimiento científico producido por universidades y centros e institutos de investigación financiados por el gobierno va lentamente y en casi todos lados para abajo, mientras aumenta el conocimiento científico producido por las grandes empresas comerciales, que son propiedad privada de tales empresas y sus accionistas (por ejemplo Smith Kline Beechams es accionista de Human Genome Sciences y de Genomic Research, ambas compañías privadas estadunidenses). Incluso comienzan a presentarse casos en que el prestigio ganado por las empresas comerciales como "centros de investigación y desarrollo" es utilizado para solicitar apoyos y exención de impuestos y se ha llegado al extremo de que tales empresas desarrollen campañas para restar vigencia a los conocimientos que representan un peligro para sus ganancias, como es el caso de las industrias del tabaco y de bebidas alcohólicas.
Se han sugerido diversas propuestas para corregir el rumbo, desde aumentar de manera inteligente y sistemática la inversión del gobierno para las actividades de investigación y desarrollo (y digo inteligente y sistemática, no tiene caso hacer una simple derrama de dinero, ni siquiera en sueldos, que eso jamás ha aumentado la calidad y la cantidad de lo que hacemos, sea investigación o no), hasta apuntar hacia que el gobierno debería financiar la investigación básica o fundamental (otrora llamada "pura") mientras la industria se encargaría de la investigación aplicada y tecnológica, pasando por quienes señalan que la investigación realizada en nuestras universidades e institutos públicos debería estar más cerca de los intereses de la industria y de los negocios. El asunto es complicado, como decimos siempre cuando no contamos con una solución a la mano, pero es evidente que merece ser estudiado a fondo, entre otros por la propia comunidad científica, si es que no queremos acabar en el otro fondo, aquél del cual queremos salir.
Para remate, la ciencia misma tiene sus problemas, y recientemente hemos visto casos espectaculares de esto, dentro y fuera del país: datos fraudulentos o presentados engañosamente, resultados que nadie puede reproducir, plagios, hallazgos que se reportan sin contar con evidencias suficientes, publicación doble o triple del mismo trabajo para acumular puntos en la evaluación de los investigadores dentro del sistema que sea (los famosos "refritos"), sistemas de evaluación que favorecen el desarrollo de investigadores apolíneos (esto es, investigadores que se dedican a perfeccionar lo que ya existe, por lo general lo que ellos mismos vienen haciendo desde hace años) en detrimento del de los investigadores dionisíacos (aquéllos que realmente tienen y ponen a prueba grandes ideas nuevas y que por lo tanto corren el peligro de publicar menos; es claro que es más sencillo, rentable y evaluable ser un investigador apolíneo que uno dionisíaco, pero la que sufre es la ciencia misma), el tú me pones en tu trabajo y yo te pongo en el mío (con lo que los dos acumulamos puntaje por dos publicaciones y no solamente por una), el efecto nefasto que ha tenido en la calidad de las publicaciones la política de "publicar o morir" (publish or perish) establecida por nuestros sistemas de investigadores, en fin.
Hay quien dice que el día de fiesta para los investigadores ha llegado a su fin. Esperamos que no, por el bien de la ciencia y del conocimiento como bien público, universal, desinteresado, original y bien establecido por procedimientos legítimos que la propia ciencia tiene y que todos debemos respetar.
Hoy viernes 10 de marzo de 2006

¿Quiere usted conseguir empleo? 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ I Parte
Recientemente he estado discutiendo con grupos de jóvenes que cursan el último semestre de su bachillerato en diversas instituciones del interior del estado, y aunque el tema que nos convocaba era el de en qué podríamos basarnos para escoger la carrera y la institución de educación superior en que vamos a estudiar, el asunto del empleo salió una y otra vez durante nuestras pláticas. No dejó de sorprenderme que para muchos jóvenes fue impactante enterarse de que en nuestros días, contar con un título universitario de ninguna manera es garantía de que van a encontrar empleo. Después de analizar algunas informaciones recientes sobre el desempleo y el subempleo entre los egresados de nuestras instituciones de educación superior, los jóvenes me preguntaron, ya que el título universitario no era suficiente, qué hace falta entonces para encontrar empleo. Aunque este asunto fue tocado de alguna manera en mis entregas del 14 y 15.05.05 (Competencias y empleo), quisiera extenderme aquí sobre un asunto que interesa a sectores tan amplios de nuestra juventud, sean o no graduados universitarios.
Además de que una institución de educación superior, más allá de darnos una carrera y un título profesional, debe darnos justamente lo que su nombre dice, esto es, una educación a nivel superior, de ninguna manera estoy sugiriendo que hacer una carrera universitaria es algo que no valga la pena. Pero de lo que sí estoy convencido es que nuestras universidades no consideran de manera seria y sistemática el desarrollo de una serie de competencias que son fundamentales en el momento en que uno sale a competir en el mercado de trabajo y que son relativamente independientes de la carrera que se escoja. Como dije el año pasado, no basta con saber anatomía, bioquímica, física, matemáticas, sociología, electrónica o resistencia de materiales: hay muchas otras cosas que debemos saber y, sobre todo, que debemos saber hacer, para desempeñarnos como profesionistas exitosos, y que desgraciadamente la universidad no nos enseña. Por lo demás, mucho de lo que voy a decir más adelante es aplicable tanto a jóvenes egresados de la universidad como a cualquier persona que busca trabajo, en el campo que sea, trátese o no de un egresado de alguna institución de educación superior.
Entonces, ¿qué debe saber hacer una persona para incrementar su empleabilidad? Vamos a hacer una lista, en la cual no hay una secuencia jerárquica, pues todas las competencias señaladas son importantes:
Competencias para la comunicación y el manejo de información: no vayan ustedes a reír, pero para ser un comunicador efectivo lo primero de todo es saber leer, escribir, hablar y escuchar de manera correcta y eficaz, esto es, poder comprender el mundo y la vida gracias a lo que se lee y poder hacer resúmenes comprehensivos e iluminadores de lo leído; ser capaz de escribir de manera estructurada y dirigida lo que se piensa, lo que se siente, lo que se observa y lo que se pretende; ser capaz de hacer presentaciones orales ordenadas, precisas y convincentes, así como de dirigir de manera productiva y participativa las discusiones de un grupo de trabajo; ser capaz de escuchar destacando las ideas principales de lo que se dice y de preparar, por ejemplo, un resumen de dos páginas a partir de una conferencia de hora y media; ser capaz de encontrar la información necesaria allí donde se encuentre, ya sea en libros, documentos, publicaciones periódicas (diarios y revistas), diskettes, CD, videos, películas, Internet; poder registrar, organizar, interpretar, evaluar y archivar de manera segura, ordenada y recuperable la información obtenida; tener un manejo básico pero efectivo de las tecnologías de la información y la comunicación (computadoras y software); manejarse con soltura en cuando menos una lengua extranjera, de preferencia inglés.
Competencias para el pensamiento: ser capaz de analizar críticamente lo que observo, lo que percibo, lo que leo, lo que me dicen; reconocer lo que es razonable y distinguirlo de lo que no lo es; procurar ser objetivo; saber llegar a conclusiones; reconocer las suposiciones implícitas en una argumentación; reconocer la importancia de las evidencias que se proporcionen y ser capaz de proporcionar más evidencias en un sentido o en otro, extendiendo por lo tanto la argumentación; identificar las fallas de razonamiento en una argumentación; seleccionar explicaciones plausibles; reconocer la función o papel que juegan los componentes básicos de una argumentación; comprender los términos principales de una argumentación; elaborar una argumentación más allá de como se nos presenta; manejar eficazmente razonamientos inductivos y deductivos.
Competencias para la resolución de problemas: por supuesto no nos referimos solamente a problemas matemáticos, físicos o químicos, sino también a problemas del trabajo y de la vida diaria. Claro que debemos manejar con soltura las herramientas que nos da la matemática, pero además de ello requerimos de perspicacia, incisividad, sensibilidad y capacidad de análisis; debemos saber seleccionar adecuadamente la información pertinente para cada caso o problema que se nos presente, y es igualmente necesario saber tratar, interpretar y evaluar dicha información, pues no tendrá toda el mismo peso y relevancia de un caso a otro; será necesario encontrar la aproximación, el enfoque, los métodos y los procedimientos adecuados, identificar las relaciones que entren en juego y elaborar las suposiciones e hipótesis inteligentes, razonables e informadas que sea menester; también debemos ser capaces de diseñar y manejar los modelos de las situaciones respectivas, esto es, las representaciones simplificadas de las mismas que nos permitan visualizarlas, imaginarlas y manipularlas mejor.
Hoy sábado 11 de marzo de 2006

¿Quiere usted conseguir empleo? 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ Segunda y Última Parte
Competencias para la participación: debemos saber trabajar en equipo con otras personas, aun cuando éstas provengan de diferentes culturas, tengan una preparación distinta a la nuestra o piensen de distinta manera que nosotros; debemos ser capaces de obtener lo mejor de quienes trabajan o conviven con nosotros, de aprender de otros y de enseñar a otros, así como de servir adecuada y solícitamente tanto a quienes conviven con nosotros como a nuestros compañeros de trabajo y a los usuarios de los servicios que preste la institución en que laboramos; debemos saber negociar y llegar a acuerdos con personas que provengan de diferentes medios; debemos saber aportar de manera crítica, pero positiva, a la solución de las situaciones problemáticas que se presenten, así como reconocer la participación y aporte de los demás.
Competencias para el análisis de sistemas: debemos ser capaces de comprender que un problema no está aislado, sino embebido e interactuando dentro de un sistema social, político, organizacional, tecnológico o conceptual, y que a menudo la situación misma constituye un sistema y tiene una diversidad de componentes; también es necesario poder mejorar el desempeño del sistema en el que nos encontremos actuando o laborando, ya sea éste la familia nuclear o ampliada, el comité, el partido político, el club, el sindicato, el centro de trabajo, o el sistema tecnológico con el que estemos trabajando; debemos saber monitorear el desempeño de cada uno de los componentes o participantes, corregir faltas, errores y carencias, y mejorar el funcionamiento del sistema de que se trate. Si el sistema tiene que ver con componentes tecnológicos, o es en sí mismo un sistema tecnológico, debo saber escoger el equipo y las herramientas necesarias, aplicar la tecnología a todos los casos específicos con los que me enfrente y tomar las medidas de mantenimiento preventivo y correctivo necesarias.
Competencias para el aprendizaje: pensar que al terminar la universidad hemos terminado con nuestra educación es absurdo, de hecho, apenas comenzamos, y tanto la escuela como la universidad deben habernos preparado para seguir aprendiendo a lo largo de toda la vida. Entonces debemos seguir siendo buenos observadores, personas capaces de poner a prueba las explicaciones tentativas propuestas por nosotros y por otras personas, y por otros soportes como libros, publicaciones periódicas, obras de teatro, cine, programas de radio y de televisión. Por supuesto que debemos seguir aprendiendo de lo que sucede en la realidad, en nuestra familia, nuestro barrio, nuestro país, en el mundo y en el universo. Para cada nueva situación debemos ser capaces de diseñar nuevas soluciones, ya se trate de algo que sucede en nuestro interior o de algo que pasa fuera de nosotros.
También debemos ser capaces de integrar lo que aprendemos a lo que ya sabemos, pues es muy importante que todo ello vaya formando una especie de red, de trama, que mejore nuestro entendimiento y nuestras estrategias cognitivas. Hay nuevos conocimientos que contradicen o entran en conflicto con lo que ya sabíamos; entonces se hace necesario reevaluar, reestructurar y ajustar, e incluso desechar, los aprendizajes previos, pues es tan importante saber aprender como saber desaprender. Y todo debe ser ajustado a nuestra cultura, al estadio en que se encuentre nuestra vida, y a nuestro propio marco axiológico o de valores.
Saberse manejar: esto incluye el saber manejar todos nuestros recursos, nuestros talentos, nuestros saberes, nuestro tiempo, la información de que dispongamos, nuestros recursos materiales y nuestros recursos económicos, nuestras responsabilidades y nuestros compromisos. Pocas cosas dan tan mala impresión como una persona que no sabe manejarse a sí misma.
Entonces, sea un buen gestor de sí mismo, condúzcase como una persona que tiene madurez afectiva, intelectual y de comportamiento; genere un buen impacto personal y desarrolle un espíritu emprendedor con creatividad, iniciativa, flexibilidad, sentido crítico, espíritu innovador y confianza en sí mismo; haga bien lo que tenga que hacer y goce con ello; sepa tomar iniciativas y riesgos bien calculados; sepa distribuir trabajos y funciones y llegar a resultados de buena calidad con el concurso de los demás, reconociendo la participación de todos; fíjese metas y propósitos ambiciosos y trate de llegar a ellos con esmero y dedicación; sepa cómo sortear obstáculos y resolver los problemas que se le presenten; conviértase en una persona de empuje, capaz de estimular a los demás al trabajo y a la acción, y ojalá sea usted una persona a la que le guste la gente y trabajar con ella, y así se lo haga sentir a los demás.
Seguramente le han enseñado a usted poco de esto en la universidad, desilusionado lector, pero póngase en el lugar del empleador, sea éste jefe de una oficina, director de un hospital, gerente de un banco o de una industria o presidente de una ONG: ¿no le gustaría a usted emplear a una persona con las competencias a que me he referido?
Hoy domingo 9 abril de 2006

El arte nos enseña a vivir 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ I Parte
Hace ocho años, después de una serie de trastornos prolongados que incluyeron hemorragias asaces aparatosas, los médicos me dijeron que tenía cáncer, concretamente un linfoma que había invadido la médula ósea, el estómago y el primer tramo del intestino delgado. De una manera u otra, yo había vivido mi vida y contaba a la sazón con 69 años de edad, aunque de ninguna manera estaba listo para aceptar que todo estaba por terminar; pero lo que más me perturbó fue dejar sola a mi joven esposa, por aquel entonces sin empleo, y sobre todo a mi hijo menor, que cursaba apenas sus estudios secundarios.
Entonces, caminando del hospital a mi casa (un par de kilómetros) tuve una corta conversación conmigo mismo, hablándome de usted como siempre lo hago (pues a estas alturas yo y mi persona nos conocemos más o menos bien, pero de ninguna manera somos amigos cercanos), y me dije: Óigame Gutiérrez, hay que meterle duro a esto pues parece que no le queda mucho tiempo. Lo primero que decidí después de tan breve coloquio fue hacer cara al problema, como he procurado enfrentar casi todo en mi vida madura: con entusiasmo y con alegría; en esto no me iban a ayudar para nada las congojas y languideces de la ya lejana adolescencia ni las desesperanzas sufridas muy ocasionalmente como adulto.
Lo segundo fue buscar el socorro y el apoyo del arte, auxilio que he rastreado y encontrado sistemáticamente, con logros indecibles, desde mi niñez (alguna vez me contaron mis padres que a mis cinco años me dio por bailar nada menos que la Séptima de Beethoven, de la que muchos años después supe que algunos llamaban justamente Tanz sinfonie).
Y manos a la obra. Al llegar a casa de regreso del hospital puse al tanto a mi esposa y a mi hijo y acto seguido me busqué en nuestra biblioteca algunas lecturas, ya conocidas, que acrecentaran mis fuerzas; a su estudio me dediqué con un tesón ese sí digno de mis días de pupilo: el Hipólito de Eurípides, la Biografía de Beethoven de Rolland, el Sadhana de Tagore, los Tres titanes de Ludwig, el Canto a mí mismo de Whitman, La lección de la muerte en el Kata Upanishad, los Cuentos de Tolstoi, Mis universidades de Gorki, en fin. Junto con ello, y por una temporada larga, me puse a escuchar en serio las obras musicales que más me habían ayudado en mi adolescencia y temprana juventud: por supuesto la Tercera, la Quinta, la Séptima y la Novena Sinfonías de Beethoven y sus Cuartetos dedicados a Razumovsky, las Suites para cello solo y los Conciertos de Brandenburgo de Bach, todos los Cuartetos que pude reunir de Mozart y de Haydn, la Quinta de Shostakovich y su Cuarteto número 8 (y su Trío número 2), los Lieder de Schubert (claro que no todas las canciones, son más de 800), la Quinta de Mahler, las Variaciones Enigma de Elgar, las Canciones de Grieg, la versión original de La noche transfigurada de Schoenberg, Una vida de héroe de Ricardo Strauss.
Por esas semanas estuvieron en cartelera La flauta mágica y el Don Juan de Mozart y allá me fui a verlas y escucharlas. Tuve la fortuna de que en la vecina Stratford, la cuna del Cisne de Avon, estuvieran poniendo el Hamlet del propio Shakespeare, el Peer Gynt de Ibsen y el Cyrano de Rostand, y allí estuve. Pude ver en museos y exposiciones obra importante de Velázquez, Cézanne, Kirchner, Francis Bacon, Malevich, Bourdelle, Schiele, Brancusi, Chardin, Kline, Jawlensky, Rothko, y de Diego, de Tamayo y de Carlos Orozco Romero, que me encanta. Y en el cine me sacó adelante volver a ver por esa temporada películas como Tiempos modernos de Chaplin, El séptimo sello de Bergman, Breve encuentro de David Lean y Humberto D de De Sica. Todo esto no solamente me produjo infinito placer y muchas ganas de vivir, también me proveyó de herramientas intelectuales y afectivas para salir adelante, no para ver hacia atrás sino para planear a futuro.
No estoy tratando de presentar al arte como algo instrumental, como un recurso que es útil para lograr o conseguir algo práctico, de ninguna manera; el arte es válido en sí mismo y por sí mismo, no se construye, se ejecuta, se aprecia o se goza con una finalidad empírica, conceptual o actitudinal redituable. Pasa con el arte como con la educación o con el conocimiento, y para ese caso con el pensar y con el sentir: son un valor en sí mismos, no requieren de justificación alguna, son actividades humanas importantes no porque sirvan para esto o para lo otro, las hacemos, las consideramos, las estimamos porque somos humanos, porque nos son consubstanciales. Pero recorrer los caminos del arte, de la educación y del conocimiento nos permite logros colosales en lo individual y en lo social, en lo intelectual y en lo afectivo, en lo material y en lo moral, eso es indudable.
Al terminar la primera tanda de diez sesiones de quimioterapia, que tomaron casi un año, y con el consejo de los médicos, decidí cambiar de actividad profesional para dejar de moverme entre tantos países como consultor, pues eso de ir a trabajar de Karachi a Buenos Aires y de allí a Nairobi es asunto que fatiga. En todo caso, quiero destacar que el arte fue el que me dijo "¡Fuerza, canejo!" como en el Martín Fierro, y me hizo ver para adelante y recomenzar mi vida nada menos que a los 70 años, tomando ímpetus para los que yo hubiese pensado que ya no me quedaban fuerzas.
Hoy lunes 10 abril de 2006

El arte nos enseña a vivir 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ II y Última
El arte es un gran amigo que siempre está allí, que siempre nos está enviando mensajes; uno no puede ser tan ciego ni tan sordo ni tan insensible como para no escucharlos o no verlos, tan bruto como para no considerarlos y, en su caso, tan endeble como para no seguirlos. ¿Cuántos desconsuelos y congojas no alejaron en su momento las Consolaciones o la música compuesta para el Soneto 47 del Petrarca por Liszt, o el Andante del Concierto número 21 para piano y orquesta de Mozart, o la Letanía de Arvo Pärt o la Pavana para una infanta difunta de Ravel? ¿De cuántos momentos de duda e indefinición no nos sacaron la poesía de Pellicer, la de Borges, la de Nicolás Guillén, tan sólo para citar a tres poetas totalmente diferentes? Y al contrario, ¿cuántas certezas erróneas pudimos percibir gracias a las dudas sembradas por la poesía de Homero Aridjis, de Xavier Villaurrutia, de Jaime Sabines o de Torres Bodet?
Desalentados por el infortunio, ¿cuántas veces no nos empujó para salir adelante el cine de Frank Capra, el de Chaplin, el de Jacques Tati o el de Truffaut, cuántas veces no nos hizo reconsiderar nuestra romántica desesperanza el cine temprano de Carné? Recuerdo lo importante que fue para mí, en su momento, asistir al estreno de Rosenkranz y Guildersten han muerto, la obra de Tom Stoppard, en una versión experimental de gran intimidad en un pequeño teatro de la ciudad de México; a partir de esa noche asistí a ver la obra por cinco noches consecutivas más: me cambió la vida y me cambió también algunas de mis percepciones sobre la muerte (...ahora me ves, ahora ya no me ves...). Lo mismo me ocurrió mucho más tarde al estar frente a 60 autorretratos de Rembrandt (dibujos, tintas, grabados, óleos), ocasión única en la vida que me hizo, entre muchas otras cosas, considerar introspectivamente la soledad, la incomprensión, el deterioro físico, la pobreza, la propia mortalidad. ¿Y la alegría y nuevo entendimiento con que salíamos del teatro cuando jóvenes después de ver bailar a Guillermo Arriaga el Zapata con la música de Tierra de temporal de Moncayo, o a Waldeen bailando el Allegretto de la Quinta de Shostakovich, o a David Lichine el Hijo pródigo de Prokoffiev?
El cine de Antonioni (El eclipse, El desierto rojo, Blow up, El pasajero) o de Visconti (La tierra tiembla, Rocco y sus hermanos, El Gatopardo, Muerte en Venecia), el de Fellini (Cabiria, La dulce vida, Ocho y medio, Amarcord), el de Eisenstein (Octubre, Potemkin, Alejandro Nevsky, Ivan El terrible) o el de René Clair (A nosotros la libertad, Bajo los techos de París, Puerto de Lilas), el de Dovzhenko (Arsenal, Tierra) o el de Ang Lee (Sense and sensibility, La tormenta de hielo, Ride with the devil, El tigre y el dragón); las actuaciones de Daniel Auteuil, Marlon Brando, Alec Guinness, Toshiro Mifune, Emma Thompson, o Dirk Bogarde, en el cine, o las de Anthony Sher, Alex Jennings, John Guielgud, Jane Lapotaire, Judy Dench o López Tarso en el teatro; o bien, las fotografías de Álvarez Bravo, Cartier-Bresson, Yampolsky, Capa, Steichen, Weston, Rodchenko, Héctor García: todo ello nos ha señalado, en su momento, aspectos del vivir que quizá no habíamos percibido en esa dimensión, nos ha iluminado ángulos y salientes de la vida y del ser humano y, por lo tanto, de nosotros mismos que no habíamos tomado en cuenta con esa nueva luz.
¿Quién que haya leído en su momento oportuno el Juan Cristóbal de Rolland no aprendió a vivir más sabiamente su adolescencia temprana? ¿Quién no vivió más ilustradamente su primera madurez gracias a la lectura de La Montaña Mágica de Thomas Mann? ¿Quién no identificó con más precisión sus molinos de viento gracias al Quijote, sus espectros gracias a Ibsen o no desentrañó su propio laberinto gracias a Chéjov o a Dostoievsky? ¿Y no acaso hemos aprendido a apreciar y a manejar de manera más equilibrada y armónica las proporciones, los espacios, las superficies, las texturas y los colores, y no hemos logrado con ello una visión más estética y más cordial de la vida misma, gracias a la contemplación y el estudio de las grandes obras de la arquitectura de todos los tiempos, ya sean las logradas por las civilizaciones del pasado, las de los pueblos originarios de Mesoamérica o de Sudamérica, de Egipto o del Asia Menor, las de los griegos y los romanos, o las de la Edad Media con sus catedrales y sus edificaciones civiles, las modernas del art nouveau, o las contemporáneas de Lloyd Wright, Le Corbusier, Félix Candela, Luis Barragán o Frank Gehry? ¿Y las esculturas de Gaudier-Brsenska, de Archipenko, de Zadkine, de Lipschitz? Y sin irnos a tales alturas, ¿no aprendemos a ser más incisivos al percibir el acierto del arte popular, ya se trate de textiles, de cerámica, de manufacturas elaboradas con palma o de pequeñas obras de arte hechas de madera?
Por más que se afirme que el arte es manifestación del espíritu, en este nuestro tránsito por la vida y por la apreciación de la belleza, del talento y del primor, tenemos que reconocer que toda obra con valor estético está hecha de cosas y con cosas materiales, está hecha de colores, texturas, proporciones, superficies, sonidos, espacios, frases, secuencias, silencios, consonancias, ritmos, miradas, gestos y movimientos, todo ello corpóreo y substancial. De esta manera llegamos al más grande aprendizaje de todos: que cuerpo y alma, forma y fondo, substrato y esencia, carne y fantasía, son una y la misma cosa, son aspectos varios de lo indivisible, del ser humano, de nosotros, que no podemos ser fraccionados en partes sin que dejemos de ser eso justamente, humanos
Hoy domingo 16 de abril de 2006

Bondad, verdad, belleza y educación 

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ I Parte
Vuelven a escucharse voces, así en México como en otros países, a favor de la instrumentalidad de los estudios básicos, medios y superiores, esto es, privilegiando su utilidad, su aplicabilidad práctica en el mercado de trabajo, con el consecuente detrimento de la formación general. No siempre son emitidos estos puntos de vista por personas poco ilustradas, y con una frecuencia que alarma provienen de supuestos educadores, incluyendo a funcionarios del sector. Hace menos de un mes se pronunció en este sentido el subsecretario de Educación nada menos que del gobierno británico, aunque a estas alturas ese cargo en ese país, como en el nuestro, no garantiza que lo desempeñe una persona educada.
De ningún modo voy a argumentar en esta entrega en contra del trabajo (noción que de todas maneras va más allá que la restringida de empleo que le da nuestro gobierno federal), pues el trabajo, el trabajo bien hecho, es uno de los motores más importantes en la evolución intelectual, cultural, económica, social y política de las personas, de las comunidades y de las naciones a lo largo de toda la historia de la humanidad.
Pero para que el ser humano lo sea, esto es, para que vivamos y nos comportemos como humanos, no puede bastarnos el trabajo. Nos es indispensable, además, como traté de dejarlo claro en una entrega anterior, la práctica sistemática y consistente de la bondad, la búsqueda terca de la verdad en todo lo que hagamos y pensemos, la puesta en juego de nuestra penetrante e ilustrada sensibilidad que nos permita la creación, la percepción y el gozo de la belleza.
La pasión por la bondad, la verdad y la belleza implica la pasión por la libertad, pero para ello es necesario que aprendamos a construir un marco axiológico sólido y consistente formado por valores en los que realmente creamos y por lo tanto practiquemos en nuestra vida personal y social; que aprendamos a analizar críticamente nuestro pensamiento (esto es, que seamos capaces no solamente de pensar sobre las cosas, sino de pensar sobre el pensar mismo, sobre nuestro propio pensamiento, y saber darnos cuenta de cuándo lo que estamos pensando está bien pensado y cuándo no), y que aprendamos a encaminar y madurar nuestra sensibilidad de tal modo que sepamos producir belleza y perfección y percibir ambas allí donde se encuentren, en las personas, en las cosas y aconteceres naturales, en las obras del genio y del ingenio humanos, en las buenas acciones, en la gallardía de los gestos. Bien dijo Albert Camus en El destierro de Helena que la belleza no puede prescindir de los seres humanos, pero los seres humanos tampoco podemos prescindir de la belleza.
Es claro que esto no queda garantizado por la inclusión burocrática de las humanidades dentro del currículo escolar o universitario; poco hacen por el cultivo de la bondad, de la verdad y de la belleza un curso de literatura universal que se limite a hacer memorizar nombres, fechas y estilos de escritores, dramaturgos y poetas, junto con un par de mal escogidas lecturas obligadas, o uno de filosofía en el que el docente se pierda entre los presocráticos o se empeñe en endilgar a chicas y chicos valores decimonónicos (si no es que incluso más rancios, aun cuando quizá válidos en su sitio y en su tiempo) en lugar de promover entre ellos la construcción de sus propios valores, sanos, congruentes y vigentes.
Pero mal nos veremos si, en lugar de sanear y vitalizar el aprendizaje de las humanidades, nos empeñamos en sustituirlo con cursos de computación, electromecánica, mercadotecnia y administración de negocios.
Y también habría que revitalizar el aprendizaje de las otras disciplinas y campos de los contenidos curriculares: no es lo mismo aprender las nociones, leyes y hechos a los que se dedican la biología, la química, la historia o la sociología, que educarnos como pe rsonas gracias a tales aprendizajes. Educarse no es acumular conocimientos, es conducirse de acuerdo con lo que se sabe.
Una preparación para el empleo hace justa y solamente lo que ofrece, en el mejor de los casos: nos prepara para un empleo determinado, pero no nos educa para proporcionar a nuestra vida una perspectiva, un horizonte verdaderamente humanos. Capacitación y educación son dos cosas distintas, y ésta, que forma personas y determina el carácter y la calidad de nuestras vidas como seres humanos, como entes sociales y culturales, es mucho más valiosa que aquélla, que entrena empleados para la jornada de trabajo. Una persona educada es capaz de distinguir por sí misma lo que está bien de lo que está mal y lo que está bien hecho de lo que está mal hecho (ya se trate de cosas o de acciones), es capaz de pensar en el significado de su propia vida y de la de los demás, desenmascara falacias y afirmaciones que no cuentan con las evidencias suficientes, razona profundamente y de manera responsable, aprecia y toma en cuenta los derechos y los puntos de vista ajenos y respeta lo que percibe que es importante para otras culturas y otras personas, esto es, que una persona educada piensa por sí misma pero trata de llegar a la comprensión mutua con los demás.
Una persona educada es un individuo independiente abierto a su mundo y a su tiempo que no se conforma con ser un seguidor de las instrucciones de sus mayores, de sus jefes, de los funcionarios ni de los líderes políticos o religiosos de que se trate.
Una persona educada no es una persona dogmática, es capaz de ver para todos lados y de aprender por sí mismo constantemente, no lleva orejeras al uso de las mulas. Una persona educada es un ser humano, no solamente es un comerciante, un contador o un analista de sistemas, y por lo tanto puede manejar una diversidad de puntos de vista, incluso puntos de vista conflictivos. Una persona educada no está esperando un conjunto de reglas preparadas de antemano por otras personas, ni para el trabajo ni para la vida, como si fueran una prenda de lavar y usar.
Hoy lunes 17 de abril de 2006

Bondad, verdad, belleza y educación 

 JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VAZQUEZ / II y Última
Una persona educada sabe que las ideas y los conocimientos han ido cambiando con el tiempo y que las respuestas a los problemas de la vida y, por lo tanto, de la bondad, la verdad y la belleza, son diferentes ahora que en los tiempos de nuestros padres o de nuestros abuelos, ya no digamos de siglos anteriores; sabe que no solamente la naturaleza ha evolucionado, sino que la sociedad también lo ha hecho al enfrentar nuevos retos y nuevos problemas, y al ver problemas y retos viejos con una nueva mirada que se ha ido construyendo gracias al avance del arte, la ciencia y la tecnología. En muchos campos ya es posible hacer cosas que no son necesarias o moralmente deseables, tanto en el campo de la salud como en el de la genética, en el de la información, en el de las comunicaciones o en el de la psicología social, para no mencionar sino unos cuantos. Una persona educada sabe tomar una postura informada, autónoma y consciente en todo ello, una persona simplemente capacitada para un empleo no es capaz de hacerlo.
Una persona bien educada se comprende a sí misma, a quienes la rodean y al mundo en el que vive. Esto es, que una persona educada no es solamente una persona que sabe, es una persona que comprende. Más que la información, le preocupa el conocimiento, y más que el conocimiento, le preocupa la sabiduría, como bien lo dijo el poeta T. S. Eliot. Y la sabiduría implica no solamente saber, sino actuar con inteligencia, con justicia y, otra vez, con abnegación y benevolencia, con verdad y con primor. Para poder hacerlo, una persona educada es capaz de organizar la información que recibe hasta conformar una estructura que quiera decir algo, que signifique algo; es decir, que es capaz de convertir la información en conocimiento y el conocimiento en comprensión y en sabiduría. Sin esa capacidad, el simplemente "bajar" información de Internet se convierte en un ejercicio que carece de sentido. Cómo "bajar" información de Internet se aprende en un curso de capacitación, pero la comprensión y la sabiduría son territorios de la persona educada.
Además, incluso en términos del empleo, una persona bien educada en la bondad, la verdad y la belleza, una persona que sabe mejorarse y mejorar la vida de los demás, que sabe comunicarse, sabe pensar críticamente, sabe participar y resolver problemas, es una persona que en cualquier momento puede reorientar su vida y recapacitarse para desempeñar otros puestos, no solamente ese para el cual fue entrenado; es una persona flexible y adaptable que puede transferir sus talentos a otras posiciones en la vida. Cada vez más la capacitación precisa para el trabajo que se va a desempeñar es ofrecida en los centros de trabajo mismos, ni la escuela ni la universidad la pueden proporcionar; es cierto que el sistema educativo y los sitios de trabajo deben estar más al tanto de las necesidades, las potencialidades y las limitaciones de ambos, pero lo que el empleador está buscando, a nivel nacional e internacional, es una persona educada, y por lo tanto creativa y flexible, que tenga una perspectiva amplia de la vida y que sepa adaptarse y manejar los retos de los nuevos enfoques y las nuevas maneras de hacer las cosas, no una persona a la que una serie de cursos supuestamente prepararon para ocupar un puesto determinado y que no lo muevan de allí. Quizá era encomiable poder decir, hasta hace relativamente poco tiempo, que se había acumulado cierta antigüedad en un empleo determinado; ahora es un desprestigio tener que decir que ya se tienen ocho o diez años en el mismo puesto.
Educarse es una aventura, un viaje, una exploración que toma toda la vida, aunque sus rudimentos en la familia, en la escuela y en la universidad son por supuesto muy importantes; para cualquiera puede resultar de vida o muerte haber adquirido las bases de una buena educación en los tres entornos mencionados. Durante esta travesía, la persona educada va construyendo y consolidando sus propios puntos de vista sobre la bondad, la verdad y la belleza; sobre la vida, la justicia, el arte y la política; sobre el trabajo, el amor, la amistad y la solidaridad; sobre lo que uno es realmente capaz de hacer en bien de los demás y, en su momento, sobre la decrepitud, la enfermedad y la muerte. En todos estos aspectos del pensar, del sentir y del quehacer humanos nos ayuda una buena educación; no creo que pueda lograrse lo mismo tomando cursos de capacitación para desempeñar un empleo. Educación y capacitación tienen, ambas, su papel y su sitio, pero sería de una torpeza inaudita confundir una con la otra. 
Hoy miércoles 13 de septiembre 2006

Saber y creer      
                 
Juan Manuel Gutiérrez Vázquez / I Parte
Saberes y creencias tienen ambos un papel importante en nuestra vida, están presentes en todo lo que hacemos, forman parte necesaria de nuestra cultura. Puede tratarse de saberes muy sencillos, tanto en la esfera del pensamiento (sé la edad que tengo, los nombres de mis familiares más cercanos, el significado y la función de las palabras que más uso, los nombres de las calles de mi barrio, manejo mentalmente las operaciones aritméticas básicas, en fin) como de lo psicomotor (sé zurcir mis calcetines, sé cruzar avenidas muy transitadas, juego tal o cual deporte, bailo tal o cual danza, sé manejar la lavadora de ropa y mi teléfono celular). También puede tratarse de saberes muy complicados (utilizo con soltura el teorema de Newton-Kantarovich, puedo explicar las implicaciones del magnetismo terrestre, manejo con seguridad un espectroscopio de resonancia nuclear magnética, sé escribir una fuga a cuatro voces). Y lo mismo pasa con las creencias, que pueden ser sencillas (creo que mi padre está actuando de buena fe) o complejas (creo en mi país, creo en la Santísima Trinidad). Pero saber y creer son dos cosas muy distintas, y vamos a tener muchos problemas, conceptuales y prácticos, si confundimos una cosa con la otra.
Para comenzar, saber y creer son nociones complejas. Por razones de espacio me voy a limitar a la noción propositiva del saber (o del conocimiento), esto es a lo que en epistemología nos referimos como saber qué o saber algo; dejaré fuera el saber cómo o saber hacer, el saber por qué, el saber para qué y el saber cuándo. Entremos en materia.
Por una parte, para poder afirmar que sé algo, esto es, que tengo el conocimiento de ese algo, tengo que creer en ese saber (tener la convicción de que ese algo es así), ese saber debe ser cierto (lo que quiere decir que debe estar tentativamente bien establecido y aceptado en el momento de que se trate y de acuerdo con las normas en uso, las normas científicas internacionales en el caso del conocimiento científico) y debo ser capaz de argumentar y proporcionar evidencias suficientes que apoyen, sostengan y fundamenten tal conocimiento. Se dice entonces que para que un saber sea tal, es necesario que cumpla con los criterios de creencia (o de convicción), de verdad y de evidencia. Por lo tanto, el saber no tiene una implicación puramente intelectual dependiente de la persona que sabe: debe corresponderse necesariamente con el fragmento de la realidad respectivo.
Por la otra, cuando una proposición no cumple con los criterios de verdad (esto es que no se corresponde de manera sistemática y reproducible con el fragmento de la realidad correspondiente) ni de evidencia (o sea que no cuento con pruebas confiables que sostengan mi proposición), y solamente cumple con el criterio de creencia, es claro que no podemos hablar de un saber, sino, justamente, de una creencia. Un saber, un conocimiento, son demostrables; una creencia no lo es. Una creencia es, por lo tanto, una cuestión puramente psicológica.
Podemos afirmar que sabemos que la República Mexicana tiene una extensión de un millón 958 mil 201 kilómetros cuadrados, o que su frontera de mayor longitud la tiene con su vecino del norte, Estados Unidos. O cosas más complejas como que la Ilustración fue un movimiento filosófico y social del siglo XVIII que se dio principalmente en Europa desarrollando una serie de ideas muy progresistas como la de la libertad de pensamiento y de expresión, el análisis crítico de las religiones, la importancia de la razón y de las ciencias, el compromiso con el progreso social y el valor de la persona, todo lo cual jugó un papel fundamental en el surgimiento de las sociedades modernas; o que el calor no fluye espontáneamente de un cuerpo que se encuentra a una temperatura más baja a otro que se encuentra a una temperatura más alta. O asuntos todavía más complicados como que la evolución de las especies biológicas depende de cambios en la composición genética de las poblaciones durante generaciones sucesivas al ser sometidas a los efectos de la selección natural; o que la noción de dialéctica tiene un significado distinto según el filósofo de que se trate, Platón, Aristóteles, los Estoicos, Kant, Hegel o Marx. Todo esto lo sabemos, es cierto, estamos convencidos de ello y contamos con pruebas y evidencias confiables y suficientes como para sostenerlo.
Por otra parte, alguien puede creer que las enfermedades nos vienen como un castigo de los dioses o de alguno de ellos por nuestro mal comportamiento, que dos personas que hayan nacido bajo el signo de escorpión no van a poder establecer una buena relación de pareja, que el autobús que estamos esperando está por venir ya que acabamos de ver otro autobús de la misma línea pasar recorriendo la ruta de regreso, que mis cartas van a llegar más pronto si las encomiendo a San Antonio, que las jirafas tienen cuellos largos porque han pasado miles de años estirándolos en su esfuerzo por alcanzar las hojas más altas de los árboles de que se alimentan, o que los mayas y los egipcios aprendieron a construir sus pirámides gracias a las enseñanzas de seres extraterrestres provenientes de una civilización muy avanzada y que nos visitaron en su oportunidad. Pero estas seis proposiciones no son conocimientos, son creencias, no son ciertas, no se corresponden con la realidad y no contamos con pruebas ni evidencias que las sostengan

Hoy viernes 15 de septiembre de 2006     

Saber y creer 

Juan Manuel Gutiérrez Vázquez / II y Ultima
Por supuesto que hay muchos saberes que no derivan directamente de experiencias empíricas, como a menudo ocurre con los conocimientos matemáticos (un teorema matemático es una proposición que se prueba por puro razonamiento lógico) y con muchos saberes teóricos de las disciplinas científicas. En un ejemplo famoso por su dramatismo y que combina evidencias empíricas con razonamientos lógicos, Adams y Le Verrier, independientemente uno del otro, aquél en Inglaterra y éste en Francia, predijeron en la primera mitad del siglo XIX no solamente la existencia, sino la posición exacta del planeta Neptuno haciendo puros cálculos en el papel, tomando en cuenta perturbaciones observadas en el movimiento del planeta Urano; cuando Galle dirigió su telescopio a la posición indicada, el 23 de septiembre de 1846, Neptuno estaba allí. Pero los casos son numerosísimos: filósofos, sociólogos, músicos, literatos y poetas producen lo que traen en la cabeza, y sus saberes no son creencias, son saberes tan ciertos como los de los biólogos y los químicos.
Un ejemplo reciente en el cual se confunde de manera espectacular saber con creencia es la así llamada “teoría del diseño inteligente”, un truco del lenguaje para ocultar lo que realmente es: el creacionismo vulgar y común y corriente, la creencia en que el mundo y las especies que en él habitamos, fuimos diseñados por un ser supremo (y, claro, muy inteligente). Es decir, el creer a pie juntillas, de manera literal, lo que dicen la Biblia o el Corán. Como su ignorancia o su falta de talento (o una infernal combinación de ambos factores) no les permite más que imaginar un poco la complejidad estructural y funcional de nuestro universo y de quienes en él estamos, los fanáticos (pues eso es lo que son) de esta creencia se declaran incapaces de estudiar e intentar comprender los peliagudos procesos de la evolución natural de seres y cosas, la acumulación gradual de pequeñas mejoras que nos llevan a elevadas alturas de complicación y de elegancia, y proclaman que todo esto no pudo haberse desarrollado por sí mismo siguiendo las fuerzas y aconteceres naturales, sino que es menester la intervención divina de un “diseñador inteligente” que haya creado todo tal como es. Así que nada de mutaciones genéticas azarosas ocurriendo en las poblaciones biológicas, nada de selección natural del medio permitiendo prosperar a las mutaciones más idóneas (proceso éste no azaroso), nada de sustancias químicas cada vez más complejas portadoras de información más y más rica e intrincada, nada de tectónica de placas ni deriva continental ni de estructuras sedimentarias, nada de formación de estrellas ni de galaxias, nada de universo en expansión, nada de la organización de partículas elementales en núcleos atómicos, y por supuesto nada de que el planeta Tierra tiene unos 4 mil 500 millones de años o de que los seres humanos la hemos venido poblando durante unos 100 mil, no: todo fue creado en su momento, y en un lapso muy corto, por un ser supremo (o mejor dicho, por el ser supremo, pues estos creyentes en el “diseño inteligente” son además muy intolerantes y afirman que el mundo y sus habitantes fuimos creados por “el dios que yo digo, no por el que tú dices, porque el que tú dices ni siquiera existe y mi religión es la única verdadera”). Para un ser humano moderno, con los saberes con que contamos ahora es inimaginable que la complejidad física, química, biológica, geológica y cosmográfica de nuestro universo haya aparecido de golpe y porrazo a partir de una cierta simplicidad primordial: los procesos evolutivos se han venido dando a lo largo de miles de millones de años, de cambios y accidentes, de generaciones. Ningún plan maestro, ningún diseño podría explicar todo esto. Y encima viene la gran pregunta hecha con tan buen humor por Richard Dawkins, profesor de la Universidad de Oxford: “¿y quién diseñó al diseñador inteligente? ¿O era alguien que ya estaba allí?”.
El problema es que en éstas nuestras épocas posmodernas la ignorancia cunde (Darwin mismo decía que, a menudo, la ignorancia engendra más confianza que el conocimiento), los fundamentalismos religiosos se extienden, y en lugares en los que estos zafios tienen poder, como el señor Bush en Estados Unidos, o los directivos de instituciones escolares religiosas fundamentalistas cristianas o musulmanas en otros lugares, Europa incluida, los partidarios del “diseño inteligente” están demandando, y consiguiendo, que este engendro de ignorancia se enseñe en las escuelas al lado de la teoría de la evolución, como si se tratara de una explicación alternativa válida a la existencia de la diversidad biológica. ¿Vamos entonces a enseñar también que los niños se encargan a París y son traídos por la cigüeña como alternativa a la educación sexual? ¿Que todos los seres humanos descendemos de Adán y Eva y no del australopithecus, nuestro ancestro antropoide de hábitos arbóreos? ¿Que la Tierra es plana? ¿Que la alquimia de la edad media es tan válida como la química contemporánea? ¿No es esto una verdadera bancarrota intelectual en pleno siglo XXI?
Este súcubo llamado “teoría del diseño inteligente” ni siquiera es una teoría, ya que una teoría es un principio general sostenido por un cuerpo substancial de pruebas y evidencias establecidas de acuerdo con las normas de la ciencia, que explica los hechos observados que le atañen y que ofrece un marco conceptual para futuras discusiones, investigaciones y perfeccionamiento. Una teoría es entonces conocimiento, es saber, no es una creencia, por complicada que sea.
Así que volvamos al principio: saber y creer son dos cosas muy distintas; por favor, no las confundamos.
Hoy martes 10 de octubre de 2006    

Oír y escuchar 

Juan Manuel Gutiérrez Vázquez / I Parte
Hace tiempo publiqué aquí mismo una entrega sobre el saber escuchar, referida a las competencias intelectuales necesarias para comprender, ponderar e interpretar las expresiones habladas de otras personas, ya sea en el hogar, en la escuela, en el trabajo, en las reuniones sociales, en el cine, en el teatro o en la calle. Ahora me
voy a referir a otro aspecto de la escucha, de alguna manera más complejo: aquél en el que el problema fundamental es prestar la necesaria atención a las expresiones musicales como para entenderlas y gozar cabalmente con ellas.
Como en el caso de la lengua hablada, en el de la música la di-ferencia entre oír y escuchar viene a ser esencial. Aunque por supuesto el asunto tiene que ver con las nociones psicofísicas de sensación y de percepción, la primera como aspecto elemental irreductible de toda estimulación de nuestros sentidos, la segunda como el reconocimiento e identificación de lo que ha estimulado nuestros órganos sensoriales, no voy a tratar aquí de cuestiones técnicas o científicas, sino más bien de los aspectos que pueden jugar un papel importante en la experiencia estética y en el gozo que sentimos al escuchar música de manera activa y participativa.
Podemos considerarnos afortunados de contar con la capacidad de desarro-llar oídos, sordos a aquello que no que-remos escuchar: quien vive en el centro bullicioso de una ciudad o en las vecindades de una gran cascada, el trabajador de una fábrica ruidosa, aquél cuyo hogar se encuentra al lado de una línea de ferrocarril muy transitada, ya no se dan cuenta de la contaminación sonora que les rodea (aunque de todas maneras les provoque daño físico y mental); mudemos a estos desgraciados a la quietud y el silencio del campo y no podrán ni dormir, percibiendo entonces, de manera más que dramática, la diferencia de la que antes no se daban cabal cuenta.
Lo mismo sucede cuando estamos en un restaurante o en alguna reunión social: oímos y escuchamos la conversación del pequeño grupo del que formamos parte, oímos, pero ignoramos la conversación de los grupos vecinos; sin embargo, si así lo deseamos, podemos escuchar también las conversaciones de al lado, incluso podría decirse que de una manera u otra lo hacemos siempre, como lo muestra el hecho de que decidamos desviar hacia ella nuestro discernimiento cuando dicen algo que llama nuestra atención, cosa que no podemos hacer si nos encontramos en un país cuya lengua no entendemos, en cuyo caso oímos, pero no escuchamos. Oír y escuchar son, pues, cosas distintas.
Por supuesto que si no estamos sordos como tapias, todos podemos oír una obra musical. Pero es largo el camino que nos lleva desde el oír más escueto hasta la percepción y el goce de las complejidades de una creación musical más elaborada e importante; ese camino nos hará pasar por el placer que nos proporciona la comprensión emotiva de los componentes rítmicos, melódicos, armónicos y tímbricos más obvios de la pieza, pasando después a los aspectos formales más intrincados conforme escuchamos la obra una y otra vez.
El simple oír quizá esté más cercano a lo que llamamos entretenimiento o distracción (y ¡cuidado!: entretenerse quiere decir dejar pasar el tiempo sin dar golpe, esto es, retardarse o mante-nerse en suspenso; distracción es apartar la atención, malversarla, negarla). Y la música no es eso, la música es un arte que demanda toda la sensibilidad que es capaz de poner en juego quien se propone disfrutarla. Se ha dicho muchas veces que el arte está en el ojo y el oído de quien observa y escucha, esto es, en su sensibilidad, no solamente en la obra que tanto goce nos causa, o sea que
quien no da no recibe. En la música, como en todas las artes, belleza e inteligencia van de la mano, sensualidad y reflexión se apoyan mutuamente.
Como en todos los aspectos de la inteligencia y del talento, nuestra sensibilidad necesita educarse, y en ello tenemos que invertir tiempo y esfuerzo, aprovechando toda oportunidad que se nos presente. Nuestro empeño debe llevarnos a escuchar y a gozar con la música, y con ello a comprender, a seguir, a incorporar en nosotros el mensaje que el autor quiso enviarnos con su obra, y en este sentido música y arte son
formas de comunicación entre los seres humanos. Recordemos que la comunicación no consiste simplemente en la emisión y recepción de mensajes, sino en la modificación del pensar, del sentir y del hacer de las personas que participan en el proceso.

Hoy miércoles 11 de octubre de 2006    

Oír y escuchar 

Juan Manuel Gutiérrez Vázquez / II Parte
No quiero decir con lo que llevo dicho, cuando nos referimos a escuchar música, que debamos convertirnos en musicólogos profesionales, que sepamos lo que es dentro de ese lenguaje disciplinario un armónico, un glissando, una nota auxiliar, un calderón o un tono resultante. Los amantes de la música somos eso, personas que la amamos y gozamos con ella, que disfrutamos emocional e intelectualmente la belleza y la perfección de la obra de que se trate, no que seamos capaces de hacer un análisis musicológico crítico de lo que estemos escuchando, aunque en nuestro camino aprendamos mucho de una cosa y de otra. Escuchar buena música es despertar lo que traemos dentro, es desarrollar nuestra capacidad de gozo y de comprensión, es fortalecer nuestras facultades de manera que entendamos mejor lo que es la vida y los afanes y las potencialidades de la persona humana y de la sociedad de la que forma parte. Eso es escuchar, lo demás es oír. Y para ir caminando del oír al escuchar tenemos justamente que escuchar mucha música con inteligencia, con agudeza y con sensibilidad.
¿Cómo lograrlo? El admirado compositor estadunidense Aaron Copland (1900-1990) dictó un curso de 15 conferencias sobre apreciación musical durante los inviernos de 1936 y 1937 en la New School for Social Research, en Nueva York, precisamente la misma institución en la que José Clemente Orozco había pintado en 1931 sus murales sobre la fraternidad universal, la revolución mundial y una alegoría de las ciencias y las artes. Las conferencias salieron en forma de libro en Estados Unidos en 1939, y años después en México, con el título de Cómo escuchar la música (Breviario 101 del Fondo de Cultura Económica, 1955). El libro es importante no solamente por el tema, sino porque viene de un compositor de ese rango (la mayoría de las personas que hablan y escriben sobre el asunto de la apreciación musical son musicólogos, críticos, educadores e incluso, ¡horror!, comentaristas de radio y televisión). Como invitación a la lectura del libro de Copland voy aquí a presentar algunas de sus ideas, que utilizaré muy libremente.
Un primer paso sería la realización de un autoexamen. Primero: cuando escuchamos una obra musical, ¿percibimos todo lo que está pasando? ¿Nos damos cuenta de todo lo que se refiere a las notas mismas? Segundo: ¿somos sensibles a ello? ¿Percibimos con claridad la emoción que la música ha despertado en nosotros? Tercero: ¿se desarrolla en nosotros un deseo imperioso de familiarizarnos con esa obra, y de hecho con todas las manifestaciones del arte de la música? Ya con estas preguntas resulta claro que para convertirse en amantes de la buena música, en escuchas conscientes y despiertos, es indispensable escuchar, como ya se dijo más arriba, mucha música, a menudo la misma obra, una y otra vez. Y si decimos escuchar queremos decir escuchar, escuchar en serio, no tener música de fondo para nuestras conversaciones o mientras hacemos otras cosas.
Sigamos con el autoexamen: ¿nos damos cuenta de la melodía que estamos escuchando, la reconocemos cuando se repite? ¿La reconocemos cuando la escuchamos tiempo después, incluso en medio de otras melodías? ¿Nos damos cuenta cuando el autor la modifica, le introduce cambios, hace variaciones? ¿Podemos seguir fielmente el devenir de la melodía a lo largo de toda la pieza que estamos escuchando? Y, más adelante, ¿somos capaces de relacionar lo que estamos escuchando en un momento dado con lo que hemos escuchado en el momento inmediatamente anterior? Y, más adelante todavía en nuestro camino, cuando evolucionamos más, ¿somos capaces de relacionar lo que estamos escuchando en determinado momento con lo que va a venir después? ¿Nos es posible predecir cómo va a continuar la obra? La música es un arte que existe en el tiempo y así tenemos que percibirlo y comprenderlo para poder gozarlo.
Si salimos bien librados del autoexamen, sigamos adelante. Y si no, también, que los exámenes sirven para darnos cuenta de dónde estamos, no para reprobarnos. El asunto es seguir progresando conforme se va escuchando cada vez más música. Todas las competencias señaladas hasta ahora, como las que se señalarán después, son competencias que podemos ir desarrollando y fortaleciendo a base de fervor y dedicación.
Copland divide el proceso auditivo completo en planos diferentes. No quiere decir de ninguna manera que los planos vengan uno después del otro, no, los planos se dan simultáneamente. Pero si los consideramos por separado los reconoceremos mejor. Los planos son tres: el sensual, el expresivo y el puramente musical o formal.
El plano sensual es el modo más sencillo de escuchar la música, y creo que no deberíamos perderlo nunca, por primordial, aunque tampoco debemos abusar de él: en el plano sensual escuchamos por el puro placer que nos producen los sonidos musicales mismos, sin pensar en ellos, sin analizarlos; uno simplemente queda inmerso, por fuera y por dentro, en los sonidos, y comienza uno a sentir una especie de estado de ánimo placentero, nos damos cuenta de que el sonido todo lo cambia en el lugar en el que nos encontremos, ya sea la sala de conciertos o el recibidor de nuestra casa o nuestro cuarto de trabajo.
Pero, ojo: la música no es una evasión, como tampoco es una ensoñación, no nos aisla del medio que nos rodea. El atractivo del sonido es una fuerza irresistible y de alguna manera primigenia, primaria, que viene con nosotros desde nuestros orígenes. Pero el plano sensual, por importante que sea, no constituye todo el asunto; y mucho menos podríamos pensar que lo agradable o atractivo está por encima de lo complejo y de lo elaborado, pues entonces la música de Grieg estaría muy por encima de la de Beethoven, y aquél sería un creador más grande que éste (y el propio Grieg reconocía que no era así). De todas maneras cada compositor maneja la materia sonora a su manera y esto constituye una parte importante de su estilo, con lo que viene a resultar claro que, incluso dentro del plano sensual, es valioso tener una actitud más consciente y no simplemente arrebatarse de sentimientos.
Hoy sábado 21 de octubre de 2006    

¿Educación en la casa de los muertos?

Juan Manuel Gutiérrez Vázquez / I
Aludo en el título de esta entrega a la narración que hace Dostoievsky de sus experiencias durante los cuatro años que pasó preso en Siberia condenado por el zar Nicolás I, a mediados del siglo XIX; pero aclaro que el asunto que pretendo poner a la consideración del lector se refiere a las posibilidades reales de establecer programas educativos pertinentes, relevantes y significativos en las prisiones. El origen y diseño de tales programas depende en gran parte de la noción que manejemos de lo que es una prisión, por lo cual es necesario comenzar por el principio: ¿qué es una cárcel? ¿Cómo se concibe? ¿Cuáles son sus funciones? ¿Qué es lo que se propone? ¿Qué es lo que logra? En este artículo nos vamos a encontrar con muchas sorpresas, y aquí viene la primera: a pesar de que han pasado decenas de siglos entre la primera noción que vamos a considerar y la última, mi experiencia personal me dice que todas estas maneras de pensar la cárcel se encuentran en operación en nuestros días.
La primera y más antigua noción nos dice que una cárcel es un lugar seguro y bien vigilado en el que la sociedad castiga con el aislamiento a quienes representan un peligro para ella. Se nos viene a la cabeza de inmediato la similitud de esta idea con el paradigma sanitario de la Edad Media, que de alguna manera también sobrevive aún, de acuerdo con el cual los enfermos de males contagiosos e irremediables eran recluidos en lugares especiales (leprosarios, lazaretos, dispensarios et al), pues no se contaba en aquél entonces con ningún recurso médico para tratarlos; así pues, se les encerraba para que no propagaran el mal, para que no hicieran más daño. La prisión como simple lugar de encierro sigue vigente y no sorprende el hecho de que en las cárceles de muchos países abundan enfermos que padecen de trastornos mentales y no son escasos los presos políticos que son acusados de lo mismo (hace falta estar loco para pensar en contra de mi gobierno, que es tan bueno, ¿no?). Así pues, penamos al delincuente con la reclusión; de allí que nos referimos a las instituciones y acciones respectivas como penales, penalización, sistema penitenciario, derecho penal, etc. Y esto implica dos cosas: que todos los que están dentro son unos malhechores, pillos, criminales y forajidos, y que todos los que estamos fuera somos personas honradas que cumplimos esmeradamente con la ley y no hacemos ningún daño. ¿Usted signaría esta aseveración, escrupuloso lector?
Esta forma de ver las cosas guarda relación con una idea de alguna manera “pedagógica”, la de que el castigo educa, la pena constituye por sí misma una lección. Y viene aquí otra sorpresa: lo mucho que se parecen algunas prácticas educativas de “adentro” y de “afuera” de las prisiones (uso de coacciones y amenazas, estructura de poder omnímoda y opresiva, discriminación por género, discriminación racial y cultural, luchas por el status y el control, actuación de grupos y pandillas, hacinamiento, ruido e interferencias diversas, silbatazos, chicharras, sirenas, altavoces, mala iluminación, y hasta cadenas en las rejas de la entrada). No es raro encontrar educadores en las escuelas y padres (y digo padres porque me refiero aquí más a los padres que a las madres) en las familias que dicen “la letra con sangre entra”, o amenazan con el castigo al decirle al hijo o al alumno “te voy a dar una lección”. Foucault lleva la idea más allá de los ambientes educativos y relaciona las prácticas carcelarias con mucho lo que ocurre en el ejército, en los hospitales, en diversos centros de trabajo y en otras instituciones. En todo caso, los usos carcelarios, dentro y fuera de las prisiones, descalifican como persona a cualquiera que se vea sometido a ellas, trátese de presos, empleados, enfermos, militares, alumnos o hijos.
Una concepción más avanzada nos habla de los presidios como instituciones de rehabilitación o readaptación social de los reclusos (y allí tenemos en México a nuestros Centros de Readaptación Social o CeReSos, ¡no faltaba más!). Se intenta una explicación de por qué el recluso ha delinquido, proponiendo que lo ha hecho, cuando menos en gran parte, por carecer de las competencias necesarias para la vida social y para el trabajo. Si establecemos un sistema en el que los reclusos desarrollen y consoliden tales competencias, el preso se rehabilita e incluso puede abandonar más pronto el reclusorio. De todas maneras aquí se sigue postulando que la sociedad está bien como está y es el preso el que cometió la falta y quien carga con toda la responsabilidad del delito, pero ahora la sociedad va en su ayuda con una especie de “educación remedial”: el recluso delinquió porque “le faltaba algo”; si se lo proporcionamos la probabilidad de que vuelva a infringir la ley se reduce significativamente.
Esta segunda corriente, que arranca con la criminología positivista del Siglo XIX (cometiste un delito y te castigo, pero te rehabilito), que de diversas maneras se puso en práctica ampliamente durante el siglo pasado, y que por supuesto sobrevive en nuestros días fuertemente cargada de funcionalismo y de neoliberalismo, pretende preparar al recluso para que cuando salga “aproveche todas las oportunidades que la sociedad le ofrece”, para que tome las “decisiones correctas” ante los problemas que le va a plantear la vida y para que “siempre saque bien las cuentas de lo que va a hacer” y acepte que “el crimen no paga” (aunque la experiencia de quienes defraudan millones le diga lo contrario).
Hoy domingo 22 de octubre de 2006    

¿Educación en la casa de los muertos?

Juan Manuel Gutiérrez Vázquez / II
Es evidente que la noción readaptadora representa un gran avance con respecto a la primera (que se reducía a castigar), aunque las implicaciones educativas que surgen de ella son muy estrechas: cursos de alfabetización basados en el dominio de una serie de competencias funcionales concretas y descontextualizadas mediante el empleo de paquetes educativos elaborados para la población en general, nada de pensamiento crítico, nada del “entender la vida” gracias a lo que se lee proclamado por Freire, a todo lo cual se agrega una poco imaginativa capacitación para el trabajo en los talleres del penal. Otro aspecto de la funcionalidad de estos programas es que a menudo se ponen en práctica simplemente como una manera más de mantener a los presos ocupados, convirtiendo a las actividades educativas en una especie de extensión del panóptico, un lugar desde el que se puede vigilar y controlar a los reclusos.
Muchos de estos programas educativos son obligatorios y ofrecen reducciones importantes en las penas respectivas a quienes los terminan, con lo que las autoridades penales pueden mostrar resultados triunfalistas que dejan satisfechos a ministros y funcionarios de estado, y a no pocos sectores de la sociedad. Esta segunda noción tiene todas las potencialidades de convertirse en una verdadera ideología (en el sentido de proporcionar una visión distorsionada de la realidad) consistente y funcional con la ideología del “estado democrático” o “estado de derecho” en el que supuestamente vivimos.
Pero las cárceles podrían representar la oportunidad de una verdadera reeducación, y vamos ahora con una tercera idea de lo que debe ser un reclusorio. Reeducarse va mucho más allá de lo que es rehabilitarse o readaptarse, comprende aprendizajes que permiten construir una nueva visión de la vida; no solamente nos capacitamos para el trabajo y desarrollamos unas cuantas competencias culturales básicas, sino que nos educamos como seres humanos y desarrollamos una nueva perspectiva social y cultural. Los mismos presos lo han dicho con mucha claridad cuando tienen la oportunidad de expresarse: queremos formarnos no solamente en aspectos prácticos sino en aspectos intelectuales; queremos desarrollar nuestra capacidad para comprender; queremos disminuir nuestra alienación con respecto a la posesión de las cosas, a la realidad y a la vida; queremos educarnos para liberar nuestro espíritu (dicho por reclusos de una cárcel canadiense en 1976).
Esta tercera noción aborda abiertamente la idea de que el aprendizaje incluye el desaprendizaje de lo que se considere equivocado o erróneo, asunto que es válido también en la educación de “afuera”: todos tenemos que desaprender para seguir aprendiendo. Insiste en considerar programas de educación superior para los reclusos, conduzcan o no a la obtención de un título profesional, un diploma o un grado académico. Haciéndola avanzar un poco más, esta concepción puede hacerse muy ambiciosa al considerar que la vida carcelaria, tan injusta y tan llena de sufrimientos materiales, intelectuales, afectivos, sociales y morales totalmente inaceptables en una sociedad civilizada, debería ser aprovechada para que todos los participantes en los programas educativos, ya sean internos, docentes, funcionarios o custodios, comprendan las dimensiones sociales y culturales del delito. ¿Por qué las prisiones están llenas de personas que provienen de los sectores más marginales y desposeídos? ¿Por qué casi no hay en ellas personas de las clases media y alta? ¿Por qué la mayoría de los reclusos no tendría por qué estar allí? ¿Por qué es evidente que casi ninguno de ellos se va a beneficiar o a desarrollar como persona en virtud de su estancia en el penal?
Las implicaciones educativas de esta tercera noción son muy amplias e incluyen la consideración del papel que han jugado la sociedad y los agentes de control social en la comisión del delito de que se trate y en el establecimiento del castigo respectivo, e igualmente el cuestionamiento del sistema de valores de quienes ejercen o detentan el poder y de quienes diseñan, aprueban e implantan las leyes respectivas. De esta manera, un verdadero programa educativo en una prisión abre para todos los participantes la posibilidad de actuar críticamente en el trabajo social y político necesario para acabar con la gran injusticia que los sistemas penales y carcelarios representan. Y menciono el trabajo político porque la criminalidad tiene sus raíces no solamente en la problemática social y la ordenación económica de la sociedad sino en su estructura política, en la que la legislación y la reglamentación penales han sido elaboradas y aprobadas por procedimientos poco democráticos y sin la menor intención de rendir cuentas a la sociedad o de tomar en cuenta el consenso de amplios sectores de la misma.
De esta manera, el educador crítico en las prisiones no puede ceñirse a la persona del delincuente: es indispensable pensar tanto en el contexto social en el que la persona se convirtió en malhechor como en las reformas necesarias en el sistema mismo en el que todos estamos inmersos, la cárcel para empezar, la sociedad en su sentido más amplio. Como educadores críticos, no podemos estar de acuerdo simplemente en rehabilitar o readaptar al recluso; el delincuente no era ya parte integral de la sociedad cuando cometió el delito, no lo es ahora que está preso y lo más probable es que tampoco lo sea al salir. Para cualquiera en su sano juicio está claro que el asistir a clases durante su reclusión no va a cambiar las condiciones estructurales injustas de la sociedad a la que pretendemos reintegrar al transgresor.
Hoy sábado 11 de noviembre de 2006    

Viejos piola 

Juan Manuel Gutiérrez Vázquez

Hace años trabajé en Buenos Aires para una compañía productora de documentales y anuncios de interés social para televisión. Mi tarea, durante un par de semanas, consistió en elaborar sinopsis y guiones para spots en contra de todo tipo de discriminación (racial, de género, religiosa, política, cultural, por edad). Siendo yo mismo un viejo, el spot contra la discriminación etárea me salió del alma. En él aparecían diversos artistas, científicos, escritores, filósofos y estadistas, que produjeron cuando menos parte de lo mejor y más significativo de su obra cumplidos los 70 años de edad e incluso más tarde, como una manera de insistir en que la historia de la fábrica humana no podría entenderse sin el aporte trascendental de ancianos y ancianas.
Cuando mis guiones fueron considerados, Daniel Cabezas, gerente de la productora, tituló el spot que nos ocupa como Viejos piola. Aclaro que en el lenguaje porteño de la Argentina, piola quiere decir no solamente cuerda delgada o cordel, sino también simpático, de trato agradable, astuto, listo y, por extensión, amigo perspicaz y despierto.
Combinemos el español de Buenos Aires con el de México, y podremos decir que “viejos piola” quiere decir “viejos a toda madre” o “viejos a todo mecate” (y mecate viene justamente del náhuatl para cordel o cuerda).
También valdría la pena aclarar un poco lo de “viejo”. A veces se encuentra uno leyendo alguna novela escrita en el Siglo XIX o en la primera mitad del XX y nos topamos con algún personaje al que se califica no solamente de viejo sino de anciano, aunque se haya dicho en el texto que tal personaje acababa de cumplir los 60 años.
En la actualidad no se califica a nadie de vetusto o de longevo cuando llega a esa edad. Como decía mi padre, 60 años cualquier muchacho los tiene. Pero de todas maneras, quienes contamos con más de 75 años de edad somos viejos ahora y lo fuimos siempre, y vamos a dejarlo allí.
Extiendo en este artículo algo de lo tratado en mi spot de Buenos Aires; unos cuantos segundos en la pantalla chica apenas dieron para atisbar el tema, aunque las imágenes hayan sido poderosas. Consideremos primero algunos ejemplos de aportes trascendentales logrados por ancianas y ancianos en diversas avenidas del quehacer humano.
El primero que siempre se me ha venido a la cabeza es Goya (1746-1828), quien sordo, enfermo (puede incluso verse esto pintado en 1820 por el propio artista en el cuadro Goya atendido por el Dr. Arrieta, en el Instituto de Arte de Minneapolis, EU), cumplidos ya más de los 70, y amargado por las barbaridades absolutistas de Fernando VII, se retira a su finca de Carabanchel, al otro lado del Manzanares –no lejos de Madrid–, misma que había adquirido poco antes.
Allí, en la desde entonces bautizada por la gente como Quinta del Sordo, Goya pinta una serie de cuadros conocidos para la posteridad como “pinturas negras” (Las Parcas, La Riña, El Santo Oficio, Aquelarre, Saturno, Judith y Holofernes, en fin, 14 pinturas en total, en su mayoría de gran formato) que constituyen no solamente un aporte esencial dentro de la obra del aragonés, sino que ejercieron una influencia inapelable en el impresionismo, el expresionismo y el surrealismo de los siglos XIX y XX.
No fue esto lo último que pintó Goya en su vida ni lo único que pintó en sus últimos años (véanse el genial Tío Paquete, sus pinturas sobre madera de 1820-24, sus Miniaturas sobre marfil, las Corridas de 1824-25, los retratos de 1825-1827); pero las “pinturas negras” pasan a la posteridad como cuadros furiosos, visiones extrañas pobladas por fantasmas, macabros miembros del Santo Oficio, ojos muertos capaces de mirar el horror, brujas desdentadas a cuyo alrededor aletean y graznan lúgubres pajarracos, todo ello pintado por ese viejo raro, solitario y enfermo, y puede que hasta brujo, que vive en la Quinta del Sordo, lugar frente al cual la gente evita pasar; esto es, por don Francisco de Goya y Lucientes, entre los 75 y los 77 años de su edad.
La siguiente lección es de muchas maneras más luminosa y alegre, pero no por ello menos ejemplar por el tesón, el brío, el denuedo y la penetración de las enseñanzas que implican las vidas y el trabajo de dos bailarinas: Martha Graham y Alicia Alonso.
La danza moderna nace en Estados Unidos como un movimiento de mujeres entre 1910 y 1920 y la actividad de Martha Graham (1894-1991) como bailarina y coreógrafa fue seminal durante ese proceso. Sus ideas y su labor hicieron pensar en la danza de una manera diferente: bailar ya no era solamente volar por los aires, también lo era arrastrarse por el suelo, contraer y encoger el cuerpo, en fin, como ella misma decía, bailar es trazar la gráfica del corazón con base en los movimientos de nuestro cuerpo.
Sus métodos fueron utilizados en todos los estudios de danza del mundo y su técnica pasó a formar parte del vocabulario coreográfico de bailarinas y bailarines de las más diversas regiones, aunque ella misma se consideró siempre más como bailarina que como coreógrafa y por ello se mantuvo bailando en los escenarios hasta los 74 años de edad y enseñando a bailar hasta los 97.
Se me ocurre, sin embargo, que su rol más importante en la historia de la danza es como leyenda, que como toda buena leyenda va más allá de los hechos: Martha Graham no inventó ella sola toda la danza moderna, pero ella la representa en nuestra imaginación. El centro del escenario es aquel lugar en el que yo me encuentro, decía; y todo parece indicar que tenía razón.
El ejemplo de Alicia Alonso, tan legendario como el anterior, es muy diferente, ya que toda su perspectiva se encuentra dentro del ballet clásico. Nacida en 1921 en La Habana, Alicia Alonso vive aún, para alegría de todos los que la admiramos. Prima ballerina assoluta, se educó en Cuba y en Estados Unidos, a los 15 años de edad se casó con su pareja de ballet Fernando Alonso (a esta mujer no la paró ni el matrimonio) y a los 18 era ya una gran bailarina profesional reconocida internacionalmente.
Desde los 19 años sufre de una afección ocular seria que limita mucho su visión y que la ha dejado casi ciega, por lo que desde entonces requiere que las parejas con las que baila se encuentren precisamente en el lugar en el que deben estar en el momento de que se trate (los movimientos de ella son de una precisión increíble), y tiene que auxiliarse de fuertes luces en el escenario para poderse orientar.
Fundadora en 1940 del American Ballet Theatre de Nueva York, trabajó con grandes personajes de la danza clásica como Fokine, Balanchine, Massine, Bronislava Nijinska, Yuskevich, Tudor, de la danza moderna como Jerome Robbins, y muchos otros, y con las más diversas compañías del mundo tales como el Ballet Russe de Montecarlo, el Bolshoi y el Kirov.
En 1990, a los 70 años de edad, bailó por invitación el Pas de deux de El Lago de los Cisnes en la Metropolitan Opera House de Nueva York, durante los festejos con que fueron celebrados los 50 años de vida del American Ballet Theatre del que fue fundadora. Al parejo de su carrera como bailarina, su trayectoria como maestra es del mismo fuste: creadora de su propia compañía en 1948, que con la Revolución se convierte en el Ballet Nacional de Cuba en 1959, ha dado clases en La Habana y en todo el mundo y dirige la Cátedra Alicia Alonso en la Universidad Complutense de Madrid desde su fundación, en 1993, cuando ya contaba con 72 años de edad.
Consciente de que las proporciones en las estructuras del cuerpo en las bailarinas y bailarines latinoamericanos no se corresponden exactamente con las de sus colegas rusos, europeos o estadunidenses, Alicia Alonso generó nuevas técnicas de enseñanza y aprendizaje de la danza clásica de acuerdo con ello, logró que resulta muy difícil ponderar y sobre lo que ha escrito libros y otras publicaciones.
Sus ex alumnos bailan en las más diversas compañías, desde el American Ballet Theatre hasta los ballets de Boston, San Francisco, Washington, Cincinatti y el Royal Ballet del Reino Unido. Fue nombrada Embajadora de Buena Voluntad de la UNESCO por su contribución internacional al desarrollo, la conservación y la difusión del ballet clásico como forma de expresión humana. Y allí la tenemos, a sus 86 años, prácticamente ciega, todavía formando, inspirando y guiando a nuevas generaciones de bailarines de las más diversas nacionalidades.
El caso que paso a comentar ahora representa un cambio espectacular: de la danza a la filosofía y a las matemáticas. Pero los unen lazos primordiales: el talento, la creatividad, la perseverancia y el compromiso con las mejores causas del ser humano.
Bertrand Russell (1872-1970), matemático y filósofo galés dedicado a ambos ejercicios desde el principio de su carrera (se graduó con honores simultáneamente en las dos disciplinas en la Universidad de Cambridge en 1894), ya desde el comienzo de su vida profesional muestra su interés en asuntos sociales más allá de los académicos, al publicar en 1896 su primer libro, La Democracia Social Alemana, cuando contaba apenas con 24 años de edad.
Esta publicación lo lanza a una sorprendentemente, larga y prolífica carrera intelectual y como hombre público, con decenas de libros que van desde sus Principles of Mathematics, de 1903, y sus Principia Matemática de 1910 a 1913, hasta los tres volúmenes de su autobiografía aparecidos en 1967 a 1969, pocos meses antes de su muerte, a los 97 años de edad.
Su quehacer como figura política se distinguió por su posición pacifista a ultranza (excepto en la guerra contra el fascismo y el nazismo), sus campañas en favor del desarme nuclear y del desarme unilateral durante la Guerra Fría, su antimperialismo permanente, su lucha por el derecho al voto de las mujeres; fue presidente del Tribunal Russell en contra de la Guerra de Vietnam. Lúcido hasta el final, se manifestó siempre, y hasta dos días antes de su muerte en contra de utilizar el sufrimiento que padecieron los judíos con el nazismo para justificar las agresiones del Estado de Israel contra sus vecinos.
Figura siempre polémica y controvertida, se le consideró como una especie de profeta de una vida culta, creativa y fundamentada en la razón, siempre con una gran autoridad moral. Imagínese el lector las controversias desatadas por libros salidos de su pluma tales como Por qué no soy un Cristiano, de 1957, por un lado, y Teoría y Práctica del Bolchevismo, de 1919, por el otro (escrito este último después de discutir personalmente con Lenin, Trotsky y Máximo Gorki en la URSS, punto de partida que le hizo llegar tiempo después a la conclusión de que las ideologías vienen a resultar como las religiones, que en el fondo impiden el desarrollo del conocimiento), pasando por obras tales como Matrimonio y Moral, de 1932, en la que expresa sus puntos de vista sobre el deseo, la vida sexual y el matrimonio.
Como filósofo y maestro influyó en personajes de la talla de Wittgenstein, Ayer, Carnap, Gödel, Popper, Quine y muchos otros. Se le otorgó el Premio Nobel de Literatura en 1950, a sus 78 años, por el humanismo y la libertad de pensamiento que permean toda su obra.
Por otra parte, perdió su cátedra en la Universidad de Cambridge en 1916 por su pacifismo militante, y por la misma razón en 1918 fue multado y recluido en prisión por primera vez, a pesar de ser todo un Lord británico. Perdió también su cátedra en el Colegio de la Ciudad de Nueva York en 1940 por considerársele enemigo de la religión y de la moral. La experiencia de ir a la cárcel habría de repetirse varias veces a lo largo de su vida, la última a los 89 años de edad, en 1961, cuando fue aprehendido con su tercera esposa por desobediencia civil al haber tomado con un grupo de seguidores las oficinas de gobierno en Whitehall, Londres.
Cala hasta lo hondo poder ver a Russell, en las películas y videos que sobreviven, con su figura magrísima, su gran cabellera blanca y su gesto indómito y vigoroso, arengando a la multitud en la Plaza de Trafalgar, llamando al desarme nuclear unilateral, cuando nuestro héroe estaba ya más allá de los 90 años de su edad.
Los ejemplos pueden seguirse reuniendo hasta el infinito: Chagall pintando los murales en la Metropolitan Opera House de Nueva York a los 79 años de edad y ejecutando los vitrales de la Catedral de Chichester a los 91; María Gaetana Agnesi, la matemática italiana del siglo XVIII, activa hasta su muerte a la edad de 81, publicando el más famoso de sus libros (Istituzioni analitiche) a los 66 años; Borges escribiendo su Elogio de la Sombra a los 68 y produciendo sus últimos prodigios en el año de su muerte a los 87; Anna Akhmatova, la poeta ucraniana, publicando en 1963, a los 75 años de edad, su Réquiem en contra de las purgas de Stalin; Frank Lloyd Wright, diseñando y construyendo sus obras más creativas después de los 69 años y hasta sus 92 y, ¿por qué no?, abuelas y abuelos que llevan a nietos y bisnietos a la escuela, se encargan del quehacer de la casa y aún llevan a cuestas su pesada carga de leña al mercado; ancianos que nos muestran el camino en museos y galerías; septuagenarios que nos ayudan a empacar las compras en el supermercado; en fin, no terminaríamos nunca.
Pero hay un asunto que no puedo dejar de tratar antes de dar fin a esta entrega, algo en contra del mito de que los viejos perdemos la visión de las cosas, tenemos el pensamiento enmohecido, nos hacemos superficiales, conformistas y hasta cínicos. Allí va.
Al contrario de lo que muchos piensan, a mí me parece que la vejez nos hace ir perdiendo el respeto por los convencionalismos y nuestro servilismo por el orden y la consistencia. Creo que los viejos aprendemos a ser más imprudentes y vamos dejando de lado una cierta tendencia por sacrificar razonamientos originales y penetrantes ante el temor de que pudieran ser no coherentes con lo que antes hemos dicho o discurrido. Y esto se traduce en lo que hacemos, en la obra que dejamos, si es que puede hablarse de ella.
Si damos con algo que consideramos en ese momento válido o importante, lo decimos o lo hacemos, sea o no consistente con lo que hemos dicho o hecho anteriormente. Nos atemoriza menos la crítica ahora que cuando éramos jóvenes o nos considerábamos (y nos consideraban) maduros, prudentes, juiciosos y en sazón. Estoy convencido de que estos atisbos de los viejos son muy importantes y que nos ocurren a todos en nuestras postrimerías, aunque ahora citaré casos que por notables resultan más que ejemplares.
Lo primero que se me viene a la imaginación es la obra producida al final de su vida por Miguel Angel, en particular la Pietá Rondanini, que se encuentra en el Castello Sforzesco de Milán, esculpida cuando el maestro contaba ya con 89 años de edad. ¡Qué mundo de diferencia con la tan “bella” y “acabada” Pietá que se encuentra en San Pedro, en Roma, trabajada 65 años antes!
En la Pietá Rondanini la figura del hijo muerto se funde prácticamente con la de su madre, la forma como tal casi desaparece para convertirse en puro contenido; el espectador es prácticamente ignorado y todo principio de belleza corpórea se abandona para expresar el sentimiento puro, no como una lucha del artista para liberarse de la materia, sino para lograr que la materia, aparentemente tan tosca, tan burda, tan evidentemente trabajada a golpes, quede convertida en espíritu. Algunos consideran la obra como inacabada, pero para Miguel Ángel mismo se trató de un trabajo definitivo.
Lo mismo ocurre al observar las pinturas postreras del Tiziano, quien durante los últimos 15 años de su vida fue incluso criticado porque sus virtudes como pintor decaían a ojos vistas. Pero el asunto era muy otro, como puede verse en La coronación con espinas que se encuentra en la Bayerische de Munich o el Tarquino y Lucrecia, en el Fitzwilliam de Cambridge, ambos pintados cuando el Tiziano tenía más de 80 años y mientras se encontraba desarrollando con gran soltura un nuevo y extraordinario estilo, aplicando sobre un cuadro y sobre otro grandes manchas de tierra roja o de blanco de plomo, sobre las que con el mismo pincel agregaba luego trazos negros, rojos o amarillos como señales de lo que debía venir, dejando los lienzos contra la pared por días y semanas para volver a ellos y atacarlos nuevamente como si se tratase de enemigos, cubriéndolos con capas de lo que terminaba por aparecer como carne viva, agregando toques finales más suaves, en medios tonos, o bien, acentuando un detalle o remarcando una superficie, ya todo ello con los dedos más que con los pinceles. La influencia del Tiziano en los artistas que le siguieron sería profunda.
A lo que estoy aludiendo se da también no necesariamente durante la vejez, sino ante la proximidad de la muerte. Ni Shakespeare, ni Beethoven, ni Schubert llegaron a viejos; el primero murió a los 52 años, el segundo a los 57, y el tercero a los 31. Pero La Tempestad del Bardo de Avon, los cuatro últimos cuartetos para cuerdas del Sordo de Bonn y las 24 canciones del Viaje de Invierno, junto con las tres últimas sonatas para piano del vienés inmortal, son obras maestras en las que, con sus disociaciones y enfrentamientos, los autores respectivos roturan, como Miguel Angel y el Tiziano lo hicieron al final de sus vidas, campos aún no abiertos a la labor. Más que representar la consolidación de una obra, exploran terreno nuevo y anuncian lo que habría de venir, a menudo muchísimos años después.
Hoy viernes 24 de noviembre de 2006     

Etica e investigación

Juan Manuel Gutiérrez Vázquez
Corría el año de 1959 y me encontraba yo trabajando en mi laboratorio de microbiología de la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas, en la ciudad de México. Acababa de cumplir mis 30 años de edad y tenía buenas razones para sentirme alegre y optimista: en menos de seis años había publicado seis trabajos de investigación originales en prestigiosas revistas mexicanas, latinoamericanas y estadunidenses. Algunos de ellos habían sido comentados en libros especializados en Estados Unidos y se encontraban como obligadas referencias citadas en los mismos, sobre todo el referido al tiempo de generación del bacilo tuberculoso (tiempo que toma un bacilo para dividirse en dos, dato no banal, por cierto: la mayoría de las bacterias se reproducen cada 20 minutos durante su fase de crecimiento exponencial, en tanto que el bacilo tuberculoso lo hacía cada 18 a 24 horas, de acuerdo con mis trabajos, realizados utilizando métodos indirectos relativamente originales. Y mi última investigación proponía un elegante, rápido y eficaz método microquímico para la diferenciación de los bacilos tuberculosos humanos con respecto a los bovinos (ambos infectan a los seres humanos), diferenciación muy engorrosa que por aquellos días tomaba semanas e involucraba la inoculación y sacrificio de conejos y cobayos. Invertí un año más en perfeccionar mi "prueba de mancha", publicando otros seis diferentes trabajos de investigación sobre el asunto en América Latina, Estados Unidos y Europa. El método permitía incluso hacer la diferenciación de los bacilos por correo, sin necesidad de enviar cultivos de los bacilos mismos. Y fue entonces, a fines de 1959, cuando recibí en mi laboratorio la visita de un prestigiado investigador estadunidense, el doctor Maurice S. Tarshis, bien conocido por haber propuesto un nuevo medio de cultivo para el bacilo que nos traía tan ocupados a todos.
A pesar de algunas malas experiencias, yo todavía estaba convencido por aquel entonces de que los investigadores científicos conformábamos una comunidad motivada solamente por el avance del conocimiento, todos nosotros desinteresados, razonables, objetivos, justos y honrados, paradigmas de rectitud, respetuosos de las evidencias propias y ajenas y trabajadores infatigables en la construcción de un futuro más próspero y dichoso para la humanidad.
Tarshis se mostró muy interesado en mis trabajos, sobre todo en la "prueba de mancha", y yo le mostré métodos, técnicas y resultados de mis investigaciones. No volví a tener noticia de esta persona hasta que, ocho meses más tarde, me encontré un trabajo firmado por él en la prestigiada American Review of Tuberculosis, en el que hacía aparecer como suya mi "prueba de mancha", con modificaciones irrelevantes y sin dar ningún crédito a mis trabajos.
Afortunadamente, ya había yo publicado previamente algunos de mis artículos en la propia revista, misma que reconoció su error editorial y publicó una nota mía poniendo las cosas en su lugar. En fin, un caso espectacular de plagio y piratería científica, pero no importa, me dije yo, con tal de que el conocimiento y la ciencia siguieran para adelante. Después de todo el asunto quedó aclarado y nadie volvió a saber nada de Tarshis en el mundo científico.
Pero eso es nada con respecto de lo que sucede ahora, y si comencé esta entrega con una anécdota personal fue simplemente para establecer un punto de referencia concreto entre un caso relativamente aislado del comportamiento inmoral de un investigador, ocurrido hace 50 años, y el amplio espectro de los problemas éticos que confrontamos en el campo de la investigación científica de nuestros días y que involucra no solamente a los investigadores, sino a los establecimientos en que laboran, incluyendo por supuesto a las corporaciones privadas. Esto ha dado lugar a que, por desgracia, también cambie la percepción que de estos problemas tiene el público en general, incluyendo a nuestros representantes y a quienes nos gobiernan desde las instituciones respectivas. Los investigadores sabemos ahora que no pertenecemos a un cuerpo relativamente consistente cuya virtud y probidad están fuera de toda duda; y los demás también lo saben: somos un grupo humano como otro cualquiera que no tenemos por qué reclamar privilegios especiales. Por supuesto que todos estamos a favor de la investigación científica dentro de una gestión adecuada y confiable, y eso debe quedar muy claro, pero es igualmente indudable que estamos obligados a ser más cuidadosos que nunca en el diseño y ejecución de las acciones en las que participemos como miembros de instituciones y cuerpos en los que se practica o de los que depende esta noble labor. De ninguna manera estoy implicando que el panorama es desolador, pero sí es preocupante, y son los propios investigadores, quienes están señalando los ejemplos más notorios y ventilando su desasosiego públicamente.
Vamos a pasar revista a algunos de los muy diversos aspectos que a todos nos preocupan. Es claro que los problemas éticos son distintos en campos tan diversos como la física experimental, la química, la biología, las investigaciones médicas, la psicología, la genómica, la ingeniería molecular o la antropología; y las dificultades son también distintas si se trata de investigaciones básicas, aplicadas o de desarrollo, de investigaciones documentales o de investigaciones empíricas. Voy a tratar, sin embargo, de identificar las cuestiones más generales que nos proporcionen una perspectiva más abarcadora.
Lo primero que se nos viene a la mente son los problemas éticos confrontados por el investigador mismo, como investigador, como académico y como persona letrada, y a ellos me voy a referir primero. Salta a la vista el caso del ignorante ilustrado, por muy investigador que sea, que afirma que la ética no tiene nada que ver con la ciencia, que la ciencia establece hechos, se preocupa por el conocimiento y por la verdad, y no tiene que ver con el bien ni con el mal: el marco axiológico de la ciencia se reduce a considerar si un conocimiento queda bien establecido o no, el conocimiento es bueno en sí mismo y es su aplicación la que puede torcer su destino, pero ésa no está ya en manos de los científicos sino de grupos sociales más amplios.
He escuchado a investigadores titulares decirlo en público, ante sus propios colegas, incluso en algún caso en que, para remate, quien hablaba hizo gala de una concepción en extremo cartesiana de la ciencia como producto o como actividad, de acuerdo con la cual, causa y efecto tendrían una relación biunívoca: encontrada la causa se resuelve el efecto y solamente ese efecto. Puesto en términos muy corrientes, diríamos que "muerto el perro se acabó la rabia". De las complejas relaciones entre ética e investigación científica daremos a lo largo de este artículo ejemplos varios; en cuanto a que encontrada la causa se resuelve el efecto, allí están la tuberculosis, la tosferina, el paludismo, el beriberi y muchas otras enfermedades, cuyas causas se conocen bien desde el siglo XIX, para la cura de las cuales contamos con los medicamentos necesarios desde hace decenas de años y para la prevención de algunas de ellas tenemos incluso vacunas, pero estos males siguen allí, enfermando y terminando con las vidas de millones de personas en todo el mundo.
Pero hay muchos otros problemas en los que el investigador tiene que tomar decisiones sobre si lo que está haciendo está bien o está mal. Comencé este artículo con un ejemplo de plagio flagrante, pero ya se imaginará el lector que hay otros muchos casos de apropiación ilegítima gracias a conversaciones, visitas, reuniones diversas, incluso entre colegas de la misma institución. Y hay casos más sutiles: ¿quién debe aparecer firmando una publicación? En otros tiempos y en otros países, Alemania por ejemplo, el jefe del departamento aparecía en todas las publicaciones que salieran del mismo, hubiese intervenido o no (mi tercer trabajo de investigación, sobre la permeabilidad de la pared alveolar en el pulmón, apareció firmado por quienes hicimos la investigación y por el director del Instituto en que yo trabajaba, que no metió mano ni pie en ello).
A menudo se omiten los nombres de ayudantes o de los alumnos del investigador. Se dan casos de chantaje moral por parte del investigador, en los que el estudiante que está haciendo su tesis teme molestar a su director por miedo a que no le dé crédito en el artículo respectivo. Y conozco ocasiones en que el investigador, que recibe una beca proporcional al número de tesis que se desarrollan bajo su dirección, alarga inmoralmente el desarrollo del trabajo y retrasa la recepción o graduación de sus alumnos, con tal de seguir percibiendo el "estímulo" económico respectivo. También hay muchos ejemplos en los que colegas que llevan buena amistad, cultivan el "yo te pongo y tú me pones", esto es, que unos se ponen a otros como coautores de sus respectivos trabajos para terminar el año con el doble de publicaciones que las investigaciones que cada uno realizó en verdad, ya que el sistema de estímulos económicos se fija solamente en el número de publicaciones y la calidad internacional de las revistas en las que aparecen.

Esto de las becas y estímulos al investigador, ideados con poca imaginación, se vuelve más gravemente en contra de la calidad del trabajo que se desarrolla. Todos sabemos que es mucho más sencillo realizar una investigación "apolínea" (aquella en la que perfecciono y pulo algo que ya está establecido, a menudo algo que yo mismo establecí) que una "dionisíaca" (en la cual estoy intentando pegarle a algo realmente nuevo). También es cierto que es mucho más sencillo progresar en un tema modesto, pero individual o personal, que puedo hacer solo, que en uno más ambicioso, que requiere de un equipo de investigadores. ¿Cuál es uno de los resultados de los famosos "estímulos"? Pues que hay cada vez más investigaciones apolíneas que dionisíacas, más investigaciones en temas de menor aliento y aspiración pero que producen publicaciones seguras y aceptables, menos investigaciones realmente ambiciosas y originales sobre las cuales no sé cuándo podré publicar, más investigaciones que el científico realiza personalmente encerrado en su cubículo o en su laboratorio (o de plano en su casa), menos investigaciones realizadas por equipos multi e interdisciplinarios.
Es muy grave también que, por la presión para publicar y para ganar prestigio y "puntos", el investigador "maquille" o modifique en favor de su propósito o su hipótesis de trabajo los datos que haya obtenido en la realidad, o que de plano los invente. El año pasado tuvimos el sonado caso de Hwang Woo-suk, el investigador surcoreano en genómica que durante 2004 y 2005 falsificó y publicó los resultados de sus trabajos en la clonación de embriones humanos utilizando células embrionarias, como en el siglo anterior tuvimos a Charles Dawson y su famoso "hombre de Piltdown", supuestamente descubierto en la ciudad inglesa del mismo nombre y que postuló como los restos humanos europeos más antiguos, fraude que tomó cerca de 40 años desentrañar. Por desgracia, no todo este tipo de engaño es tan sonado como para salir en la prensa internacional; el "cuchareo" de los resultados es una inmoralidad más frecuente de lo que uno se imagina.
Un asunto distinto, pero de la mayor importancia, es que el investigador asuma la responsabilidad moral de lo que hace, de los métodos que usa, de los sujetos que estudia y de los resultados que obtenga o del uso que puedan hacer otros de esos mismos resultados. Estamos en un mundo en el que muchas de las cosas que son posibles no son deseables, y el investigador debe estar consciente de la implicación ética de su trabajo y tomar su posición con respecto de lo que está haciendo. La solución de un problema casi siempre suscita una gama de problemas adicionales, y las posibilidades deben ser exploradas juiciosamente.
Campos como el de las fuentes alternativas de energía, la energía nuclear, por ejemplo, o la generación y diseminación de especies genéticamente modificadas, deben recorrerse con particular responsabilidad. Y no quisiera ni mencionar la búsqueda de información en Internet, pues esa es harina de otro costal y constituye un problema enorme, pero es evidente que quien "sube" algo a Internet tiene responsabilidad en lo que harán con esa información quienes la "bajan". ¿O no?
Todo lo anterior parecería indicar que las instituciones en las que se realizan labores de investigación deberían poner más atención en lo que hacen sus investigadores. Pero hay cosas todavía de mayor sustancia en lo tocante a la responsabilidad ética institucional y voy a tratar ahora de algunos ejemplos de ello. Los sujetos de estudio revisten en muchos casos particular consideración, y no me refiero aquí al sacrificio inútil y dispendioso de las vidas de muy numerosos animales de laboratorio, aspecto de todas formas condenable. Me refiero a las investigaciones médicas usando seres humanos, enfermos o sanos, e incluso muertos, pues se ha dado el caso de hospitales que han realizado investigaciones utilizando, sin el consentimiento de sus familiares, órganos de pacientes ya fallecidos. Si los investigadores en lo personal tienen aquí una gran responsabilidad, es evidente que la tienen, y en grado mucho mayor, las instituciones que requieren del uso de sujetos humanos de experimentación en sus trabajos.
El papel de las grandes corporaciones farmacéuticas es bien conocido y ha ido a dar hasta a las películas de ficción en el cine comercial (recuérdese The Constant Gardener, 2005, dirigida por Fernando Meirelles, con guión de Jeffrey Caine sobre una novela de John le Carré, con Ralph Fiennes y Rachel Weisz en los papeles estelares, relatando lo que sucedió recientemente en Kenya). En los años 90 se realizaron muchas investigaciones masivas en Africa, por parte de grandes consorcios productores de drogas para el tratamiento del Sida, utilizando para ello poblaciones de personas muy pobres y no bien informadas y poniendo en práctica procedimientos inaceptables.
Existe la Declaración de Helsinki, donde se establece que la comparación de nuevas drogas debe hacerse siempre con respecto de las mejores con las que se cuente en el momento y no solamente entre nuevos medicamentos de efectos no bien establecidos, y se dice también que a todos los sujetos participantes se les debe ofrecer el mejor tratamiento disponible para sus males apenas termine el estudio de prueba; pero las grandes compañías no siguen la Declaración de Helsinki, simplemente escogen para realizar sus estudios regiones del planeta en que las normas éticas tácitas les permiten competir con ventaja con las compañías que se comportan con mayor compromiso moral. Es claro que los consorcios están actuando con gran irresponsabilidad, pero igual lo están haciendo los investigadores que trabajan para ellos.
El asunto no es necesariamente fácil. Muchas de las pruebas clínicas se basan en metodologías "ciegas" en las que, para evitar predisposiciones o sesgos introducidos por los participantes, sean sujetos de prueba o los mismos investigadores, ni unos ni otros saben lo que los pacientes o los "testigos" o "controles" están recibiendo, ya sea una droga u otra, o bien, un placebo supuestamente sin ningún efecto. Solamente un pequeño grupo e incluso sólo una persona tienen acceso a todos los datos. Y en coyunturas más que diversas, ¿puede un cirujano, durante la intervención, introducir mejoras en la técnica quirúrgica establecida institucionalmente, o tiene que consultarlo y con quién (y a qué horas, pues está ya operando en ese momento)? Y todavía en circunstancias diferentes: ¿deben seguirse los deseos e indicaciones de pacientes terminales desesperados que están dispuestos a aceptar el recurso que sea?
Un aspecto poco considerado es el de la "devolución" de la información obtenida a través de la investigación. De alguna manera ya me referí a este asunto en mi entrega sobre La privatización del conocimiento, aparecida el 5 y el 7 de marzo de este año en este mismo lugar. Cada vez es más frecuente que las investigaciones sean realizadas o financiadas por las corporaciones, y entonces los resultados nunca se "devuelven": quedan como propiedad privada de la corporación respectiva y el conocimiento es inaccesible incluso para los cuerpos académicos, ya no digamos para el público en general. Y si el caso de las investigaciones médicas es asunto muy importante, no lo es menos, éticamente, el de las investigaciones antropológicas, educativas, sociológicas y psicológicas, donde los resultados obtenidos casi nunca se ponen a disposición de las poblaciones o de los individuos que fueron "estudiados" o "investigados".
Recuerdo las investigaciones sobre desarrollo curricular en las que yo participé en México y en otros países en los años 70 y 80, en las cuales nuestro equipo de trabajo consideraba compromiso elemental que la primera población que debía contar con un reporte de la investigación (si no es que había participado ya desde el diseño y el desarrollo de la investigación y en la elaboración del reporte mismo) eran los alumnos, los profesores y los padres de familia de las comunidades escolares estudiadas.
Comienza a hablarse del "Código de las tres erres" en la investigación: rigor (rigor en la aceptación de participar en una determinada investigación, rigor metodológico, rigor en la presentación de los resultados, rechazo de toda forma de corrupción, incluyendo la corrupción intelectual); respeto (respeto por los sujetos de estudio, justificación suficiente de la investigación, respeto a las normas legales y morales, respeto por el medio ambiente y por la población en general, respeto por los colegas), y responsabilidad (actuar responsablemente a lo largo del proceso, no engañar ni malinformar deliberadamente o por descuido a nadie).
Qué tanto poner en práctica este código es un asunto ético para los investigadores, sobre todo porque los criterios para juzgar externamente cada caso no son todavía muy robustos. En todo caso, la preocupación se está extendiendo para incluir tanto responsabilidades individuales como compromisos sociales, y tanto países y regiones con códigos éticos relativamente bien establecidos como lugares en los que no existe una normativa al respecto. No hay relativismo moral que valga en un intento de justificar que las compañías norteamericanas realicen en América Central o en China las investigaciones clínicas que les están prohibidas en su país, o las europeas lo sigan haciendo en Africa o en la India. Los comités de ética e investigación científica locales, a menudo promovidos por la sociedad civil y no por los gobiernos, afortunadamente se extienden y se multiplican cada vez más de prisa.
Las consideraciones anteriores de ninguna manera son exhaustivas, pero ofrecen materia suficiente como para que nos apliquemos a ellas responsablemente.
  lunes 15 de enero de 2007

Descansa, guerrero     

JUAN MANUEL GUTIÉRREZ VÁZQUEZ
Si realmente las cosas tienen un principio y un fin, lo que voy a narrar ahora comenzó de un modo que a cualquiera habría de parecerle trivial: mi hija y yo nos fuimos al cine. La película, Coffee and cigarettes, dirigida por el cineasta estadunidense Jim Jarmusch, resultaba una opción muy atractiva. Jarmusch es siempre interesante, y tiene una filmografía de peso (Stranger than paradise, 1984; Dawn by law, 1986; Mistery train, 1989; Night on Earth, 1992; Dead man, 1996; Year of the horse, 1997; Ghost dog: the way of the Samurai, 1999; Ten minutes older, 2002; Coffee and cigarettes, 2003; Broken flowers, 2005). Le gusta emplear actores sin experiencia, incluyendo en ocasiones a personas que recluta en el lugar de la filmación; también prefiere tener la cámara estacionaria, nada de travellings ni de barridos panorámicos espectaculares; a menudo muestra una especie de paisaje humano de Estados Unidos, con personas que se mueven después de la medianoche en lugares que “todos conocemos y en los que nos conocen a todos”, pero lo hace sin presentar nunca una visión que pudiese ser llamada comercial o promocional de los sitios ni de las cosas; no trabaja para estudios establecidos; se considera a sí mismo un artesano (mis películas están hechas a mano, dice) y un trabajador subcultural (le revientan la “cultura de masas” y las culturas hegemónicas); no permite que sus películas sean dobladas a otros idiomas, se exhiben siempre con subtítulos en el idioma del país de que se trate; tiene una visión muy comprensiva de su oficio de director cinematográfico, ya que ha sido también actor, guionista, camarógrafo, compositor y productor, y ha sido asistente nada menos que de Nicholas Ray y de Wim Winders.
La película: una serie de viñetas por lo general muy cortas, en las que dos o tres personas que tienen poco o mucho que decirse, que se entienden mucho o poco o nada una a la otra, o representan caminos e instancias que en la vida se hallan muy lejanas o de plano son contradictorias, que se encuentran una a la otra para conversar (o al menos para intentarlo) y se toman un café; una de ellas, o ambas, se fuman uno o varios cigarrillos. Y eso es todo. Como en tantas buenas películas, aparentemente no pasa nada. La vida simplemente fluye, la gente habla de sus cosas, de lo de todos los días, de alguna ocurrencia que ha tenido, de logros y frustraciones menores, de modestas o grandes esperanzas, de algún malentendido. También habla para salir del paso. Pero el discurso plástico es narrado siempre en un contrastante tono de gran drama, todo él en una gama riquísima de tonalidades grises con una textura increíble y que ciertamente van desde el blanco más claro hasta al negro más profundo, algo que al glorioso technicolor o a la televisión no puede pedírseles porque sencillamente no lo pueden dar.
En el episodio que cierra esta serie de bosquejos breves y poderosos, dos viejos, evidentemente al final de sus vidas, conversan sentados frente a una mesa en un espacio amplio que parece pertenecer a una fábrica o un almacén medio abandonados. Parece ser la hora del descanso: ambos beben café y uno de ellos enciende y fuma un cigarrillo. Al fondo, cerca de un ventanal, otra persona hace el aseo. La oscuridad es en los rincones casi total, con la luz de los claros que vienen del fondo cubriendo de matices cenicientos y apagados a objetos varios, algunas grandes cajas, un par de sillas tiradas, salvo las aristas encrucijadas y fortuitas que destacan de alguna reja de alambre o el ocasional y lúcido escorzo de algún gesto iluminado de los viejos, quienes reciben también una iluminación frontal, para mi gusto excesiva. Y de una manera pausada, sin precipitaciones ni urgencias, sin sobresaltos ni aspavientos, quiero pensar que hasta con cierta nobleza, los amigos van abordando tangencialmente el asunto de la declinación de sus vidas, de la proximidad del ocaso. Entonces uno de ellos recuerda una canción de Gustav Mahler, Ich bin der Welt abhanden gekommen, misma que comienza a escucharse en la película como el viejo la escucha en su recuerdo, como si viniera del atardecer, como si discurriera fluyendo lentamente a la manera del Adagietto de la Quinta Sinfonía del mismo compositor (el cual es evidentemente una variación ulterior del tema de la canción). Poco a poco nos van llegando los versos: “… yo estoy ya extraviado para el mundo…”, “…hace tanto tiempo que el mundo no sabe de mí que muy bien podría creerse que estoy muerto…”, “…en realidad no me importa que el mundo piense que he muerto…”, “… de hecho no puedo negarlo, realmente para el mundo yo estoy muerto…”, “… estoy muerto para el estrépito del mundo, reposo ahora en esta heredad tranquila, y vivo solo en mi propio cielo, en mi amor, en mi canto”. La película termina con un grito horrible que viene de la radio, que seguramente alguien ha encendido: “y ahora, ¡las noticias!”.
Al encenderse las luces de la sala mi hija y yo nos vimos a los ojos, llenos de lágrimas, y no hizo falta decirnos nada el uno al otro: salimos disparados a buscar en las tiendas la canción de Mahler. Desgraciadamente no tuvimos éxito y después de inquirir infructuosamente en tres o cuatro comercios abandonamos la búsqueda. La noche se nos había echado encima.
Claro que la película afecta por sí misma a todo aquél que la vea, y su episodio final es bellísimo y conmovedor. Pero en mi caso creí percibir un pinchazo singular, tan perverso como oportuno: tengo 78 años y padezco de una enfermedad Terminal. Me he resistido a la idea de dejar de trabajar, pues el trabajo, la búsqueda de la verdad y de la belleza, y las buenas acciones, son lo único que justifica social y moralmente la existencia del ser humano. Y justo ahora me sucede esto: sentado en mi butaca, viendo una buena película al lado de mi hija, ¿la vida se las arregla para decirme que uno ya está perdido para el mundo?
Al día siguiente continuamos la búsqueda de la canción, esta vez con éxito: una buena grabación de canciones de Schubert y de Mahler son la soprano Jessy Norman. No tuve oportunidad de escuchar el disco, pues debía salir temprano de la ciudad de México para Michoacán, en donde vivo y trabajo. Pero apenas llegué a mi casa por la noche, lo primero que hice fue escuchar una y otra vez Ich bin der Welt abhanden gekommen, la canción de marras, que insistía: realmente yo estoy muerto para el mundo, vivo sólo en mi propio cielo, en mi propio canto. Entonces traté de salir del cerco escuchando correr el agua fresca de las canciones de Schubert que venían en el propio disco pero, después de varias de ellas, bien conocidas y escritas sobre poemas de Goethe, Mayrhofer y otros, vienen tres basadas en La Dama del Lago, de Walter Scott, las Canciones de Ellen. Y la primera de ellas golpeó sobre terrenos ya dañados: “Raste, Krieger, Krieg ist aus…”, descansa, guerrero: la lucha ha terminado. Pero, ¿cómo? De Jarmusch a Mahler, de allí a Jessy Norman, y de allí a Schubert… Porque el mensaje era el mismo, la canción de Schubert dice más adelante “…duerme tu sueño, nada te despertará…”, “…las quejas del día no pueden molestar ya tu noche silenciosa…”, esto es que el sueño al que se refiere Ellen en su canción no puede ser otro que el último y más prolongado, incluso el autor va con su música más allá del texto e introduce en momentos algunos compases que hacen pensar en una especie de marcha fúnebre. Y al final, cuando repite por última vez el primer verso “Descansa, guerrero…”, al cambiar el tono de la música, como Schubert hace a menudo en sus obras cortas de manera que le es tan peculiar, nos indica claramente que el ideal es inalcanzable, que la paz no es nada más que un sueño, y que la lucha ha terminado, pero solamente para el luchador en cuestión: la lucha sigue, pero él no. La canción finaliza con algo así como una plegaria.
Las maneras que tiene la vida para mostrarnos el camino, en su sabiduría, pueden resultarnos inescrutables; los avisos no son siempre bien comprendidos, en ocasiones ni siquiera visualizados o escuchados, ya no digamos seguidos, por nosotros los humanos. ¿Cómo fue que me llegaron de manera harto oportuna, uno tras otro, dos mensajes tan rotundos? Y cuando los califico de oportunos no quiero significar que su contenido era necesario en ese momento, pero es evidente que llegaron mostrando una perspectiva relevante que yo no esperaba y que es indeclinable considerar. Por supuesto que los mensajes fueron generados para el mundo y enviados al azar de cielo y tierra por Walter Scott y por Schubert a principios del siglo XIX, por Mahler a principios del XX, por Rückert (autor del poema del que toma su letra la canción de Mahler) en la segunda mitad del XIX, con la intermediación de Jarmusch a principios del siglo XXI y de Jessy Norman en la segunda mitad del XX. Es claro también que toda señal es escuchada, interpretada y comprendida desde la perspectiva de la diversidad de historias, contingencias y sensibilidades de quienes la reciben. Pero para mí, en la aventura que estoy viviendo, es como si Schubert y Mahler me hubiesen hecho llegar sendos y terminantes avisos, ambos más bien aciagos, uno: estás ya extraviado para el mundo; el otro: descansa, guerrero, la lucha ha terminado. El problema es, entonces, el de siempre: ¿de dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos? ¿Cómo llegar con sabiduría al lugar hacia el cual nos dirigimos? Habrá que seguir caminando el tramo que queda para averiguarlo.
Esta historia tuvo un principio muy sencillo. Y si tuvo un principio, seguramente tendrá un final. Al ver llegar el suyo, Macbeth exclama: “¡apágate, cirio fugaz!”.

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